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jueves, noviembre 21, 2024

Sigilo 52

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Capítulo 52

 

Tu sombra en el río

 

Los días siguientes a la partida de la tía me inundó la sensación abrumadora de estar en medio de una vorágine que superaba todas mis fuerzas. Las noticias sobre la violencia desatada por todos lados me ponían los pelos de punta. Temía por Antonio, por la niña, por mí. Maribel tenía el encanto de lo sutil, lo núbil y al mismo tiempo de una especie de fuerza cósmica, absoluta. Me parecía que, si ella se hallara alguna vez en medio de una balacera, caminaría entre las ráfagas de metralleta sin que ninguna la alcanzara.

Sin la presencia de Eustolia, quien como sea me servía de gran ayuda, mis ánimos decayeron hasta el fondo de una depresión desconocida, derrotados quizá por la inminencia del peligro, por el exceso de trabajo en casa –la niña era exigente y la tía vivía sólo para ella–, así como por la distancia que de pronto se estableció entre mi esposo y yo. Sabía que la parienta siempre había sido fundamental para el buen o mal humor de Antonio, pero en estos momentos parecía echarme en cara, con su silencio y su frialdad, lo que me vi obligada a hacer. Los únicos instantes en que sus ojos recobraban su limpidez eran cuando jugaba con su hija, que casi parecía sonreír.

Por otra parte, no sabía hasta qué punto la amistad de Julieta se mantenía en el horizonte como una posibilidad, un regreso a días más felices. Saber que su razón se desvanecía poco a poco me ponía muy triste. Me preguntaba si sería capaz de reconocerme, más allá de su necesidad obsesiva de llevarme, a mí y a la niña, al trágico escenario de su sigilo.

Empecé a pasar el día sin vestirme ni arreglarme. Sentía que me ahogaba entre esas
paredes. Un día en el cual tuve un brote de energía inesperado, saqué ropa del clóset, bolsas sin uso, zapatos. Entre tantos objetos viejos salió uno de los libros que Antonio no logró desterrar de mi vida: Liber scientia auxilli et victoria terrestris, el Libro de la ciencia, de la ayuda y de la victoria, uno de los textos del canon básico de la magia angélica, según John Dee. Leí:

“Y vi dos ríos de fuego, y la luz del fuego brillaba como el jacinto y caí sobre mi rostro ante el Señor de los espíritus. El ángel Miguel, uno de los jefes de los ángeles, me tomó de la mano derecha y me levantó y me llevó donde están todos secretos…”

Y recordé. En las lecciones duramente aprendidas con las Hijas de la Luz, los ejercicios espirituales debían referirse a un solo ángel, aquel que sería nuestro guía, guarda y protector. En ese entonces yo me burlaba del contraste entre nuestra vida disipada y la seriedad de los estudios. Por eso y porque acababa de caer el helicóptero de los Moreno Valle, cuya noticia me llegó justo cuando estaba conociendo Puebla y me hallaba al lado de la fuente de San Miguel, elegí a dicha entidad arcangélica como mi protector. Las invocaciones eran en realidad ejercicios, prácticas para poder conversar con nuestro ángel cuando se abriera el sigilo.

Durante una de esas prácticas, Catalina nos mostró una réplica del espejo negro de Tezcatlipoca, objeto mágico que usaba John Dee cuando contactaba con ángeles. Algunos estudiosos de la alta magia creen que también llegó a contactar demonios. Catalina afirmaba que cada una vería “su sombra”, es decir, el lado oscuro de cada quien. Con enorme lentitud, en una especie de ceremonia improvisada, la anfitriona nos forzó a observarnos, de una en una, en el espejo. Lo que yo vi es imposible de describir. Cuando volví a mirar ese rostro en la pantalla de mi laptop, la tarde del secuestro de Julieta, lo reconocí de inmediato.

En ese instante me invadió un miedo atroz.

¿De qué nos habíamos rodeado? El rostro que vi en mi pantalla, y el de unos meses antes en el espejo negro, según yo, era el de mi ángel.

Pero los ángeles eran hermosos. Cada vez que contemplaba a Amaris me convencía de que ella era la encarnación de alguno de ellos. Así de bellos, misteriosos e indescifrables debían ser los seres celestiales que algún día invitaríamos a pasar a este plano material. No ese rostro espeluznante, deformado por el terror o por haber entrado a un plano material ajeno al suyo. Si Julieta lo hubiese visto me diría que se trataba de un ser del bajo astral. Como sea, yo quería hacer contacto con mi ángel, no con un ser salido de quién sabe cuál prisión del universo. Quizá tenía la ilusión, un tanto infantil, de convocar a mi ángel “bueno” para que curara a mi hija mayor. No sé. Cada una de las participantes en los rituales secretos tenía un deseo que la forzaba a permanecer atada a la esperanza, a la esclavitud del sigilo.

La relectura del libro –dificilísimo de entender, por cierto– me trajo una sensación de paz. Quizá sentí que había hecho las paces conmigo misma y mis elecciones.

Sin siquiera pensarlo, mi cuerpo abandonó su rigidez y sentí un nuevo impulso, una especie de ráfaga de viento con olor a tierra mojada y rosas. Más animada, me vestí, me arreglé y guardé en bolsas de basura todo aquello que sería ya parte del pasado para siempre.

Cuando, luego del trajín, me dispuse a salir con la niña de paseo, Antonio me mandó una nota: en Veracruz, en el puerto, la crecida del Papaloapan se había llevado casas, personas, animales. Alguien, quizá alguno de sus contactos de la policía estatal, le mandó un video con el cadáver de su tía flotando en la corriente del río entre troncos, muebles, ropa, objetos y basura. Su rostro, contraído por el horror, tenía la misma expresión del que grabó la cámara de la casa de Julieta el día de su secuestro.

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