Capítulo 22
Las aristas de tanzanita
A la mañana siguiente atendí a la niña y me preparé un desayuno de microondas. Había café en una lata sellada al alto vacío, filtros y una hermosa percoladora tan brillante que daba pena ponerla a funcionar. Puse en un plato algo de atún, verduras cocidas, revolví todo con algo de mayonesa y me lo serví con galletas saladas, ésas que duran décadas en una alacena sin echarse a perder. Recordé que había prometido a la Cata llamarla cuando estuviera por llegar a su casa. Cuando prendí el celular de nuevo, entraron uno tras otro los mensajes cada vez más histéricos de mi compañera de estudios. Preferí llamarla. Sus gritos me resultaban de verdad exagerados. Ni a mi madre le hubiera pasado escenitas semejantes.
—Eres una desconsiderada, Valentina. Me dejaste despierta toda la noche, esperándote.
—Te dije que te avisaba, Catalina. Disculpa si te dejé plantada. No fue nunca mi intención.
—Nunca es tu intención nada –reviró–. Pensé que te había pasado algo. ¿Y la niña? ¿Está contigo?
Me extrañó la pregunta. Por regla general ella jamás se interesaba en familiares de sus compañeras de estudio, a menos que su intervención se convirtiera en intromisión. De pronto me pregunté si no estaba pensando que mi hija convertiría nuestro tranquilo salón de juntas en una especie de sala de juegos. O guardería improvisada.
—Pensé que te habías regresado al rancho de tu marido –agregó de pronto.
—¿Adónde? –pregunté sorprendida.
—Bueno, como no llegabas te supuse regresando con él a esa casa de campo suya.
Su obstinación me inquietó. Cuando Julieta me obligó a hacer la reunión por Zoom con ellas, Catalina se mostró indiferente del todo respecto a mí y a mi criatura. Recuerdo que apenas si me saludó. No me hizo las fiestas y comentarios que las demás compañeras me prodigaron: el ritual de felicitaciones y alabanzas que rodean la presentación de un bebé ante las amigas de su madre. Pero, además, se me hizo altamente sospechoso que la Cata mencionara la casa de campo de mi marido. No recordaba haberle hablado nunca de ella, ni que yo hubiera huido de ahí.
Me despedí sin prometerle nada. Su insistencia en verme me estaba dando mucha flojera. Por supuesto, no le dije dónde me hallaba. Preferí apagar de nuevo el celular, por aquello del localizador.
Seguí revisando el departamento en busca de cambios de ropa, toallas, jabón, champú y esas cosas menudas pero indispensables. En la gaveta inferior del baño encontré una videocasetera. Con un casete adentro. ¿Tendría ese material algo que ver con la desaparición de Julieta? Menudo lío. Ahora necesitaría encontrar un televisor al cual enchufar el aparatejo ese. Sólo había una pantalla de plasma de pared a pared. De pronto recordé el cuarto de la Pancha, pobrecita, que se había quedado sin chamba cuando desapareció su patrona.
Como lo imaginé, una vieja televisión se hallaba en ese cuarto que parecía tan pulcro como si la sirvienta siguiera llegando cada noche a pasar un rato de tejido y telenovelas antes de dormir. Fui por la niña, algunas aceitunas a modo de botana, juguetes para entretener a la pequeña.
Acomodé los aparatos y me dispuse a disfrutar un rato de locuras protagonizadas por Julieta y sus viajes, Julieta y sus amantes, Julieta y sus banquetes en compañía de amigos.
En efecto, la grabación abandonada en el vetusto aparato no correspondía a sus explicaciones sobre el cierre del sigilo ni a las consecuencias de que estuviese abierto (las cuales sólo intuía pero no lograba entender del todo. Tampoco contenía escenas de sus viajes y banquetes. La secuencia inicial me sorprendió de entrada, y me causó un hondo desconcierto y terror: mi amiga Julieta colgaba amarrada de manos y pies de unas cuerdas aseguradas probablemente a alguna trabe o viga de un techo que no se alcanzaba a apreciar. La estancia estaba envuelta en el claroscuro; sin embargo se podía apreciar la silueta desnuda de mi amiga. Las ataduras evidenciaban su figura atlética, exagerando sus provocativas curvas y la contorsión de su cuerpo que, a pesar del dolor evidente, exhalaba una enorme carga erótica. Un látigo la flagelaba sin misericordia dejando impresos rojos verdugones en sus piernas y nalgas. Quien ejecutaba la despiadada tarea no era otro sino el mismísimo seudomaestro Harper.
La imagen de sexo hardcore me revolvió el estómago. De todas las parrandas que me había corrido con mi amiga, ninguna incluyó ni dungeons ni juguetes sados ni citas con gente adepta al sexo rudo. Tampoco hablamos nunca del tema, que a mí me horrorizaba,
por decir lo menos. Yo no concebía el maltrato físico como parte del placer carnal. Los golpes que le asestaba Harper a la Julieta desnuda eran de verdad atroces. El video tenía un sonido muy malo. Los insultos del tipo se oían entrecortados pero mucho más fuertes que los gritos de Julieta. Me quedé hasta el final de una sesión de media hora de tortura sólo para constatar que lo grabado era fake o si de plano los amantes, entregados con tal furia a la sesión de latigazos, la habían prolongado más allá del consenso o del pacto previo.
Estaba yo tan metida en mi espanto y especulación que no noté que la niña miraba la pantalla con ojos fijos, sin pestañear ni hacer gestos. La levanté para darle su leche y ella tomó la botella entre sus manitas sin descuidar ni un momento lo que estaba mirando. Una voz venida quizá de lo profundo de mi naciente conciencia de madre preocupona me susurró: “aleja a la niña de ese espectáculo indigno”. Pero otra voz, la jodona y cruel que más me había perseguido hasta ese momento, dijo:
–Cómo quisieras estar en su lugar, madrecita. Le tienes envidia a tu amiga.
Apagué la televisión y saqué la cinta. Por un momento pensé en destruirla, pero decidí dejar para otro día, sin la pequeña presente, la revisión completa del video. La metí en uno de los cajones del armario de la Pancha. Me extrañó verlo totalmente vacío, como si la criada se hubiera ido no por las fiestas de su pueblo sino para siempre. ¿Y si la Pancha había sido cómplice de Harper y entre ellos planearon el secuestro de la señora?
Sin saber qué pensar, intenté guardar la cinta de manera que no se pudiera ver cuando se abriera el cajón. Algo me impedía empujarla hasta el fondo. El estorbo era una libreta. Garrapateada con la clásica letra palmer de Julieta. Parecían fórmulas matemáticas acompañadas de una serie de diagramas geométricos y líneas escritas en un idioma extraño. A la mitad del cuaderno, una página escrita en español me informaba (sí, a mí directamente) que si estaba leyendo esas páginas ya no había nada más que hacer por ella, excepto rescatar sus cenizas y averiguar la manera de cerrar el sigilo, activo desde que nuestras condiscípulas lograron hacerlo funcionar sin el consenso de todo el grupo. Al menos sin un acuerdo que nos incluyera a Julieta y a mí. “Recuerda las gavetas del panic room, los cajones de mi escritorio y las aristas de tanzanita. La clave está en todos esos lados”, rezaba la última oración remarcada con tinta roja. Me quedé perpleja. ¿La clave de qué? ¿Y cómo iba a cerrar el sigilo si hasta ese momento para mí el sigilo era la casa de la Cata y no otra cosa? Recordé los ojos llenos de angustia de Julieta cuando se la llevaban secuestrada. En ese momento me hice la promesa de desenmarañar el secreto en cuyo corazón parecía estar depositado sin remedio el destino de la niña y el mío.