Capítulo 8
La esposa de…
Anais llegó a una fiesta en el nuevo complejo inmobiliario. Después de pasar por el tránsito engorroso de lidiar con la esposa de Roberto Santos.
Como era de esperarse, Leticia le pidió con cierto desdén que llenara su casa con esculturas de Javier Marín.
Leticia sabía perfectamente que Anais era una amenaza por estar sola y por la distancia que había entre sus zapatos y la falda.
En la reunión estaban los protagonistas de la nueva oleada inmobiliaria en Puebla.
Llegó con la intención de volver a ser, como siempre, el foco de atención de aquellos que en tiempos mejores le habían ofrendado su amistad y devoción no por circunstancias propias, sino por ser ‘la esposa de’.
Los poblanos tienen una sensibilidad especial para captar cuándo una mujer es la victima propicia de sus propias ambiciones.
Anais apareció en escena como una señora digna de todos los respetos. Y lo era… el único contratiempo fue precisamente querer adueñarse de un territorio que de entrada le había sido velado. Por ser la esposa de…
El pasado provinciano y tropical desentonaba con la sofisticación poblana.
Que al final de cuentas era un tema retórico, ya que la sofisticación es una falsa opulencia, es simplemente pretender.
Entró a escena, y se dirigió al dueño del complejo, a sabiendas que la concurrencia no hacía nada más que descalificarla como una advenediza. Pero en su mente no había otra cosa más que los remotos recuerdos de aquel pasado en el que Fernando y ella fueron cómplices que se divertían ante el espectáculo de la hipocresía.
Ante la mirada morbosa de los hombres, estaba convertida en toda una vampiresa, pero a los ojos de sus adversarias era el enemigo a vencer.
Extranjera en su propio territorio.
Crucificada por todo aquello que las demás no se atrevían a demostrar; que estaban diseñadas para el deseo. Para rendirse a la insensatez del momento: para encamarse a quien se le antojara.