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domingo, abril 28, 2024

El tango mixteco de Melitón Lozano y sus bots

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Durante semanas, Melitón Lozano le hizo una guerra sucia a su enemigo histórico: Jorge Estefan Chidiac.

No le pasaba por la cabeza que el Partido Verde lo propusiera para ser el candidato por el distrito federal número 14, con cabecera en Izúcar de Matamoros.

¿La razón?

Que lo iba a apabullar como lo ha hecho en el pasado.

Estefan ha ganado tres veces por la región de la que Melitón Lozano se siente el cacique gordo de Cempoala.

Una vez más no lo podría soportar.

Por eso soltó a sus perros, sus gatos y hasta a sus zorrillos.

Pero en ese contexto, el gobernador Sergio Salomón invitó a Estefan a sumarse al gabinete, lo que podría ocurrir este lunes.

Su destino tiene tres letras: SEP.

Con un expediente gordo y sucio —fruto de su paso por esa misma secretaría—, Melitón Lozano creyó que sin Estefan al frente ganaría la encuesta de Morena y aliados.

No fue así.

El diputado local Eduardo Castillo, presidente del Congreso poblano, se terminó imponiendo y lo mandó a un tercer o cuarto lugar.

Nuevo coraje, nueva furia desbocada.

En respuesta, sacó la guitarra, entonó un tango y denunció un supuesto fraude.

En pleno delirio, jura que ganó la encuesta y que no se respetaron los resultados.

Su comportamiento es como el de los malos perdedores: cuando ganan, la democracia existe; cuando pierden, ésta se acabó.

Los bots que le echó encima a Jorge Estefan ahora escupen en contra del proceso interno.

Y recurren a los mismos calificativos.

Don Melitón fue defenestrado en su momento por el gobernador Miguel Barbosa.

Pocos entendieron las razones.

Con el tiempo trascendieron algunos motivos.

Quien carga una maleta sucia corre el riesgo de manchar el piso.

Nuestro personaje está más cerca de rendir cuentas que de rendir protesta.

Su caso es similar al de Claudia Rivera, quien pasó de buscar ser gobernadora y senadora a repetir en la alcaldía de Puebla.

Al no configurarse ese escenario, ahora busca negociar posiciones para los suyos: regidurías, diputaciones, posiciones en el gabinete.

Por cierto: la señora esposa del doctor Melitón también busca ser presidenta municipal de Izúcar.

Plan redondo: alcaldía y diputación.

¿Cómo va ese tango de Gardel que habla de que el mundo es una porquería?

 

El ocaso del Benito Juárez poblano (parte final). La comunicación social de Mario Marín era un desastre. En el contexto del escándalo, Valentín Meneses, su vocero, le dijo a Carlos Loret de Mola en su noticiero radiofónico que la voz que se escuchaba en las grabaciones era la de su jefe. Loret le preguntó a fondo. El Vale respondió con una ironía que lo hundió más: “Quizás el gobernador y Kamel estaban embargados del espíritu navideño”.

Tras la entrevista con López Dóriga, las cosas se descomponían más.

—Si te fijas, compadre, López Dóriga hasta te cuidó. Te dio el beneficio de la duda —le dijo Meneses.

—¡Qué chingaos me va a cuidar! ¡Se le notó la insidia! —respondió Marín.

Al otro día, ambos llegaron a Televisa acompañados de Jacobo Martínez. En el trayecto, éste le aseguró a Marín que Loret de Mola estaría en la mejor disposición para

cuidarlo. Tras ingresar a las instalaciones, la maquillista le pidió al gobernador que tomara asiento. “¿Para qué?”, preguntó desconfiado. “Lo voy a maquillar”,

respondió ella. “No, gracias. Así estoy bien”, resopló molesto. “Me piden que lo maquille. Es lo de rutina”. “No. Así estoy bien”.

El Vale terció diciendo que era importante que le dieran una maquilladita para que no fuera a dar el charolazo ante las cámaras. Marín aceptó una sola pasada. No más. Luego pasó a tomar asiento en el estudio.

*

Loret de Mola está de pie y lo ve venir. Hay comerciales. Marín trata de saludarlo, pero

el periodista lo esquiva y se pone a hablar con otras personas de su equipo. El gobernador sabe que algo está mal, que las cosas no serán amables. Se sienta en

la silla. “Está demasiado alta”, concluye. Y busca el piso con los pies. Imposible. Busca bajarla. “Cuatro, tres, dos”, dice el floor manager. Loret lo presenta fríamente, con un toque burlón. Marín sigue buscando el piso. No lo encuentra. La entrevista se torna agresiva desde el principio. Loret da el contexto y pregunta a bocajarro. Despiadadamente. No hay tregua. Marín piensa que las promesas del primo de Bernardo Gómez son mentiras absolutas.

—¿No le da vergüenza esa grabación? —pregunta Loret con insidia.

—Para nada. No soy yo —responde un gobernador angustiado y enojado.

—¿Es su voz o no es su voz? —arremete.

—Te dije que no —contesta ufano.

Y agrega titubeante: “Es una mezcla. Es un montaje”.

—¿Pero sí es su voz?

—Puede ser.

—¿Por qué no denunció si no es su voz?

—¿A quién denunciamos? Dime.

—¿Por qué entonces su vocero dijo que sí es su voz? ¿Qué no oyeron la grabación antes de salir a dar una postura?

—No la habíamos oído.

—¿Me está usted diciendo que dieron una postura sin haber escuchado la grabación?

—Así es.

—Yo, honestamente, se lo digo de frente: no le creo.

—Yo tampoco te creo, fíjate.

Marín salió furioso. Jacobo trató de justificarse dos minutos. Después desapareció. El Vale no sabía qué decir. Marín subió a la Suburban prieta maldiciendo.

—¡Esto fue una pinche trampa!

—Es que le creí a Jacobo…

—¡Ése es un hijo de la chingada y tú eres un pendejo!

Dos o tres personas le hablaron por teléfono. La coincidencia era unánime: “Te pusieron una celada, gobernador”. Él lo sabía. Las cosas estuvieron mal desde que apareció la maquillista. Luego vino el asunto de la silla demasiado elevada. Y el desdén de Loret. Y la mala leche. Y las preguntas en las partes blandas. Golpes o preguntas o madrazos. Ufff. “¡Todos váyanse a la chingada!”, estalló mientras el Román, El Chiquilín, buscaba una gasolinería.

*

El gobernador se refugió en el interior del estado y en Casa Puebla.

En las mañanas salía a algún pueblo, encabezaba uno o dos actos y regresaba a la residencia oficial. La prensa no acudía. Los adictos al marinismo recibían boletines, obras públicas y dinero. Los críticos, hostigamientos. Marín bloqueaba la agenda a la hora de la comida. Los invitados eran unos cuantos. No más de tres. Con ellos bebía y mataba la tarde. El rencor vivo aparecía en las conversaciones. Un odio visible crecía en los ojos. “Me quieren destruir porque no soy como ellos —decía—. Me quieren humillar. Lo que hice no es un pecado. Hablo como hablan todos los mexicanos. Pero van por mí porque me detestan. Son racistas y clasistas. No toleran que un hombre como yo venga de menos a más. Desprecian mis orígenes pobres y

campesinos. No me quieren dar derechos”.

En esas reflexiones en voz alta, humedecidas por el tequila y la champaña, aparecían los nombres de algunos personajes: Loret de Mola, Roberto Madrazo, Felipe Calderón. Al

primero no le perdonaba la exhibición pública que significó la entrevista televisiva. “Me quiso humillar desde el momento en que me hizo sentar en una silla alta. Mis pies estaban colgando. Eso me dio inseguridad. Luego me molió a preguntas. Me quería humillar con esa actitud del periodista crítico que se enfrentaba a un criminal. No maté a nadie. ¿Por qué me tratan así?”, decía inevitablemente al finalizar la jornada alcohólica.

A Madrazo no le perdonaba su aparente apoyo. “En el fondo quiere tirarme. Mis fuentes me dicen que Madrazo es un traidor. Quiso vender mi cabeza en Los Pinos. Que se joda en las elecciones. No voy a mover un dedo en su favor”. A Calderón lo detestaba por ser panista y por hacer declaraciones en su contra.

No leía los periódicos nacionales. Se irritaba cuando se topaba con uno en el helicóptero. Apenas leía algunas líneas, lo tiraba al piso. Un mal humor permanente iba con él a todos lados. No podía sonreír. En lugar de sonrisas aparecían muecas. Sólo quería leer la defensa que hacían de él sus amigos en la prensa. Sus plumas adictas ensayaban toda suerte de edificios verbales en aras de justificarlo. No dudaron en descalificar a Lydia Cacho. La acusaron de haber sido ¡violada! La culparon de tener un odio brutal contra los hombres. Le hicieron psicoanálisis a la distancia para evidenciar su empecinamiento en contra de Marín.

A éste le compraban todas sus defensas: trucaron su voz, la impostaron, mezclaron la voz auténtica con voces hechizas, distorsionaron lo que quiso decir, editaron todo.

Los adictos al gobernador no dudaban en ir a desayunos dominicales a Casa Puebla. Ahí se solidarizaban con él en gestos y actitudes. Al otro día refrendaban esa amistad en palabras. El pago por sus

servicios era elocuente: muchos de los adictos hicieron obras públicas a lo largo del sexenio: carreteras malhechas, avenidas, escuelas. Mezclaron la pluma con la cuchara de albañil.

En ese mundo feliz, el gobernador creía por momentos que la gente había olvidado el incidente con Kamel Nacif.

Un día entró a un restaurante de Polanco —The Palm— y tuvo que salir por la cocina ante los abucheos. Entró furioso a la Suburban. El clima de linchamiento era el pan de todos los días. Vivía agazapado. Con el alcohol y los amigos cercanos evadía el rumor de la calle. Los antiguos aliados lo abandonaban. Manuel Bartlett declaró que Marín era un “gobernador desprestigiado”. Rafael Moreno Valle dejó la presidencia de la Gran Comisión del Congreso del Estado en protesta por el escándalo. Luego aceptó contender bajo las siglas del PAN en busca del Senado.

Una manifestación reunió a treinta mil personas en el Centro Histórico. El coro llegó hasta Casa Puebla: “¡Fuera Marín! ¡Fuera Marín!”. Le empezaron a llamar “precioso” en

los diarios, en los noticieros, en la calle. Un restaurante de Polanco bautizó unos tacos poblanos como “Tacos Preciosos”.

El gobernador caía y nadie metía las manos para sostenerlo.

 

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