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jueves, abril 18, 2024

El sonido de las copas al chocar

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Hay un momento mágico en la conversación: cuando uno choca su copa de vino con la de la compañera de mesa. 

Es un guiño formidable que nos devuelve al origen del mundo, cuando sólo había estrellas en la mirada de los hombres. 

Ese sonido suena al apellido de Bellini. 

Es un tiiing afinado que provoca una música que se extiende hacia otras mesas. 

Es ahí cuando uno atesora en la memoria ese recuerdo que al paso de otras mesas pasará a formar parte de una antología de recuerdos imborrables. 

Decimos “salud”, ufff, para celebrar la vida, la posibilidad de un encuentro o la generosidad de cierto amor con alas. 

Y en ese “salud” hay una especie de decreto. 

No sólo brindamos por el momento. 

Brindamos por todos los hombres y mujeres que, en otro lugar, a la misma hora, chocan sus copas con otros que celebran algo. 

En ese tiiing está el deseo abierto de la buenaventura, de la buena suerte, de esa felicidad que a veces baja a las mesas de los comensales como un fruto maduro. 

Qué ganas de aprehender ese momento para siempre. 

Qué ganas de preservarlo en la memoria. 

Antes del brindis algo surgió que nos llevó a tomar la copa, levantarla, buscar la copa del otro y hacerla chocar hasta desatar ese sonido metido en un eco delirante. 

No brindamos sólo por brindar. 

No decimos “salud” por mero formulismo. 

Somos parte de un ritual añejo que viene desde los orígenes de un brindis en la Edad Media del alma o en nuestra hermosa zona del Renacimiento. 

Ese brindis —oh, sí— es la prueba contundente de la existencia de Dios, de la existencia del amor: ese fruto que da luz a las vidas. 

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