El cónsul Firmin,
descalzo,
descamisado,
con pantalón de lino,
con sus delgadas piernas,
hace ochos en su habitación del hotel Bella Vista.
No ceja en su intento de dibujar el infinito
en el piso barato de ese
hotel de Cuernavaca.
Camina sobre su propio eje como una hormiga laboriosa.
Teje su mansedumbre
y se guarda las ganas de orinar.
“Para, Firmin, maldita sea!”,
le pide su mujer,
pero él sigue en esa tarea de perros
que es la tarea de los que sólo
quieren un trago de alcohol.
“¡Flores, flores para los muertos!”,
grita una vendedora desde la calle.
Es Día de Muertos en Cuernavaca, Día de Todos los Santos.
Firmin no lo sabe todavía,
pero ese ir y venir haciendo ochos sobre el piso barato del hotel
es la señal que hacen los difuntos
cuando la tierra reclama lo que es suyo.
*
Malcom Lowry supo entender el espíritu del mezcal
y se volvió un alcohólico como su personaje.
El cónsul Firmin tomaba estricnina
para matar los pájaros que vivían en él,
para acabar con las ratas que lo carcomían.
Usaba pesticidas para cebar su suerte.
William Burroughs se inyectaba insecticidas baratos
junto con su mujer.
El polvo los volvía cucarachas
que rondaban su almuerzo desnudo:
ese instante helado en el que todos ven (decía Kerouac)
lo que hay en la punta de sus tenedores.