ENTREGA XII
Todos los nombres de los personajes son reales.
Todos los enredos de los personajes son ficticios.
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Cuando los ministeriales llevaron a Jovita Jáuregui a la Procuraduría la obligaron a desnudarse luego de que hizo su declaración. Ella protestó porque una vez más estaban violando sus derechos, y argumentó que quería un abogado y un representante de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Uno de los ministeriales soltó una carcajada y al tiempo de tocarse los genitales le dijo que ahí no había más ley que ésa. Jovita Jáuregui supo que estaba perdida y que su enemigo era tan poderoso que la quería llevar a los límites del decoro y la humillación. Pidió entonces respeto por su condición de mujer.
Los ministeriales le dijeron que tenía cinco minutos para desnudarse o ellos mismos se encargarían de hacerlo. En realidad comentaron que cuando la detuvieron algo extraño habían sentido al entrar en contacto con su cuerpo. Uno de ellos, el de los genitales, les aseguró que Jovita Jáuregui era una vestida, que su mirada no era la de una mujer, que su espalda era más grande de lo normal, que esa forma de caminar no era la de una reportera de la sección cultural de un periódico de Culiacán.
Por eso al de los genitales se le ocurrió que Jovita Jáuregui se desnudara en una oficina de la Procuraduría, sin importar los derechos humanos de la víctima ni los derechos universales de los seres humanos, ni las leyes de Dios, ni ningún otro argumento que estuviera por encima de su morbo y de su capacidad para humillar al que está tirado. Ante los amagos de fuerza, Jovita no tuvo más remedio que quitarse el suetercito de licra, las zapatillas de tacón bajo —un tacón más gastado que las suelas de los ministeriales—, la falda de terlenka y las medias cafés como las que usaba su tía Virgen …
Quiso pedir clemencia, pero el ministerial de los genitales le quitó la blusa barata de un jalón, y los falsos senos de Jovita Jáuregui quedaron a la vista de sus verdugos. Otro jalón acabó con el fondo beige carcomido por el tiempo.
—¡Quítate la pantaleta, pinche puto! —le gritaron.
Y ya no supo qué pasó porque la vista se le fue nublando por algo parecido a las lágrimas, la humillación, la rabia contenida, o todo eso junto o todo eso mezclado, pero lentamente, acompasado siempre por las carcajadas y los flashes que exhibían un cuerpo vulnerado, el suyo, el de Jovita Jáuregui, reportera de cultura del Noroeste de Culiacán, enviada especial desde 1991 a la FIL de Guadalajara y autora de la columna La Feria de los Libros.
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Raúl Padilla envió a un emisario para que hablara con Jovita Jáuregui tras la humillación de la que fue víctima. En pocas palabras, el presidente de la FIL ya estaba enterado del verdadero sexo de la reportera y quería negociar su silencio a cambio de que la columna La Feria de los Libros fuera uno más de sus tentáculos.
Es decir: los enemigos culturales y políticos de Padilla serían expuestos como reses en la citada columna cada vez que al “cacique ilustrado” —como lo bautizó Monsiváis— “se le hinchen los huevos”. Esta frase es textual y fue proferida por el emisario.
Jovita quiso alegar algo, pero entendió que era inútil. Vestida con un uniforme carcelario, humillada en sus adentros y en sus afueras, huésped temporal de un privado de la Procuraduría, no tuvo otro remedio que ceder la plaza al enemigo y cambiar de tercio.
Desmaquillada, sin su Max Factor y su Avón, Jovita pidió que no circularan las fotos que el de los genitales le tomó de frente, de perfil y por detrás. También exigió —el término exacto es imploró— que le dieran los negativos de la cámara junto con sus falsos senos y sus falsas nalgas. En este punto, el emisario no pudo evitar una sonrisa, pero dijo que sí, que claro, que con todo gusto.
Jovita Jáuregui salió de la Procuraduría acompañada del auxiliar de Padilla y tuvo la pésima suerte de encontrarse con los ministeriales que la habían aprehendido, y con las risas abyectas del de los genitales. El emisario ofreció llevarla en su auto. Un “no, gracias” apresurado fue la respuesta.
Ya en el taxi, oprimiendo contra el pecho su falso bolso Prada, Jovita Jáuregui derramó una lágrima. La última de todas las lágrimas, se prometió, al tiempo de apretar los labios hasta dejarlos blancos.
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La reportera de cultura del Noroeste de Culiacán no era la única víctima del presidente de la FIL. En la amplia sala de la residencia de Zapopan cabrían perfectamente todas las cabezas de sus víctimas: políticos, banqueros, universitarios, escritores, rectores, funcionarios culturales, entrenadores de equipos de futbol, porteros, mariscales de campo, ujieres, amantes despechadas y uno que otro narcotraficante.
El caso más sonado en los últimos tiempos fue el de un rector de la U de G que creyó que podría ser gobernador de Jalisco y, peor aún, verdugo de Padilla. Su nombre: Carlos Briseño.
Poseedor durante décadas del Dedo de Oro, Padilla puso y quitó rectores a su arbitrio un buen rato. Todo le estaba concedido después de haber sido rector de 1989 a 1995. Nada le estaba negado. Desde ahí construyó un imperio brutal mediante dos giros poco explorados: la cultura y la educación. Creó la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en 1987, cuando nadie apostaba por la literatura. En tanto, el cacique gordo de Cempoala ––Octavio Paz–– se distraía en programas de televisión ––patrocinados por Emilio Azcárraga Milmo––, en la revista Vuelta, en coloquios internacionales y, sobre todo, en la búsqueda afanosa del Premio Nobel de Literatura, causa a la que unió a dos grandes amigos suyos y del país: Azcárraga y Carlos Salinas de Gortari.
Padilla, pues, se fue por la libre. Nadie lo vio pasar. Cuando lo detectaron era demasiado tarde. Fue en esos años cuando Monsiváis acuñó su término: el cacique ilustrado. Entre sus medallas culturales destacan también el Centro Cultural Universitario y una semana del cine que ya tiene carácter internacional.
Si Guillermo Sheridan hubiera incluido al presidente eterno de la FIL en su novela El Dedo de Oro, éste, sin duda, habría estado muy cerca de Hugo Atenor Fierro Ferráez, Líder Nato de Hombres, pero más cerca de esta frase pronunciada por Fidel Velázquez: “Nuestra meta será siempre un futuro promisorio”. O de esta otra: “Llevo cincuenta años diciéndoles que las cosas no pueden seguir así”.