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viernes, noviembre 22, 2024

Sigilo 34

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Capítulo 34

Las huestes invisibles

 

Hasta el día de hoy no puedo recordar qué fue primero: si el ataque del lobo o la luz que me envolvió incandescente antes de perder el sentido. Lo único de dicho suceso que se instaló con claridad en mi memoria fue la imagen de mi primer día en Veracruz, cuando la luz entre opalina y púrpura del amanecer bañó paulatinamente el mar, las palmeras, los  techos de las casas y la terraza donde me hallaba. En ese preciso momento entró Antonio, bañado de esa misma luz ambarina. El tono bronceado de su piel y su cabello rubio amacizaron su brillo y de pronto pareció una estatua dorada, una figura de oro en movimiento, totalmente brillante y hermoso, coronado con un halo inmenso. La luz osciló y súbitamente todo estaba igual, el tono verde rabioso de la vegetación, el color azul grisáceo del mar y las tejas de los techos rojas recubiertas de esa pátina negruzca que propicia la incansable humedad. Antonio volvió a ser el contador cuarentón y guapo de siempre, acercándose a mí para comunicarme su inminente viaje. Traía una taza de café que no vi momentos antes. Recuerdo sonreír ante su cortesía. No me permití llorar porque me dejaba sola, recién parida y en esa
casa desconocida, bajo el cuidado de una mujer silenciosa y huraña.

Fue un momento tonto, propiciado quizá por la pantalla del celular o por el exceso de pánico. El rugido del lobo estalló en mi oído y mi capacidad de respuesta quedó anulada. No sabía que ése era justo el ejemplar recién adquirido por la Cata en una venta de animales exóticos. Lo anunció, recuerdo, unos días antes de la desaparición de Julieta y de mi salida a Veracruz. Así que no me enteré si había conseguido comprar el nuevo ejemplar.

La voz de Antonio me sacó del marasmo. Me hallaba en la sala de mi casa, bañada por una luz verdosa entrando por los vitrales.

–¿Dónde andabas? –me preguntó el marido preocupado.

–En casa de Catalina –le dije con voz de niña regañada.

–¿Cómo te fuiste sin avisar? ¿Estuviste todo el día con ella?

Recordé en ese momento mi visita al departamento de Julieta. No tuve fuerzas para mentir y estallé en un llanto mezclado con hipo y gritos histéricos.

–¿Y ahora qué te pasa? –preguntó el típico señor que no puede lidiar con el llanto de una mujer.

–Abrázame –le dije y extendí los brazos. Busqué su boca, su barba nocturna, su cuerpo musculoso al que me enredé como mala hierba.

Nuestros cuerpos se respiraron, se avorazaron, se comieron, se dulcificaron. Nunca había experimentado un orgasmo como el de ese día. Escapar de la muerte siempre da la sensación de estar renaciendo a cada minuto. Pero, más allá del alivio al miedo atroz de hacía ¿cuánto tiempo?, el descubrimiento del amor que sentía por ese hombre tierno y seco a la vez me convenció de lo hermosa que era la vida sin ángeles ni Catalinas ni Julietas depravadas. Sin embargo, quedaba la interrogante de cómo había llegado del jardín de Cata a la sala de mi casa. Cómo me salvé del ataque lobo. Cómo salí ilesa de tamaño embrollo.

Ya en la regadera, los fragmentos de memoria me empezaron a llegar a cuentagotas. Me vi rodeada de una luz intensa y sentí que algo o alguien me levantaba, se elevaba conmigo en brazos y me sacaba por los aires.

–Mi amor, creo que estás intercalando el recuerdo de la abuelita de Cata con tu experiencia traumática reciente.

Me quedé muda de la sorpresa. Nunca me hubiera imaginado que Antonio diría “mi amor” a alguien, a mí menos que a nadie.

Aunque hacía muy poco me había demostrado una pasión de piel y corazón, de besos y miradas tan profundas como su cuerpo dentro del mío, no creía que ya hubiéramos saltado al plano de un par de lunamieleros enamorados.

–¿Y cómo pude escapar de los dientes de ese animal? ¡Tenía su hocico tan cerca que le pude ver las anginas¡

–¿No habrá salido alguien a ayudarte? ¿Alguien que puede contener a los animales de ese maldito lugar?

El ceño fruncido de Antonio, entre enojado y aliviado, originó que la ternura me brotara a torrentes que se convirtieron en deseo y una renovada humedad.

No contesté. Sólo me abracé de nuevo a su cuerpo tibio. Mi marido me retiró por completo la bata de baño y me llevó a la cama.

Estuvimos acostados hasta bien entrada la mañana. La tía llegó con una enorme sonrisa que jamás le había visto y una bandeja con un desayuno de reyes: champaña, hot cakes bañados de miel y coronados de fresas, langosta, fruta, ostiones a la Rockefeller, una copita de oporto y café. Nunca antes en mi vida había ingerido tanta comida tan deliciosa en un desayuno y menos en la cama.

Nos vestimos y fuimos a ver a la gorda. Mi nena preciosa, mi Amaris estaba creciendo día a día. El color platinado de su cabello y la aguamarina de sus ojos se había acentuado en pocos días. Era una belleza. Lo único que todavía no lograba hacer era sonreír. Me acordaba de su hermana, sonriendo desde su primer día de nacida. Aunque el mundo que la recibió fue muy cruel con ella. Desde muy pronto empezaron las inyecciones, los sueros; los tanques de oxígeno porque se ahogaba por los pulmones llenos de mucosidad. Su papá y yo le pegábamos en la espalda para desprenderla de sus pulmones. La bebé se la pasaba en el hospital rodeada de médicos que sólo le aplicaban protocolos dolorosos e inservibles. Aun así, la niña sonreía. Siempre sonreía.

Antonio recibió una llamada en un momento en que cargaba a su hija. Me pidió sacar del bolsillo de su pantalón el celular que sonaba insistente. Antes de pasárselo alcancé a leer el nombre de quien llamaba: Catalina. Se lo entregué y no dije nada. Seguí atendiendo a la niña y, en cierto momento, le pedí a la tía que se quedara con ella.

Me escurrí por el pasillo hasta la sala. Antonio se había ido a su estudio. Puse la oreja en la puerta. Alcancé a oír cómo recriminaba a Cata por haberme expuesto a ese peligro. Una y otra vez le decía que me sacara de su proyecto, que no me recibiera ya nunca en su maldita casa. Así, con esas palabras.

–Nos retiramos, Catalina. Entiéndelo. Y no, yo no te debo nada. Ustedes mataron a esa mujer. No expondré a Valentina ni a mi hija al peligro. Y en cuanto a Julieta, díganle que los ángeles no son como los pintan. Que no los pueden convocar las almas podridas como las suyas. A Valentina la rescató quien ya sabes tú. Como a tu abuela.

Completamente confundida salí corriendo a mi habitación. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Quién era ese “quien ya sabes tú”? ¿Por qué tanto ocultamiento? La duda más grande: ¿qué tenía que ver Antonio en todo esto? ¿Por qué hablaba de Julieta como si ya no estuviera secuestrada?

Entonces recordé lo que había pasado con el ataque del lobo.

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