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viernes, noviembre 22, 2024

Sigilo 03

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Capítulo 03

Las desapariciones Julieta

 

Julieta compartía mis ideas sobre la edad, la juventud efímera, la vida que se debe disfrutar a todo lo que da. En mi visión de las cosas, mi amiga simbolizaba un modelo de
vida. Quizá por eso mi marido la detestaba. A pesar de que ella había sido el enlace entre
Antonio y yo. Me atrevo a afirmar que, de no ser por la apuesta a la que me indujo, yo jamás hubiera aceptado salir con ese cuarentón tímido al que conocimos al término de una de esas veladas locas en Sexofest, un bar de encuentros efímeros, ideal para acostones sin consecuencias.

Lo que no compartía con mi amiga era su capacidad de evanescencia. La primera vez que desapareció por más de dos semanas, todas pensamos en la posibilidad de que un novio
despechado la hubiera secuestrado en represalia o por alguna perversión criminal. Cuando regresó preferimos no preguntarle nada. En el fondo, nuestra búsqueda, la razón de nuestras sesiones, nos exigía que siguiéramos reglas y nos protegiéramos de las manchas que el mundo deja en el alma cuando nos dejamos arrastrar por el pecado. En realidad, se trataba de una especie de purismo que poco a poco nos fue volviendo repelente ese tipo
de prácticas, conductas y actitudes. Se volvió difícil pasar de la invocación de un ángel a la descripción de las aventuras –muchas veces muy arriesgadas– que a Julieta y a mí nos llevaban a despertar en moteles de mala muerte, bien empiernadas con perfectos extraños. Pero Julieta tenía una explicación esotérica también para esto:

–El ángel no es siempre el mensajero sino el mensaje. Y esta noche hemos leído el mensaje con nuestra propia piel.

No obstante, la sensación de estar frente a un cambio de paradigma era más fuerte día con día. Al menos yo me empezaba a sentir incómoda cada vez que un hombre me invitaba un trago con la certeza del ligue, del one-night-stand, del si te vi ni me acuerdo. Julieta, en cambio, seguía participando de sesiones en el cuarto rojo del Sexofest, donde se entraba exclusivamente a tener sexo por el tiempo y las personas que aguantaran su paso. Y de pronto Julieta desaparecía. De aquellas escapadas solía regresar con algún nuevo ritual o el nombre y atributos de alguna potencia celestial que nos ayudaría en nuestros estudios esotéricos.

Por supuesto, también pensábamos que su marido había recibido alguna información indiscreta y, sintiéndose el hazmerreír de sus amigos, se había puesto a seguirla, la había encontrado y la había desaparecido. Aunque Vicente no parecía esa clase de hombre. Quizá porque ningún hombre lo parece, pero, en la práctica, todos son capaces de represalias inimaginables.

Vicente y mi marido, por otra parte, tenían algunas cosas en común. Ambos manifestaban de manera abierta su poco interés en sus matrimonios y jamás mostraban indignación o interés alguna en la conducta disipada de sus desparpajadas cónyuges. Julieta y yo llevábamos una vida de solteras libertinas con la única obligación de llegar antes del amanecer a nuestras casas. Lo cual a todas luces era contradictorio con las opiniones patriarcales que en algunas ocasiones, ya entrados en copas, se atrevían a externar. En especial la idea de que las mujeres deberían cumplir su papel histórico: ser amas de casa con la mesa puesta, la ropa del señor limpia y planchada y obedecer la autoridad de los hombres de la casa, desde el esposo hasta el segundo marido de la suegra. O quizá nuestro sometimiento a la voluntad masculina se sintetizaba, para ellos, en esa frase que un día nos espetó Vicente cuando nos vio regresar a las 4 de la mañana:

—Ustedes dos sólo sirven para putas. Pero lo más extraño de Vicente eran sus lecturas. En especial un libro que leía en italiano, L’ uomo come potenza de Julius Evola, con el que pretendía encontrar fantasmas en las casonas del Centro Histórico, comunicarse telepáticamente con Julieta y, lo que más me sacaba de onda, leerme el pensamiento.

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