Capítulo 53
Revelaciones
Tres días pasó Antonio encerrado en su estudio tras el entierro de su amada tía. Yo pensé que saldría directito a pedirme el divorcio, acta en mano. Lo que yo vi salir del encierro, en cambio, fue un hombre desolado, con la barba crecida, desencajado, que no se atrevía a mirar a nadie a los ojos. Un ser ajeno a la tribulación de su familia, que no entendía las razones de tanto dolor. Incluso llegué a preguntarme si esa tía no sería en realidad su madre y se enteró al buscar entre los papeles de la parienta los documentos requeridos para el acta de defunción. Quizá, como Jack Nicholson, que ya grande se enteró de que su tía era en realidad su madre y su madre era en realidad su abuela. Esa y otras muchas especulaciones me atormentaron las noches de casi una semana. Maribel me insistía que el duelo es un paso hacia la curación, pero que a mi esposo aún no le había llegado ese momento.
—Primero tiene que aceptar que él no le causó la muerte a su tía por haberla mandado a Veracruz en plena temporada de huracanes –me repetía Maribel al verme darle la vuelta al desayuno o escapando de la comida–. No ganas nada imitando su depresión –me dijo la mañana del día 7.
De inmediato me puso un plato de papaya enfrente, junto con un par de huevos rancheros que me miraron con desaprobación.
—Valentina, estás dando el mal ejemplo a tu hija. No seas necia. Come algo.
Entonces vi a la niña, que insistía en hacer papilla su fruta con el tenedor de plástico.
—Amaris no está comiendo bien y tú ni en cuenta, Valentina.
La voz trémula de Maribel me hizo clic. Algo en el fondo de mi conciencia abrumada se abrió para dar paso a una sensación de tranquilidad que no me hubiera imaginado sentir ya jamás.
Al verme sonreír, Amaris aceptó abrir la boca para recibir un trozo de manzana. Sin mediar nada más, empecé a sentir un hambre feroz. Di cuenta del desayuno hasta la última migaja. En eso escuché abrirse y cerrarse la puerta de salida.
—Antonio salió —dijo Maribel y siguió como si nada recogiendo platos—. Ya no tarda
en ponerse bien, Vale. No pasa nada y él más que nadie lo sabe.
—¿Cómo que no pasa nada, Mari? —le pregunté azorada.
—Hubo una muerte, pero ésas son cuentas de Eulogia, de nadie más.
—¿Me estás diciendo que ella buscó morirse ahogada en el río? —refuté, ansiosa por una respuesta más lógica. Luego de un momento, espeté—: ¿Se habrá suicidado?
Maribel me miró de reojo. Huyó con Amaris con el pretexto de cambiarla para salir de
paseo.
Me senté en el estudio de Antonio. Necesitaba reflexionar.
Las antiguas voces en mi cabeza, azuzadas quizá por el silencio y mi estado de tranquilidad, emergieron de nuevo.
—Tú la mataste, acéptalo.
—Valentina, haz algo. Busca respuestas.
—Antonio ya sabe que eres una zorra capaz de todo. Por eso te va a dejar.
Escuchaba las voces como en sordina. Me negaba a dejar que me amilanaran. Pero otra voz, una nunca escuchada antes, rugió desde el fondo de mi cerebro:
—Manchaste tu sangre. Pagarás un precio muy alto.
No pude más. Como una desquiciada me puse a buscar en los cajones de Antonio alguna pista que me diera la explicación de todo lo que estaba pasando. Saqué cajones, desperdigué su contenido por todos lados. De pronto recordé que Antonio guardaba dinero en efectivo para los gastos corrientes en un cajón oculto de su escritorio que tenía una palanca para abrirlo. Adentro, entre billetes y monedas de muchas denominaciones, pegado con diúrex en el piso del cajón, hallé una memoria USB. De inmediato fui por mi laptop. Me encerré en el cuarto y me dispuse a repasar el contenido.
Una de las características de la secta angélica del sigilo era su enorme capacidad de fragmentar información. Como en la novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451, cada una de sus integrantes conservaba en la memoria parte de los conocimientos sobre la luz angelmática. Lo que yo no sabía era justo esto: todas las personas integrantes del grupo pasaban por un ritual de iniciación y sólo entonces se les confiaba el conocimiento sagrado. En la época de mi amistad con Julieta, yo me reía hasta las lágrimas cuando ella me hablaba de los trajes especiales, los abalorios y los símbolos de ese ritual para el cual me estaba, según ella, preparando. Nunca la tomé en serio. Me encantaba aprender y también entender conceptos de esos enrevesados de la alquimia y la magia tradicionales, pero jamás esperé llegar a dominar las aguas o el viento, como las alumnas creían poder hacer algún día. Me preguntaba para qué tanto brinco estando el suelo tan parejo. Sí creía en los portales cuánticos, los hoyos negros, la antimateria, los ovnis y hasta en la latisse del doctor Grinberg, que se estaba poniendo de moda en aquel tiempo. Creía, eso sí, poder dominar algún día mi mente. De niña yo veía y jugaba con seres transparentes, espejismos tal vez de mi fantasía desbordada. Sus voces eran de niños. Jugábamos y ellos me protegían de las nanas volviéndome invisible también. Con los años las presencias se quedaron solo en voces cada vez más maduras, quizá como reflejo de mi propio crecimiento. La única vez que se me ocurrió comentarle a una maestra sobre los seres y las voces, mandó traer a mi madre y la directora le sugirió mandarme a terapia durante un mes. Desde entonces callé. Las voces se fueron hasta que conocí a Julieta. Ella las volvió a despertar, aunque nunca se le dije por temor a su rechazo.
Lo que encontré en la USB confirmó mis temores más ocultos: el día de mi boda me habían drogado y después me llevaron a la cámara de la muerte para que se verificara la ceremonia de apareamiento. No fue con un hombre de espaldas anchas y cabello rizado sino con Antonio.
Sin embargo, más adelante sí colocaron a otra persona sobre el sigilo para entregarla al moreno: a Julieta. Extraños cantos de un coro invisible acompañaban el desfile de oficiantes y víctimas propiciatorias. Y es antes de eso quedó grabada otra violación ritual: entre Catalina y Harper subieron a Esperanza al sigilo para que él penetrara. Me pareció mentira que, meses más tarde, ellos mismos habrían de asesinarla. Precisamente la noche que descubrí la cámara secreta. La escena final, con todo y su violencia, me comenzó a aclarar muchas cosas de las que sucedieron y sucedían en mi entorno. Un gesto terminante de Antonio fue toda una revelación.