Capítulo 47
Sobrevuelan criaturas el silencio
Contra todo pronóstico, el trauma posterior al amago de secuestro y al abuso físico a que me sometió el Faisán (por su culpa mandé el cuadro de mi marido de regreso a la galería neoyorkina. Preferí comprarle un reloj de pulso Patek Phillipe, elegante y sobrio; eso le recordaría cada minuto lo mucho, lo profunda y entrañablemente que lo amaba) no pasó de una noche de insomnio y una hemorragia nasal que me impidió disfrutar a fondo, como yo quería hacérsela, la cena de bienvenida para Antonio. El platillo principal sería, obvio, faisan aux pommes. Había comprado una media caja de vino fuerte, un haut-médoc, para acompañar el sabor fuerte y asilvestrado de esta ave de caza. De postre unas extraordinarias clafoutis aux cerises, directas del horno de mi pastelera francesa favorita. Para esta ocasión quería que mi marido olvidara todo lo español, su pasado, su primer amor, y se concentrara en nuestra dorada familia chilango-poblana. El cuadro motivo de mi contrariedad ya no estaba. Sin embargo, al de oler el faisán horneado dejé de tenerle rencor al nombre del ave. Ella no tenía la culpa de que un tipo bueno-para-nada se lo adjudicara como apodo.
Cuando Antonio llegó del aeropuerto, tiró sus maletas en la entrada y corrió a verme. Sólo me abrazó muy fuerte. Jamás de su boca salieron los reproches temidos, la típica reconvención del macho para la tonta de su mujer que no mide los peligros a los que se expone. Él sabía, conocía muy bien mi pasado de aventuras y desvaríos fiesteros, pero esto era diferente. Los secuestros y las violaciones atentan contra la voluntad de las víctimas, contra las familias y de plano contra la sociedad entera.
Lo único que me dijo fue:
—No me andes dando esos sustos, Valentina.
Odiaría perderte, no saber ya nunca más de ti.
—No tendrías tanta suerte —le dije en son de broma.—Yo me quedaré contigo hasta el final de los tiempos. De eso no debes dudar.
—De ti no dudo, mi amor. De los demás, sí.
Mi nariz empezó a darme cosquillas. Luego de un estornudo, una catarata de sangre imparable nos obligó a correr al hospital. Adiós cena romántica. No pude ni decirle hasta mañana a mi niña. Maribel ya la había acostado a dormir, y ella misma hizo prudente mutis para dejarnos a mi marido y a mí con nuestra empalagosa sesión de arrumacos.
Antonio tuvo que correr por paños, treparme a la camioneta y manejar al hospital mientras veía cómo las toallas se convertían en sangrientos avisos de un mayúsculo desastre.
En el hospital, me atendieron de inmediato. Antonio empezó a respirar menos agitado y pudo acompañarme sin cara de angustia hasta la unidad de terapia intermedia. La hemorragia tardó en ceder y nos pasamos la noche en la cama inhóspita de ese cuarto, con las luces de la cabecera alumbrando suavemente los cabellos dorados de ese hombre, perfecto regalo del cielo.
Tuve una semana de debilidad y mareos constantes. Amaris se subía a mi regazo y acariciaba mi cara mientras me veía con sus ojos aguamarina, impávida. Seguía sin sonreír, y había ocasiones en que alguna amiga envidiosa me insinuó la posibilidad de que fuera autista. Yo hacía oídos sordos y me deleitaba con sus primeros pasos sin ayuda, sin apoyarse en los sillones de la sala, sin tropezar ni caerse. Le encantaba dar de vueltas aleteando con los bracitos. En esas ocasiones miraba el horizonte grisáceo de la ciudad con algo parecido a la nostalgia. Maribel, por su parte, se dedicaba a crearle vestidos de papel, coronas de reina llenas de diamantina, falditas de hawaiana y le enseñaba a seguir el ritmo de las melodías que ella misma cantaba, acompañada de una pandereta hecha de platos de unicel, cascabeles y calcomanías de estrellitas.
Como no deseaba quedarme atrás, intenté enseñarle la canción de los pastores a Belén:
Un pastor se tropezó
a media vereda.
Y un borreguito gritó:
“ése ahí se queda”…
La pequeña, al oírme cantar, pegaba de gritos, aplaudía y tomaba la pandereta de Maribel para acompañarla con ruidos desacompasados pero muy cercanos a la más pura alegría.
Me quedé en reposo una semana entera. Mi médico me advirtió que, de seguir la debilidad y los mareos, tendrían que volver a internarme. Se aproximaba la fecha de mi regla y mi cuerpo, exhausto, se negaba a perder más sangre. Sólo me entretenía con las noticias de internet. Algunas ocasiones procuré contactar a Catalina, sin suerte. Al conocer el origen de su hijo convertido en piedra, le pedí a Maribel lo colocara en la tumba abandonada de algún infante. Ella y la tía fueron al panteón municipal de Puebla. Como si supiera, Maribel condujo a la señora oriunda del puerto de Veracruz a la parte más oscura del camposanto, la tercera sección, donde los niños difuntos reposan su sueño eterno. Muchas lápidas estaban destruidas, como si quien las cuidó en vida se hubiera ido también a hacerle compañía a los ocupantes. Otras tumbas eran muy antiguas. En una de esas fosas, Maribel depositó al infante fosilizado.
—Pobre angelito —suspiró la tía.
—Era un intento de Ahrimán de retornar a la tierra. Él introdujo la limitación, la mancha, la lepra, la podredumbre que destruye la belleza de lo creado. Él regresó a la noche, pero sus legiones de espíritus oscuros se desperdigaron por cada esquina, cada callejón, en las casas de los ricos y los pobres. A la señora querían destruirla. Esos jóvenes eran el enemigo… —pontificó Maribel, la vista clavada en la tierra.
—Ya, mi niña, no exagere. Me da miedo estar en el cementerio y usted con sus cosas…
La tía me contó que Maribel, después de decir esas palabras, arrojó el feto calcificado
contra la lápida y barrió los pedazos al fondo de una tumba rota.
Esa misma tarde, la tía se pasó varias veces un huevo para, según ella, quitarse las malas vibras del panteón. Invitó a Maribel a hacer lo mismo. La joven se negó.
A mí nadie me puede contar otra cosa porque yo lo vi:
La tía tomó el huevo y agarró desprevenida a Maribel. Al empezar a pasárselo por la cabeza, la chica se hizo para atrás, con los ojos llenos de espanto. El huevo ardió en la mano de la parienta de mi marido. Antonio, recién llegado del trabajo, salió corriendo por segunda vez al hospital, al área de urgencias, para que atendieran a doña Estolia.
Yo me encerré en mi cuarto. Necesitaba pensar. Ya eran demasiadas cosas. De niña me habían dicho en la doctrina que el fin del mundo daría señales. Cabizbaja, me acerqué a la ventana. A lo lejos, una bandada de pájaros sobrevolaba las calles de la Angelópolis. Así, a la distancia, se me figuraban drones volando en formación de ataque. De entre las nubes salió otra bandada, más chica. El escuadrón aceleró su vuelo y cambió de trayectoria, rumbo a mi casa. Una de las aves se desprendió de la formación y se lanzó en picada contra el ventanal de mi recámara. Antes de estrellarse, alcancé a percibir que, en lugar de pico, el animal tenía un minúsculo rostro humano.