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martes, octubre 15, 2024

La Suprema Consejera

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“No os apeguéis a lo placentero, ni tampoco a lo desagradable.

Perder aquello que amaís causa dolor,

pero guardar el dolor de la pérdida sufrida, produce más sufrimiento”.

    La Palabra del Buda

 

Vida y muerte son inseparables.

La muerte forma parte del curso natural de la vida. Tarde o temprano, cualquier ser viviente, la tendrá frente a si mismo.

La muerte habita todo lo que emprendemos y la vida sólo se justifica y trasciende cuando se realiza en la muerte.

Octavio Paz… en su pluma profunda, impresionante y universal encontramos la invitación a la búsqueda del despertar al real conocimiento de nuestra patria y del humanismo mestizo.

Es Paz una voz eterna sobre la necesidad imperiosa de tomar conciencia de lo que somos como mexicanos. Escribe de manera espléndida en su “Laberinto de la Soledad” sobre ese tema tan trascendente e irrefutable.

“La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. […] cada vez que la vida pierde significación, la muerte se vuelve intrascendente.

[…]…el respeto a la vida humana que tanto enorgullece a la civilización occidental es una noción incompleta e hipócrita. El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Una civilización que niega a la muerte acaba por negar a la vida.”

Sentencias lúcidas e incontestables, tanto para la ciencia, como para la filosofía, la religión y la espiritualidad.

Para cualquier tipo de ciencia, creencia religiosa o filosófica, sea de aztecas, mayas, budistas, cristianos, judíos, musulmanes, protestantes, anglicanos, nihilistas, agnósticos o incluso ateos, la muerte está siempre presente.

No podemos vivir ignorándola.

La muerte, tarde o temprano, acaba por suprimirnos.

Es un inmenso misterio. Pero podemos asegurar dos cosas. Existe una certeza absoluta que moriremos algún día. Y, sin embargo, el cuándo y el cómo, es incierto…

Es ahí donde se encuentra uno de nuestros mayores miedos… en la intranquila, perturbada y afligida incertidumbre.

Nuestro gran terror se devela al vernos suprimidos en algún momento, de todo lo que nos es familiar. Lo vemos como un fin brutal.

Si tenemos el coraje de observarnos e ir hacia adentro de nosotros mismos podremos vislumbrar que el miedo a la muerte tiene sus orígenes en el desconocimiento de quienes somos.

Si profundizamos, nos daremos cuenta de que pretendemos ser lo que una larga cadena de datos nos dicen.

Nuestra identidad personal está sujeta a nuestro nombre, nuestra familia, nuestra casa; nuestras amistades, nuestra historia de vida; nuestro pasaporte, nuestra credencial de elector; nuestra cuenta bancaria, nuestras tarjetas de crédito…

Sobre estos frágiles apoyos es que, en infinidad de ocasiones o siempre, estamos sosteniendo la seguridad de nuestra existencia.

¿Qué pasará cuando todo eso, nos sea arrebatado?

¿Tendremos idea de quienes somos realmente?

Nos esforzamos para llevar una vida repleta de actividades y llenar nuestros espacios de tiempo con tareas, en muchos casos fútiles y superficiales.

Evitamos confrontarnos con nosotros mismos. Y cuando lo llegamos a hacer, si es que tenemos el coraje de escuchar a nuestro corazón, porque este es libre, nos damos cuenta de que es un extranjero el que habita dentro.

Nuestra misión de vida se encuentra supeditada a una visión necia y miope. Nuestra alma se ha alejado del Espíritu Eterno y nos encontramos ebrios en una existencia donde pretendemos construir y atesorar…

Y estamos construyendo, sí… pero castillos de arena.

Cuando morimos, dejamos todo atrás. Especialmente nuestro amado cuerpo que termina siendo un despojo humano. Un cadáver tieso y frío.

Hemos convertido a nuestra existencia en un camino mezquino, monótono y sin sentido. La desperdiciamos persiguiendo objetivos insignificantes. Porque a nuestro “superficial” parecer, no hay otra cosa mejor.

Ese ritmo trepidante, adrenalítico, voluble… también hueco y vacío… hace que a la última cosa que le dedicamos un pensamiento, sea a la muerte.

La impermanencia de nuestro ser, ha sido guardada en el baúl de los recuerdos. Y nos rodeamos de bienes, objetos, comodidades, en muchos casos banales.

Nos convertimos en esclavos de la superficialidad y del vacío existencial. De lo que nos dicen los medios, la moda, el deber ser…

Pocos nos invitan a la autorreflexión. Y cuando alguien lo hace… es más fácil responder que es mejor ser pragmático. Que no hay tiempo para el misticismo. Que hay mucho que hacer…

¡Qué tema es más pragmático e incuestionable que la misma muerte!

Ese pragmatismo, sobre todo en Occidente se resume a una visión de corto plazo marcada, principalmente, por el egoísmo y la ignorancia.

Nos focalizamos en un promocionado bienestar material y excluimos, por lo regular, la búsqueda del bienestar espiritual.

Decidimos dejarnos envolver por la gran trampa del lúgubre materialismo. Destructor de vidas y de naciones.

El mundo moderno se encuentra en una gran crisis por la falta de comprensión de nuestra efímera existencia.

Pocos seremos los que vivamos más de cien años y ante nosotros se extiende la inmensa e indiferente eternidad.

Infinidad de personas piensan que la búsqueda de la Iluminación y de la espiritualidad significa dejar todo e irse a vivir a una cueva como un asceta. O emigrar a las montañas del Himalaya y aprender a vivir de hierbas y del aire.

O se preocupan y creen que el ser un fiel discípulo de doctrinas religiosas y cumpliendo a cabalidad las reglas ortodoxas, los llevará a comprender la trascendencia de nuestro ser y el significado real de nuestra vida y de nuestra muerte.

Tomar la vida de manera madura y seria, empieza por tener conciencia de nuestra transitoria, frágil e impermanente existencia.

En el mundo contemporáneo, es incuestionable que debemos trabajar y ganarnos la vida. Las necesidades de alimentación, vivienda, educación, etc., NO se nos van a aparecer por medio de una meditación.

Pero no por eso debemos encadenarnos a una rutina sin sentido, desgraciada y sin perspectiva de un sentido profundo.

El tema esencial, primordial de nuestra existencia es encontrar un equilibrio. Un justo medio. El Buda lo explica maravillosamente a través de la Parábola del laúd.

Te quiero preguntar una cosa, Sona-dijo el Buda- ¿Suenan bien las cuerdas de tu laúd cuando las tensas demasiado?

-En absoluto, Señor -repuso Sona-, en tal caso los tonos son demasiado altos.

-¿Y si dejas las cuerdas demasiado flojas? ¿Suenan bien?

-Tampoco, Señor, porque en tal caso los tonos son muy bajos.

-Entonces, Sona, te pregunto:  cuando las cuerdas de tu laúd  no están demasiado tensas ni demasiado sueltas, ¿suenan bien? Es decir, cuando están en su justa y precisa tensión, ¿los sonidos son adecuados?

-Por supuesto, Señor- afirmó sin ninguna duda Sona.

-Pues así -explicó el Buda- un exceso de atención, Sona, extenúa la mente e irrita más los pensamientos; como un defecto de atención conduce a la indolencia y la pereza. O sea, ambas actitudes son equivocadas. Debes aplicarte con atención serena y esfuerzo ecuánime, controlando tus sentidos.”

Aplicándonos, trabajando de manera continua y disciplinada, podremos llegar a alcanzar paz interna. Asomarnos a una maestría espiritual requiere de práctica diaria y de tomar conciencia de la muerte, con el fin de vivir una vida más plena.

Dedicarle tiempo a encontrar esa paz espiritual, como uno de nuestros objetivos principales de vida nos dará el conocimiento para poder afrontar nuestra propia muerte.

Escribe Albert Camus: “Quienes rechazan el sufrimiento del ser y de morir, quieren entonces dominar”.

Esa sed de dominación, de poder del hombre sobre otros, sobre la naturaleza, sobre su micro universo, es ridículamente ilusoria. Fútilmente pasajera.

Una de las mayores paradojas de la existencia humana es que solo nos podemos apegar a la impermanencia. Aferrarnos a la vida es desgastante.

Como no queremos ver a la cara a la verdad absoluta de la impermanencia, experimentamos frente a la muerte, una angustia desgarrante.

Este corto y hermoso poema del Buda lo encontré en “El Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte”. Resume a la perfección nuestro paso en esta Tierra.

 Esta existencia nuestra es tan efímera como las nubes de otoño.

Observar el nacimiento de los seres es como observar los movimientos de una danza.

La duración de una vida es parecida a la aparición de un rayo en el cielo.

La vida se precipita como un torrente de agua fluyendo abruptamente de una montaña.

Solemos decir de forma usual: “Cómo pasa el tiempo” … mas la realidad es que el tiempo no pasa. El tiempo es como el cielo que siempre está ahí. Los que pasamos somos nosotros, como esas nubes de otoño…

Nada, absolutamente nada posee el carácter de durable. La única ley en el Universo que NO se encuentra sometida al cambio, es que todo cambia y que todo es impermanente.

Esa impermanencia está ligada irremediablemente a nuestra muerte. Y es posible ver a la muerte como un proceso creativo y no destructivo.

Si logramos observarla más de cerca, se nos abre la posibilidad de un verdadero despertar y de una profunda transformación de nuestra visión de vida.

Al aceptarla y abrazarla, ocurrirá una disminución del miedo que ella inspira. Nos impulsará a dedicarnos más a servir y ayudar a los demás.

La aceptación de nuestra muerte nos conduce a un punto de vista más humilde y lúcido acerca de la importancia del amor. Un menor interés por la persecución de bienes materiales. Una mayor fe en la dimensión espiritual y en el sentido sagrado de la vida.

Y, sobre todo, nos puede llevar a gozar y a vivir una vida más alegre y feliz.

Hay un dicho muy popular que dice: “La vida es como una paleta helada. ¡Si la disfrutas se acaba, sino también!

Es en el día a día, en el ahora, en el hoy, que debemos prepararnos emocionalmente, a aceptar nuestra muerte.

Es fundamental y valioso que tengamos esa apertura de abrirnos y aprender a hacerlo. Sino el gran inconveniente y raíz primaria de nuestros problemas, se aparecerá para succionarnos al remolino existencial de la vacuidad y el sufrimiento.

El apego.

“Aprender a vivir es aprender a soltar”.

La sola idea de desapegarnos puede llegar a ser terrorífica. Pero es irónico y trágico que, si luchamos incesantemente por apegarnos a algo, lo único que lograremos es obtener desazón, amargura, abatimiento y una vida triste y desdichada.

Es imposible apoderarse o aferrarse de algo o alguien. Hacerlo nos llevará a un laberinto que no conduce a ningún lado.

Todo es temporal.

No hay nada, absolutamente nada de malo, en querer ser feliz y disfrutar de la vida. Pero debemos tener conciencia que no podemos apegarnos a lo que por su propia naturaleza es imposible de tomar, de agarrar.

Aprender a concientizar esta impermanencia requiere no solamente de la contemplación. Aprender a soltar requiere de teoría y práctica. Es importante desarrollar una actitud. Y poco a poco nuestra visión podrá empezar a transformarse.

Me encanta este sencillo ejemplo budista para explicarlo.

Toma una moneda e imagina que es cualquier objeto, persona o situación con la que se tiene un apego. Mantenla en tu puño, fuertemente cerrado y extiende el brazo, con la palma de la mano mirando hacia abajo.

Si ahora aflojas y reabres el puño, perderás aquello a lo que tanto te has apegado. Aferrarse a algo, es elusivo. Se podrá realizar temporalmente, pero en el largo plazo, es algo sin sentido.

No obstante, existe otra posibilidad. Es posible soltar. Puede uno desapegarse, sin perder nada: con el brazo todavía extendido, voltea la palma de tu mano hacia el cielo. Ahora abre tu puño…

La moneda permanece en tu palma abierta. Has soltado. Has “dejado ir” y la moneda sigue siendo tuya. A pesar del inmenso espacio que la rodea.

Es así, que sí existe una manera de aceptar nuestra impermanencia. Y al mismo tiempo disfrutar de la vida y de todas las bondades que nos proporciona, sin llegar a apegarse de las cosas.

Porque al final, no nos queda de otra. En razón de nuestra impermanencia, de nuestra temporal existencia, la muerte un día tocará a nuestra puerta. No existe duda alguna.

Debemos de aprender a mirarla directamente a los ojos. Como diría el General Maximus Decimus Meridius en la película “Gladiador”:

“La muerte nos sonríe a todos en algún momento. Lo único que te queda por hacer, es devolverle la sonrisa”.

Mozart comentó en alguna ocasión: “La muerte es mi mejor amiga, mi más grande consejera”.

Tenerla presente en las decisiones más trascendentes de la vida, le da al SER una visión pasmosamente lúcida y una sensación profundamente clara y serena.

Toda persona llega a tener frente a sí misma decisiones importantes y difíciles que tomar, en algún momento de su existencia.

Si invitamos a la muerte a sentarse a nuestro lado, y nos imaginamos a nosotros mismos en nuestro lecho final, observando como una película nuestra propia vida, ella, la suprema consejera, te va a susurrar, sin duda alguna, qué decisión tomar.

Te va a crear una sensación en tu cuerpo de malestar o bienestar, dependiendo cuál sea la decisión correcta o equivocada.

Hay que aprender a escuchar no solo a la mente. También al alma. Y ésta te habla a través de las sensaciones.

Para que, al momento de nuestra transmutación, la decisión tomada, proporcione tranquilidad y nos otorgue una sensación de PAZ.

La ciencia ha demostrado que somos energía. Albert Einstein, lo expresó con su famosa frase: “la energía no se crea ni se destruye, solamente se transforma”.

Elizabeth Kübler-Ross ha sido otra científica, que ha escrito sobre la muerte. En su magnífico libro “La muerte, un amanecer” leí esta hermosa y sugerente frase: “Antes nos enseñaban que había que creer que había algo más allá de la muerte. Hoy, no es de creer. Es de saber.”

Nuestra muerte, es una transformación. Una transmutación con la que partiremos a otros planos para seguir aprendiendo. Seremos nosotros mismos, nuestros propios jueces, ante la inmensa claridad, iluminación y diafanidad de nuestra propia conciencia.

El camino puede ser muy largo o corto. Depende que tanto entendamos que nuestro paso efímero en esta nave planetaria llamada Tierra es para aprender y experimentar en el amor.

La ausencia del amor nos conduce al temor, padre de todos los males. La conciencia trabajada nos lleva al camino del Despertar. El alma escucha y la puerta que se abre entonces, es la de la energía del amor….

Y para lograrlo, deberíamos, necesariamente, buscar asesoría e inspiración en nuestra suprema consejera.

 

Durante mis estudios en Francia, en mi búsqueda personal, se me apareció, “El Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte” de Sogyal Rinpoché. Extraordinaria lectura que me marcó para siempre. Y a quien le debo muchas de la reflexiones de este artículo.

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