Capítulo 38
Un poco de jerez
Amaris y yo llegamos a tiempo para preparar la sorpresa. Su papá estaría en casa a eso de las 3 p. m. No sabía si la tía le había comunicado su intención de hacer chiles para festejarlo. Pero si lo hizo, no se esperaba el fiestón que yo le armaría.
Invité a mis amigas de la maestría, al hematólogo del Hospital Puebla que me sacó de la última –y al parecer definitiva– crisis sanguínea, y quien ya se había ido a tomar unos martinis con mi marido algunas veces. En realidad Antonio no tenía parientes en Puebla. A juzgar por sus documentos reales, había nacido en la ciudad de México, allá estudió hasta la prepa —pasaba los veranos en casa de su abuelo– y luego se estableció en España con la idea de hacer la maestría y el doctorado. Sin embargo, conoció a Teresa y
se embarcó en un idilio de algunos años. Para huir de esa situación regresó a México, y se dedicó a abrir y cerrar empresas hasta acomodarse en la administración de giros negros, un empleo con el cual se hizo millonario sin más riesgos que los del pavoroso SAT.
Maribel compró una sudadera como regalo para su novio o lo que fuera. La invité, pero no podía. Prometió llegar a finales de la otra semana. Era sábado y debía arreglar muchas cosas para venirse a vivir con nosotros. “Renunciar a mi empleo en el hospital,
por ejemplo”, me recordó. “En tu casa ganaré mucho más que ahí”, repetía contenta.
La estatua de regalo arribó sin contratiempos. La pusieron en el estudio. Ya luego veríamos si ése sería su lugar definitivo.
La mesa se llenó de los colores de la talavera, el mantel bordado por las manos de artesanas de Cuetzalan, las doradas tortas de agua, las jarras de horchata y de jamaica. Saqué lo mejor de mis vinos y hasta la champaña que tenía reservada para nuestro aniversario de bodas. Puse a la nena en su corralito ahí mismo en el comedor mientras buscaba la música más reposada.
Los invitados empezaron a llegar y Antonio no aparecía. ¿Y si estaba festejando con Maribel en algún departamento desconocido, en un motel de esos temáticos? Imaginé a aquellos dos en una de las habitaciones del motel donde solía pernoctar Antonio antes de casarnos. Todavía lo administraba, así que tenía paso libre a las instalaciones. Una y otra vez llegaban a mi cabeza imágenes de las estrellas giratorias que se activan en cuanto la pareja entra al cuarto e iluminan juguetonas la ropa en su lento descenso al piso, las risas, el choque de las copas, el labial adherido a la piel del cuello, estrellas doradas y azules deslizándose por la suave espalda desnuda de Maribel, que recoge su cabello para lucir su torso perfecto frente a un hombre embobado, deseoso de abrazarla entre las sábanas.
—¡A esta nogada le falta jerez, con un demonio! —grité. Estaba en la cocina. La nogada me sabía demasiado ácida, a queso de cabra barato, a chapuza y a traición.
La tía corrió a checar la nogada. Su cara de angustia se suavizó.
—No, señora. Pruébela usted otra vez. La probé de nuevo. A mí me sabía a pura hiel, a
amargura.
—Mire, tía, si fuera nuez ya me hubiera dado la alergia. Pero no. Mi lengua no se ha hinchado. ¿Le puso nuez de verdad o solo sabor a nuez?
Necesitaba quien me la pagara. Agarré un vaso, lo llené de jerez y lo arrojé a la nogada. La tía, al punto del llanto, me miró con furia contenida. Agarré la botella de jerez y corrí a mi cuarto sin importarme los invitados.
Iba por el segundo trago cuando escuché la puerta. Un grito, “¡Sorpresa!”, me avisó que Antonio había llegado junto con el chico de la pastelería que llegaba con sendos pasteles de piñón. Detrás del mensajero, mi maestra de arte barroco hacía su entrada apoteósica.
Me limpié el rímel corrido, la tía logró equilibrar su nogada, mi maestra dio cátedra sobre las obras de Villalpando y al final le mostró a todos en su celular la pintura que un exalumno le dio de regalo: un cuadro de Christoph Haizmann, el pintor que en 1677 hizo pacto con el diablo. Era una pintura muy fea. Mostraba a un campesino con un solo ojo, un perro flaco y un sombrero que parecía un pequeño platillo volador.
Antonio le dijo que con, toda seguridad, el exalumno la odiaba. Todos se sorprendieron de que Antonio supiera la historia de Haizmann y sus obras malditas.
—Tenga cuidado, maestra. Yo, en su lugar, sacaría ese cuadro de mi casa. Arrójelo a un relleno sanitario, para que nadie lo encuentre.
—Ay, Antonio, no sea exagerado. Yo no soy supersticiosa.
—Bueno, entonces sáquelo porque de verdad está feo. Ese señor no sabía pintar.
Todos celebraron la ocurrencia de mi marido. El pastel hizo su aparición y la velada transcurrió hasta casi las 8 de la noche entre risas, vino y bailes. Tuve que dejar a Amaris en manos de la tía. Ya era hora del baño y la niña, además, parecía no estar tan a gusto entre gritos y risotadas de adultos.
Ante la insistencia de los invitados, regresé a Amaris ya con su piyamita y lista para dormir. Querían despedirse de ella. La bebé resistió con valentía todos los brazos por los que fue pasando. A llegar con mi maestra, la niña se puso roja, roja. Antes de
soltar el primer berrido, le dio una cachetada muy sonora a la experta en el barroco poblano. Entonces la bebé lloró y me pidió los brazos. Tardé tanto tiempo en tranquilizarla que ya no pude despedir a los invitados.
Más tarde mi esposo entró a vernos, sólo para comentarme lo sucedido en mi ausencia. La maestra insistía en que la cachetada había sido muy fuerte, casi como de una mano de hombre. Todos pudieron ver la marca purpúrea sobre la mejilla ajada de la profesora. Sin más comentarios, Antonio me dio un beso y se fue a dormir. Antes de salir de la habitación, me dijo:
—A propósito, gracias por el regalo. No me gustó. Hay que regresarlo a la tienda.
Me quedé perpleja. Cuando al fin se durmió la niña, me puse el camisón y me arrojé a la cama. En las pesadillas de esa noche presencié la batalla entre San Miguel y un demonio con la cara de mi marido. Una imagen de esa batalla la tenía incrustada en la
memoria cuando desperté. Tuve la certeza de que se trataba de una revelación.