Capítulo 33
El aliento de la muerte
Subí al coche y me quedé un rato cavilando. El frente de la casa de Cata dominaba esa parte de la calle. Recordé que hacía mucho, en una de las tantas borracheras de Julieta, me contó que la dueña anterior, una mujer ya muy mayor, quiso arreglar las duelas de madera del piso del comedor. Estaba terminando de cocinar su adobo en la cocina cuando escuchó los gritos de los albañiles. Fue a ver qué pasaba y se encontró con que, al levantar una zona donde el piso de madera estaba ya muy apolillado, habían destapado unas escaleras hacia una especie de sótano. En esa época no existían los celulares, y las reparaciones desconectaron la línea telefónica. Ya la había reportado la dueña pero, como siempre en este país, nadie se apareció luego del reporte. Le dijo a los albañiles que se salieran a la de ya. Los señores agarraron sus herramientas y obedecieron. La anciana habló con su hijo mayor por el teléfono de la esquina y le avisó del hallazgo.
El hombre se apresuró a llegar. Demasiado tarde. Encontró a su madre con el cráneo roto y la casa saqueada. Los albañiles se llevaron hasta la cazuela del adobo y unos platos y cubiertos para festejar el robo. El hombre llamó a la policía y bajó al sótano recién descubierto. Entonces entendió por qué no se robaron nada de ese lugar. Era una réplica de la sala de arriba –obvio, la original, no la de su mamá–, y los muebles estaban cubiertos con sábanas, las cuales habían acumulado el polvo de los siglos. No había luz, sólo candelabros. La sala era el primer cuarto de una serie de habitaciones interiores. Todas estaban amuebladas con el mayor lujo de su época. Parecía como si
la persona que vivió ahí replicara la vida de arriba. La puerta de entrada estaba tapiada. Al final del corredor, muy al fondo de la casa, unas escaleras subían a una salida también cancelada. El hombre – hijo de la finada y ahora dueño de la casa– convocó a algunos amigos anticuarios que se dieron un festín con los objetos de valor de aquella casa subterránea. La ingeniería del siglo XVII no alcanzó a proteger del todo a las paredes de humedad y fracturas causadas por muchos temblores, pero al final casi todo permanecía intacto. Sólo la biblioteca se había dañado. Muebles y libros, documentos antiguos, los títulos de propiedad donde aparecía el nombre de la calle, la extensión de
la propiedad y el del dueño, un médico.
Un libro de alquimia se salvó de los hongos y la degradación del tiempo. Estaba empastado en cuero. Escrito en latín, había llegado a las manos de un experto traductor que lo pasó al español. Luego hizo perdedizo el original, que debía valer una fortuna.
Eran los años finales de la década de 1950. Ya en los 80, Julieta, una estudiante de medicina, buscando un libro de la biblioteca de su facultad que había extraviado en una borrachera, se encontró con uno de los ejemplares de aquella traducción del Heptarchia
mystica, o sobre la regla mística de los 7 planetas que John Dee escribió entre 1582 y 1583, y es una guía para convocar ángeles bajo la guía de algún arcángel de esos poderosos. Según otra de sus muchas versiones de por qué se convirtió en angelóloga, ella me contó que de inmediato se puso a leer el libro y descubrió así su misión en la vida: hacer posible el sueño de John Dee.
En la versión de Cata, los muebles y adornos de la casa se vendieron (algunos se fueron a museos como el Bello de la ciudad de Puebla) otros fueron robados y otros se perdieron. El piso de la sala se reforzó y finalmente la casa subterránea quedó sellada
para siempre. Pero entonces, ¿por qué estaba viendo salir yo en estos momentos por la puerta de “sirvientes” a las hijas de su ponchada luz? Ésa sería la salida natural de la casa subterránea si no la hubieran tapiado. De hecho, aquella salida había quedado en
una de las casas de esa calle que compró el marido muerto de Catalina. ¿Y si el cuarto secreto era subterráneo y por eso nunca me habían invitado a ir, ni a Esperanza o a Harper para el caso? En el cuarto donde las encontré, aquella noche que le vomité a
seudosacerdote encima, apenas alcancé a ver una mesa enorme de madera que supuse era el Sigilo. ¿Y si para entrar al verdadero sigilo debía bajarse al inframundo de una casa que de seguro sirvió para cuestiones secretas y prohibidas?
Cuando todas las ñoras y sus choferes se habían ido, salí de mi auto y fui hacia la puerta ubicada al final de la construcción. Imposible abrirla desde afuera. En esa parte de la propiedad la barda era muy baja. Cata se había encargado de correr el rumor de
sus fieras sueltas en el jardín, y por eso nadie intentaba siquiera un robo o una invasión.
Como traía pants trepé la barda y bajé del otro lado de un brinco. Sin prender la luz del celular como dictaba el buen juicio, recorrí al menos doscientos metros de un sendero bien trazado entre la maleza y los árboles. Ni un solo ruido. La noche estaba en calma. Cuando llegué a la puerta trasera de la casa principal, un ruido extraño, como un bostezo vuelto rugido, me hizo voltear. Eran las tortugas carnívoras, encerradas en su jaula. O sea, pura mentira eso de que las sacaron a pasear. O sí, y ya las habían
metido. Pero las ñoras salieron por abajo, de eso estaba segura. Como fuera, empujé la puerta y se abrió sin problemas.
El lugar seguía en silencio. Pensé que hasta la sirvienta cancerbera se había ido a dormir. Me desplacé por el corredor hasta llegar a la sala. De acuerdo con el relato acerca de la casa subterránea, debía haber alguna compuerta en el piso. Y efectivamente, ahí estaba, debajo de la alfombra persa que Cata tanto me prohibía manchar, usar o siquiera rozar. Claro, abajo estaba la compuerta. No tenía candado
y se abrió sin un solo ruido de goznes. Seguramente la aceitaban con frecuencia para no despertar sospechas en la servidumbre.
Bajé por unas escaleras como de edificio viejo, de cantera. En efecto, el recinto al que se llegaba era una réplica en dimensiones de la sala de arriba. Seguí recorriendo el lugar a puro valor mexicano, sin luz y con la sola ayuda de mi instinto de sobrevivencia. Fui pasando de sala en sala hasta llegar a un corredor ancho donde, supuse, se hallaban los dormitorios, si mis conocimientos sobre la arquitectura de las casas habitación del siglo XVII estaban en lo correcto.
De pronto escuché hablando a Harper con Catalina. Venían en mi dirección. Entré en una de las habitaciones y me quedé en silencio. Pasaron de largo. Esperé un momento más. Las voces en mi cabeza me susurraron : “Mira”. ¿Qué iba a mirar si estaba como
boca de lobo? Prendí la luz de mi celular y miré. Era una habitación amueblada como si alguien del XVII siguiera viviendo ahí. Recorrí ese lugar sumido en la más profunda y triste oscuridad. Parecía en realidad una mazmorra. Un lecho con todo y su dosel. La
gasa del mosquitero brillaba bajo la luz de mi celular. Quise ver de qué tela estaba hecha la colcha y mi luz alumbró el cadáver momificado de una mujer. Su vientre, abierto por encima de sus ropas, hablaba de una carnicería que alguien efectuó en su persona hacía siglos. Sentí un escalofrío profundo, como si unos dedos rasposos se deslizaran de mi nuca a la base de mi columna. La imagen de aquel cadáver persistiría en mi memoria como un acertijo más. En eso, empecé a ver la sangre, las vísceras, escuché los gritos, vi a quienes agarraban los brazos de la pobre mujer descuartizada en vida. También vi al médico, un señor muy viejo que sostenía un bebé muerto en
los brazos. La imagen desapareció. Tuve que apagar la luz. Otra vez unos pasos se aproximaban. Me quedé paralizada, temblando de terror. De nuevo, pasaron de largo. Salí de la habitación-tumba y me quise orientar hacia la salida. Una luz a lo lejos me
atrajo como en esas pelis gringas donde le dices a la actriz: “¡No vayas allá, no seas pendeja, no abras¡” Y la actriz va y se da cuenta de que el consejo del espectador era acertado.
La luz provenía de una puerta entreabierta. Resultaba ser la última habitación de la ringlera de puertas en ese pasillo. Empujé un poco más la pesada madera, y vi. Una avalancha de pavor me sacó el aire. Quise gritar pero casi me desmayo del esfuerzo. Corrí hacia las escaleras que subían hacia la otra compuerta ubicada en el techo y sin volver la vista atrás salí al jardín-bestiario de Cata. Antes de cerrar la compuerta alcancé a escuchar un enfurecido “¿Quién anda ahí? ¡Con un carajo, Catalina, alguien nos vio!”
Corrí entre la maleza. Escuché el tropel de gente que salía por la compuerta y corría en mi dirección. En un acto instintivo me lancé hacia la zona de bambús, donde yo sabía muy bien que ellos nunca entrarían. Efectivamente, pasaron de largo. Luego de una media hora, los pasos lentos me sugirieron que se habían dado por vencidos. Escuché la compuerta al cerrarse. Busqué el celular para llamar a Antonio. En eso, el gruñido de un animal salvaje se dejó venir entre los bambús y me echó en la cara su aliento apestoso a muerte.