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jueves, noviembre 21, 2024

Sigilo 17

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Capítulo 17

La casa oscura

 

Nunca te imaginarás lo que he pasado con ese hombre –me dijo Julieta al borde de las lágrimas–, Harper es el mal personificado…

Entonces sí me interesé en su tragedia.

–¿Cómo? A ver, a ver… pero si comercia con ángeles… ¿cómo que es el mal personificado?

–No te pongas simpática. Estoy a punto de contarte mi tragedia y me sales con tus sangronadas…

–Nomás me gustaría que me explicaras, mi Julius. No me burlo ni nada.

–Valentina, te puedo decir que el mal es una fuerza creadora tan poderosa como el bien.
Recordé a los nazis que desearon construir su imperio sajón. Y a los gringos, japoneses y rusos, empeñados en sus guerras bacteriológicas y en sus experimentos atroces con gente viva. A mí no me cabía la menor duda de que el Covid 19 era un bicho nacido en algún laboratorio chino o japonés, con el contubernio de los gringos, por supuesto, para bajar los números de población en los países tercermundistas. Privilegiar el mal en pos del supuesto “bien superior”.

–Quizá hasta mayor, mi Julius –dije sin saber en qué momento se había formado esa respuesta en mi cabeza hasta bajar a mi lengua y salir disparada sin más objeto que remarcar lo dicho.

Julieta se levantó, exasperada.

–No le sigas, Valentina. Tú menos que nadie puede andar coqueteando con las ideas que el mal nos pone en la cabeza.

–¿Y ora? ¿Qué mosca te picó? –pregunté francamente sorprendida–. Ni que estuviera por firmar pacto con el diablo…

–Si me dices eso en este momento quiere decir que te anda rondando ese amigo, ¿ o me vas a negar que te ha estado hablando en la oreja?

Me quedé sin habla. ¿Cómo podría saber ella de las voces que me maltrataban?

Luego de un buen trago de su Martini, mi amiga se lanzó de picada al relato de su desventura.

–Vale, ¿habrá algo peor que levantarse de la cama sin saber de quién es o qué haces ahí?

–Supongo que no –dije sin mucha convicción. Recordé al menos tres momentos en los que me había despertado sin saber dónde ni con quién estaba…

–Pues ahí estaba yo, sin reconocer la habitación, con la boca pastosa. El estruendo estomacal me obligó a levantarme de un brinco. De pronto, gemidos. Alguien gemía en algún lugar entre las sombras. Bajé de la cama a rastras. En cuatro patas me dirigí
a la zona del cuarto de donde provenían los ruidos. ¿Habré recogido un perro en medio de la borrachera?, me pregunté, espantada de mis alcances humanitarios. Hice recuento mental de mis pasos desde el bar donde dejé a Harper y a Esperanza bebiéndose la última cubeta de chelas que mi vista pudo soportar. En cuanto aterrizó en la mesa, nada más ver la capa de hielo sobre las caguamas, se me revolvió el estómago y salí disparada de la palapa donde habíamos pasado las últimas cuatro horas.

A medias recuerdo el trayecto por el jardín, la alberca, el vestíbulo del hotel. La imagen de las luces del malecón sí la tengo muy viva en la memoria. Y pues no. Ningún perro me salió al encuentro, sólo los cuatro tramos de escaleras que debía subir para que la grasa y el alcohol ingeridos esa noche no repercutieran en la formación de una tercera llanta en mi estómago. Pura tragadera, me repetía el inconsciente colectivo metido a la fuerza, como en convoy de metro, dentro de mi pobre cabeza adolorida. Julieta hizo una pausa para sorber un trago de su tercer Martini. Luego prosiguió:

–Recuerdo haberme quedado sin resuello a mitad del primer tramo. Luego de ascender ese Gólgota autoinfligido, por fin caí de bruces sobre la cama. De inmediato me deslicé en la inconsciencia con la ropa puesta, el maquillaje escurrido y restos de cáscaras de cacahuate atrapados entre los dientes. Hasta que desperté, con la cerveza trepando por mi esófago, a
las 4 de la madrugada. Lo que nunca me esperé fue tropezar, a tan temprana hora, con aquella danza de brazos y piernas revoleando a la manera de un cárnico rebozo de Santa María, en un rincón de mi refugio temporal.

–¡No me amueles, mi Julius! ¿Te metiste al cuarto de alguna parejita de turistas?

–Pues viene lo peor.

Me quedé callada. Debía hacer espacio, en mis neuronas sobrecargadas de sueño y de hormonas en descenso, a la imagen que ya intuía que vendría…

–Me acerqué un poco más. Reconocí entre la ropa esparcida por el piso de duela la falda “Totalmente Palacio” de Esperanza. Y entre los calzones de hombre llenos de arena, el reloj Patek Phillip que se me ocurrió darle a Harper en su cumpleaños. La voz ronca del tipo no me dejó la menor duda. Susurraba majaderías en ruso y polaco…

Julieta se echó a llorar. Traté de borrar de mi mente la imagen del fulano cogiendo en lenguas.

–Lo peor: Harper tenía puestos los tenis Loro Piana que yo le acababa de regalar para el viaje. Desde mi posición podía ver cómo le ayudaban a agarrar equilibrio para sostener el peso de la mujer que le cabalgaba encima. Es decir, se metieron a refocilarse en mi espacio sin pedirme siquiera que yo fuera a traer una ramita de tenmeacá. Quizá pensaron que
al estar tan briaga no me daría cuenta. Casi acertaron. Si no hubiera sido por mi estómago, siempre renuente a transformar en apacible glucosa las muchas copas de vino o las varias botellas de cerveza de una farra ocasional, nunca me hubiera dado cuenta del numerito. Y como lo importante siempre cede ante lo urgente, me tuve que levantar para ir corriendo al baño. Vomité largo y tendido para exorcizar de paso la visión de las manos de Harper aferradas a la cintura morena de Esperanza. Ya aliviada de la presión en el estómago, me apoyé contra la fría cerámica de la tina. Pensé en dormir ahí mismo en el piso del baño. La visión de un alacrán saliendo de la coladera me hizo desistir. Regresé a la cama. Cuando volví a pasar enfrente de los paracaidistas, la sesión llegaba a su fin. Esperanza lanzaba un gemido profundo, salido de algún lugar muy oscuro, como si hubiera sido el último estertor de alguien que muere con la garganta abierta y los ojos clavados en las nubes de un cielo de verano. Harper rugía obscenidades en un muy mal inglés. Me recordó a los toros mecánicos de las ferias, a los que la gente se sube para ver cuánto tiempo tarda en lanzarlos por los aires. El peinado de Esperanza, siempre tan atildado, parecía una mata sin filiación bamboleándose al ritmo de las furiosas embestidas del tipo. El ritmo de ese último episodio me dejó ver con claridad que ya lo tenían ensayado desde antes. Decidí pasar sin que notaran mi presencia. Era eso o vomitarles encima.

Julieta calló. Entre suspiros se levantó por un cuarto Martini. La dejé hacer, mientras las luces del día daban paso a una oscuridad que lentamente engulló la casa.

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