Capítulo 12
Hablar a la flor de fuego
Para el octavo mes de embarazo, ya de regreso en México y en mi casa, mi médico de toda la vida, de hecho mi pediatra, me aconsejó quedarme en cama hasta que diera a luz. Le daba miedo que, encima del peligro del embarazo mismo, alguno de los sirvientes me fuera a contagiar de COVID.
–Vale, debes permanecer acostada. Sólo puedes levantarte para ir al baño. Si no lo haces, estás poniendo en peligro tu salud y la de tu bebé. No sé qué tanto te hicieron en la Mayo, pero no veo mejora. Al contrario, estás peor que cuando te fuiste. Hazme caso y no te levantes para nada.
Y, aunque no me nacía permanecer en cama, acepté. Mi esposo pensó que de pronto me había entrado la sensatez. En rea- lidad, las voces me insistieron en permanecer quieta.
Dicen que las voces suelen presentarse cuando hay angustia, alteraciones del ánimo, síntomas psicóticos, pero en mi caso co- mencé a escucharlas cuando una de las patadas del niño me dobló cuando estaba a punto de echar por la borda las recomendaciones e irme de shopping y a tomar el café con mis amigas de la prepa. Casi al mismo tiempo de mi bufido una voz aguda que podía ser de hombre o mujer me dijo:
–Aguanta, pendeja.
Me dio un miedo atroz. Estaba sola en la casa, sin compañía alguna. La servidumbre había salido. Para tranquilizarme me dije que podía ser algo provocado por las complicaciones del embarazo. En su siguiente visita se lo platiqué a mi antiguo pe- diatra que pareció no creerme, pero que me aconsejó ver a un psiquiatra si volvía a pasarme algo similar. Ese mismo día su- cedió de nuevo. Estaba cenando con mi marido que me refería con detalle una de sus gloriosas experiencias con un programa de contabilidad, cuando por encima de su retahíla escuché la misma voz de la primera vez:
–Las putas son del diablo –dijo pausada y claramente. No pude terminar de cenar. Cuando estábamos a punto de levantarnos de la mesa se lo conté a Antonio. Se me quedó mi- rando y me dijo:
–No se lo vayas a decir a nadie más. Te podrían meter al ma- nicomio.
Sus escuetas palabras desataron mi miedo a estar loca. ¿Qué sería de mi hijo si yo acababa en el manicomio? Compartí con él su indefensión. No sabía de dónde venía ni qué era eso que escuchaba. Algo me estaba pasando y no podía entenderlo. Y las voces siguieron. A la primera se unieron otras cuatro que se turnaban para agredirme o darme órdenes, consejos o cantar canciones que en mi vida había escuchado. Se hacían presentes tres o cuatro veces al día. La que me arremetía exactamente a las dos de la tarde era en especial ofensiva y se concentraba en repudiar mi estado de maternidad. Una vez me dijo:
–Las mulas como tú no deberían tener hijos. ¿Por qué no te suicidas?
Un día se me ocurrió hablarle por teléfono a un ex que había estudiado psicología y lo único que me recomendó, ya que no podía ir a consultarlo, fue que las aceptara. Y eso hice. Comencé a rebatirlas y contestarles lo primero que se me venía a la mente.
Mientras tanto leía, tomaba sol y caminaba. Julieta estaba en una de sus tantas desapariciones, con pandemia y todo. Su- puse que la cuenta de esa desaparición en particular se la debía abonar al supuesto sacerdote que nada tenía de angelical. Du- rante casi un mes mis amigas se interesaron poco menos que nada en mi estado de salud, en mi ausencia, en mantenerme al tanto de los avances hacia la gran noche. A la distancia me fui resignando a perder esos vínculos y empecé a pensar en hacer mi vida de esposa y madre. También pensé que cuando la niña tuviera edad suficiente volvería a la universidad y me olvidaría de esas señoras y sus inventos para pasar el tiempo.
Con el reposo desaparecieron las lesiones hemáticas y fui re- cuperando fuerzas cada día. Caminaba por el jardín y después tomaba una siesta antes de la comida. Gané peso y el color vol- vió a mis mejillas. Las voces establecieron una rutina a la que me acostumbré no sin sobresaltos, pero empeñada en que a na- die más le diría por lo que estaba pasando.
Como a finales del octavo mes me sobrevino una fatiga irre- montable. Sólo me levantaba para ir al baño. Ni siquiera tenía fuerzas para ver las redes sociales, ni el correo, ni echarle una llamada a nadie o establecer una conferencia por Zoom. Lo pri- mero que me decían era que vendrían a verme en cuanto terminara la pandemia, pero mi cansancio me impedía siquiera mantener una conversación de más de cinco minutos.
Antonio me instaló un programa en el celular para buscar información en la dark web, además de un brazo mecánico para poder sostener el teléfono sin esfuerzos. Quería encontrar a Maribel. Esa idea se había vuelto una obsesión conforme me fui confinando a las cuatro paredes de mi habitación. Sentía que algo muy malo me iba a pasar, y yo necesitaba dejar un tes- timonio de mi vida a alguien que la pudiera comprender desde su edad y sus experiencias, no similares, pero sí familiares.
Alguna vez quise poner una peli en la pantalla. Estaba oscu- ra la tarde. Quizá la falta de luz hizo posible que viera a detalle mi rostro reflejado en la pantalla que Antonio colgó del techo del cuarto para que yo pudiera ver mejor el contenido de mi celular. Me espanté. Lo que vi parecía el rostro de un cadáver. Mis mejillas se habían hundido en las últimas semanas, y el color rosado había dado paso a unas manchas rojas parecidas a las de mis extremidades. Debo parecerle un despojo humano a mi marido, recuerdo que pensé en ese momento. Pero Antonio jamás cambió de actitud, ni para bien ni para mal. Me trataba con cuidado, atento siempre a mis necesidades, siempre aco- modado en esa lejana y fría zona de su silencio.
Creo que por ese entonces empezó a sopesar la posibilidad de que yo falleciera en el parto. Quizá nunca antes se había plantea- do ese escenario. Un bebé sin madre ¿Qué iba a hacer él con un recién nacido? Llevárselo a su familia, seguramente, como todos los viudos que se quedan con hijos pequeños. Eso mientras no se encontrara con otra mensa que se hiciera cargo de ellos.
Una tarde, durante una de mis tantas siestas reparadoras, después de escuchar la vejatoria voz de las dos en punto, soñé con una isla donde miles de muñecas horriblemente mutiladas colgaban de los árboles. Yo pasaba corriendo entre la maleza y mis botas se hundían en el barro. Sentía que me faltaba el aire. La angustia me atenazaba. Un grito de mujer cimbraba el lu- gar y me obligaba a detener mi carrera. A lo lejos percibía una figura neblinosa que se acercaba a mí. De pronto, la figura se volvía familiar a pesar de la sangre que la bañaba. Yo gritaba: ¡Julieta! Y despertaba.