Capítulo 11
La marca del diablo
Maribel se me acercó una mañana rutilante, hermosísima, o quizá yo la veía así porque Antonio se había ido unos días a México y yo me empecé a sentir bastante mejor. Incluso contenta, a pesar de las miradas cansadas de médicos y enfermeras que ya empezaban a suplir a sus compañeros que fallecían por COVID. Las largas jornadas, las noches sin dormir y el estrés se notaban detrás de los trajes de astronauta con los cuales realizaban la visita a las embarazadas de mi área.
La ausencia de Antonio me revitalizó; a veces me parecía que su presencia me restaba fuerzas, como si el tipo tuviera el poder de robarme energía. Durante las largas noches de hospital, cuando se quedaba a dormir en mi habitación, llegué a oir un aleteo cercano, pero las únicas fuentes de ruido eran el goteo del suero, el monitor y la respiración pausada de mi marido, que dormía a pierna suelta en el reposet cercano. Yo veía su rostro de facciones armoniosas, su nariz aguileña, la barbilla prominente, los ojos café claro muy parecidos a los de un halcón en busca de su presa. Era un hombre alto, rubio. Su cuerpo estaba cubierto de una capa profusa de vellos dorados, en particular en los brazos, siempre brillantes bajo la luz del sol o de las lámparas. Una incipiente pancita hablaba de sus gustos faraónicos en cuestión de comida. Las pocas veces que lo vi sonreír era cuando aterrizaba enfrente de él y de su hambre algún platillo como el fideuá y la paella valencianos, o la asturiana olla de fabada, las cebollas rellenas, el pastel de cabracho, los escalopines, la merluza de pintxo con sus buenos bollos preñados, todo eso rociado con sus vasos de sidra de Asturias o vino de Cangas. También era amante del pozole, el mole y los chiles en nogada de la cocina mestiza mexicana. Su cocinera de toda la vida había aprendido desde niña a preparar comida española como una nativa de Oviedo y no de Amatlán, su pueblo oaxaqueño.
Lo que no podía refutarle a Julieta era la seriedad con la que me “adoptó” cuando me casé con él. Me sentía una refugiada, no una esposa. Quizá por eso la intimidad entre él y yo jamás llegó a establecerse sobre bases convencionales.
El abuelo de Antonio fue un asturiano del campo, un hombrazo sin escolaridad, fanático del trabajo rudo y del silencio en casi todos los ámbitos de la vida. Durante la guerra había huido a México con su esposa y aquí nacieron sus 8 hijos. De todos sus nietos, el favorito siempre fue Antonio, un niño igual de silencioso que él, y que parecía bruñido por el sol de la tierra que tanto extrañaba en su exilio. Al final, logró reunir una fortuna considerable luego de dejarle a sus hijos una fábrica de leche y sus derivados. Con eso pudo regresar a Asturias, donde lo iban a visitar sus familiares mexicanos. Antonio aprendió a trabajar como cualquier hijo de campesino. Durante sus vacaciones de verano se iba a la casa de los abuelos y allá se la pasaba ordeñando vacas en la madrugada y poniendo pastura para
el ganado antes siquiera de un café o de algo de desayuno. Se resarcía en la cena, cuando su abuela servía manjares locales cuyo recuerdo se incrustó en su alma adolescente con la fuerza de los mejores recuerdos de la vida.
A pesar de la afinidad de perspectivas, ni el abuelo lo invitó a quedarse a estudiar en España ni el nieto quiso solicitar asilo. Prefirió estudiar en México administración de empresas en la UNAM y, eso sí, le echó muchísimas ganas a sus propias ideas empresariales. Hizo una fortuna con la instalación de giros negros innovadores y llevando la contabilidad a clientes ultrasecretos. Su hermetismo público y privado lo convirtieron en un ermitaño sin atractivos, sin más vida social que sus visitas a los antros con los que trabajaba y sus rituales martinis en un lugar específico del centro de la ciudad de México.
Cuando yo lo conocí, la verdad no se me hizo muy atractivo. Me repelía la idea de un hombre de su edad sin por lo menos un divorcio a cuestas. Su silencio me desarmaba, y su falta de pasión amorosa me desquiciaba. De alguna manera muy sensorial, mi piel se iba secando poco a poco a su lado. Nada que ver con los amantes de paso, muchos muy malos en la cama, y algunos pocos dignos de recordarse. Pero todos ellos sentían la obligación de flirtear, halagarme y cumplir conmigo, al menos el tiempo efímero del encuentro sexual en un motel o en la casa de alguno de ellos. Casarnos no fue una buena idea, le insistía yo a Julieta; en cambio, para ella era lo mejor que me había podido pasar.
–La rutina doméstica no es para mí, le decía yo.
–Mijita, no te quejes. Con el tiempo verás las ventajas de estar casada con un señor respetado en el business –repetía con cada queja mía.
–Ni que fuera narco o padrote –refutaba yo, harta de tanta idea contraria a mis creencias.
–No, mi niña. Esos señores no duran. Son como los perros callejeros. Estadísticamente sólo viven dos años en las calles, contando desde el momento en que se meten en jales peligrosos.
–¿Y a poco Antonio no hace negocios cochinos? –le pregunté alguna vez, ya exasperada. Me retorcía el hígado que pensara en mí como una pendeja absoluta.
–Depende a qué le llames cochino. Bien que te gustaban a ti las cochinadas de su bar.
–En casa no hay eso. Ya quisiera yo volver a tener esas opciones, amiga Julieta.
–Uy, qué seriedad. Te están afectando el embarazo y las ñoras del grupo. –Así era Julieta. Primero me sacaba de quicio con sus argumentos y luego se ponía muy chistosita.
–Esas ñoras del grupo tú las llevaste, si mal no recuerdo…–reviré. Sentía los golpes bajos del niño, molesto quizá por mi molestia.
–Pero son unas pesadas, no me lo negarás. –En ese momento soltaba una carcajada que ponía punto final a la riña. Antes de irse me sobaba la panza y se despedía del nonato, al que siempre le murmuraba algunas palabras en el extraño idioma que le había escuchado compartir con alguien por ahí. Un idioma de texturas y sonidos antiguos.
Maribel vino a quitarme muchos prejuicios sobre el matrimonio. Para ella ese era el estado ideal de cualquier persona, hombre o mujer. Yo le decía que sólo era ideal para los hombres. Se casaban para tener sexo limpio, hijitos a quien dejarles su patrimonio, comida a tiempo y ropa planchada. Las mujeres debían hacer que todo eso fuera una realidad, además de trabajar 8 horas en una oficina y andar malabareando en la micro. Maribel se reía de mis opiniones y rara vez mencionaba alguna ventaja del matrimonio en el caso de las mujeres.
–Tener hijos –dijo alguna vez.
–Eso se puede aún sin estar casada… –le refuté, al tiempo que preparaba mi speech feminista de siempre. Entonces ella dijo algo muy extraño:
-La flor de fuego no puede recibirse ni darse a menos que los padres del niño estén casados. La flor de fuego debe estar protegida, siempre, por encima de cualquier necesidad de la madre. Yo me quedé de una pieza.
–¿Y eso qué es, Mari? –pregunté, extrañadísima.
–¿Qué cosa?
–La flor de fuego… Maribel me miró con fijeza. Luego dibujó en mi rodilla la ruta de uno de mis moretones.
–Esto es la flor de fuego, Valentina –dijo y la sangre violácea de mi rodilla pareció formar filamentos, tallos que sostuvieran una flor como de plumas rojas.
–¿Mis moretones o mi enfermedad? –repliqué, intrigada.
–Es tu herencia, Vale.
–Óyeme, no, en mi familia no hay enfermedades raras. Ni de la sangre, ni venéreas ni congénitas, si eso me quieres decir… –reventé.
–Tu no tienes una enfermedad. Tienes una marca en la sangre. Es esa marca que nunca pudieron establecer los inquisidores porque la buscaban en la piel, en la conducta pecaminosa o extraña, pero ahí no está. Nunca ha estado.
–¿Te refieres a la marca del diablo, la que el amigo ese deja en las brujas? –Yo había oído hablar del tema en alguna de las sesiones de estudio en casa de Cata.
–Exacto, la marca de quienes tienen una misión en la tierra.
–Y ¿qué tiene que ver eso con estar casado o no?
–Ya lo sabrás, Valentina. Pronto.
Maribel cambió de tema y juntas recorrimos el jardín bajo el sol escabroso y húmedo de Florida. Yo me quedé con la inquietud. Tantos misterios en relación con mis malestares me parecían inventos para dar en adopción al niño en cuanto naciera o algo así. Me sentía sumergida en una maraña de intereses tan invisibles y tan persistentes como una telaraña de jardín.
Una de esas noches mi amiga de hospital se hallaba conversando conmigo cuando de pronto se levantó del sillón de visitas. Me miró con ojos brillantes y su rostro fue perdiendo color poco a poco. Debo ir con mi mamá, dijo, y abandonó el cuarto. Al siguiente día una enfermera me fue a informar que la madre de Maribel había fallecido a la misma hora en que su hija abandonó mi habitación para ir a verla. Dos días después Maribel me anunció su partida. Regresaba a la ciudad de México. Se iba tranquila, o eso parecía. Al despedirse,
me advirtió:
–No te dejes trasfundir sangre. La tuya es la sangre del prodigio.
Esa frase llevaba claras resonancias de preocupación, algo extraño en aquella joven de sonrisa inocente, parecida a la de una niña. Antes de eso, nunca tuvo un gesto de pesar ni de angustia respecto de su madre. Cuando ésta falleció, no le vi derramar una sola lágrima.
Antes de que se marchara le pedí a una enfermera que nos tomara una foto a las dos sin cubrebocas, que de algo sirvieran las rociadas de líquidos desinfectantes y el chequeo de temperatura constante. Días más tarde, al mirar en la pantalla de mi celular la foto de Maribel conmigo en los jardines de la clínica, lo único visible era mi gran panza de 7 meses. A mi lado parecía haberse formado un fenómeno lumínico, como si una de esas lámparas antiguas de hidrógeno que se usaban para sacar fotografías fijas se hubiera disparado en ese momento. Muy en el fondo del destello, una figura alargada parecía formar una especie de escalera. Me dio coraje no haber visto antes el resultado de la foto. Cuando quise llamar a mi amiga para repetir la toma, me di cuenta de que no sabía su nombre completo ni su dirección ni su teléfono. Para mí era como si la conociera de toda la vida, y sin embargo me daba cuenta de que fueron unos cuantos días –la agonía de su madre–, los que habíamos
tenido para conocernos. Fue entonces cuando empecé a escuchar las voces.