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jueves, noviembre 21, 2024

Sigilo 09

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Capítulo 09

El juego de la áurea llama

 

Recuerdo la tarde que Esperanza nos trajo al “maestro” que ayudaría a realizar el ritual
del “encendido”, como le llamaba Cata a la activación del artefacto mágico. La tengo muy presente porque durante esa visita me puse muy mal. Mi embarazo no había sido como el primero. Me la había pasado vomitando y perdiendo peso en lugar de ganarlo.
Ya parecía “calcetín con canica”, como me decía Julieta. Mi piel se había puesto entre amarillenta y verdosa. Las compañeras me veían con una mezcla de lástima y rechazo por mi aspecto lánguido y falto de energía. Y por mi olor constante a guácara. A estas alturas sé que muchas de ellas consideraban mis malestares consecuencia justa de mi anterior vida disipada.

Pero ese día me había puesto particularmente peor. Había dudado si ir a la clase o no, como muchas de las alumnas que no asistían por miedo al contagio de Covid. Estaba en el sexto mes del embarazo. Yo ya no veía la manera de que aminoraran mis pesares físicos. Incluso llegué a pensar en abortar, por el bien de la niña (ya sabía que sería niña y mi mente exhausta imaginaba que venía mal), el de mi marido y el mío. Las cuentas médicas
eran demasiado altas. Yo, que siempre había vivido con grandes carencias, pensaba que se acabaría el dinero de mi esposo en esos gastos. Julieta se reía de mí a mandíbula batiente.

–Tu esposo está sentado en un trono de oro, no seas escandalosa –me decía–. Y bueno, se quiso casar con una mocosita de buen ver y mejor coger; así que no le queda más que pagar el precio –sentenciaba.

Yo sólo me reía hasta que las náuseas me hacían correr de nuevo al baño.

Poco después, Esperanza llegó cargada de viandas, cajas de vino y canastas de dulces. Según contó, en los supermercados la gente, a pesar de las restricciones, arrasaba con el papel de baño, el agua embotellada y las carnes. Pero yo soy “Totalmente Palacio” y no me ocupo más que de comprar lujitos y manjares para mis amigas, decía al tiempo que destapaba, delante de mis narices, latas de almejas y percebes que me provocaron un asco enorme. Pedí permiso a Cata para ir a acostarme a alguno de los múltiples cuartos de huéspedes que tenía. Julieta se rió y me dijo que ella me acompañaba. Me dejó acostada y ya salía del cuarto cuando se escuchó el timbre de la puerta y el saludo de un hombre. Era Harper Metcalf, el invitado de Esperanza y uno de los tres sacerdotes angélicos que había en México. Después supe que a Catalina no le causó ninguna gracia la intromisión e imposición de Esperanza. Nadie le había pedido que trajera un sacerdote, y menos con ese aspecto de expresidiario, pelón, zarrapastroso, de tenis y camiseta negra con una leyenda de Iron Maiden impresa al frente. Su cara redonda parecía la de un sabueso de belfos colgados, y anchas fosas nasales con las cuales olía el dinero y el sexo fáciles.

–Engañando mujeres, de seguro –le dijo Cata a Esperanza en la cocina.

–¡Ah, no!, nunca nos engañaría, al contrario. Todo es muy claro con él –le dijo Esperanza para defenderse.

La mediación de Julieta logró la paz, al menos por esa tarde. Esa fue la única vez que la experiencia, el raciocinio y el valor de mi amiga se derrumbaron frente a la única fuerza capaz de apartarla de su objetivo: un hombre disponible, lleno de ambición y lujuria.

Mi estado de postración me impidió bajar del cuarto de huéspedes para escuchar la sesuda disertación del invitado de Esperanza. Concentrada en desvanecer los dolores que me
acongojaban no me di cuenta de que las horas transcurrían. Cuando bajé no había nadie en la sala principal. Ya era de no noche y necesitaba que Julieta me llevara a casa. El malestar había menguado, pero no desaparecido. Tenía que encontrarla lo más pronto posible.

Un delgado hilo luminoso se colaba por abajo de la puerta de aquella habitación en la que sesionaban los martes las Hijas de la Luz. Me acerqué para escuchar si mis amigas y su invitado estaban ahí. Ya frente a la puerta no escuché primeramente nada. Ni movimiento ni rumor ni charla. Ya iba a continuar con mi búsqueda cuando una conversación intempestiva me detuvo; no logré entender lo que decían, pero la voz del hombre se percibía hondamente exaltada y la de mis amigas tenía un tono de celebración o alegría.

De repente la puerta se abrió en mi cara. Frente a mí apareció Harper, terminando de hacer un gesto de despedida a las oficiantes que lo miraban salir. Atrás de él, en el centro de la
habitación pude ver una especie de mueble, un artefacto de elaboración ondulante y caprichosa que evocaba las sinuosidades, volutas y zoomorfismo del más intrincado barroco. Por un instante me pareció que tenía vida propia, y que las mujeres lloraban conmovidas. Mis amigas abrieron la boca al verme, como espantadas o reprobando mi presencia en el umbral de su recinto privado. El impetuoso gurú abrió los ojos con sorpresa e intentó preguntarme, supongo, quién era yo.

–¿Quién es…?

No alcanzó a terminar su interpelación. En ese momento vomité vigorosamente sobre él.

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