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sábado, noviembre 23, 2024

La Amante Poblana 47

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Capítulo 47

 

¡Las llaves, las pinches llaves!

Lupe no pudo pegar el ojo esa noche. Apenas colgó el teléfono, se dirigió al estudio de Fernando para buscar los papeles que debía entregarle por la mañana a Senderos.  

Una vez que los tuvo en las manos se dio cuenta de la gravedad de la situación.  

Ella siempre había estado acostumbrada a pedir sin preguntar ni percatarse de dónde o cómo salía el dinero. Sabía que Castro les había otorgado varios préstamos. De hecho, ella era la que forzaba a Fernando a pedir más y más sin pensar en las funestas consecuencias que atraería una deuda de ese calibre.  

Se sentó a pasar las hojas y le entró un escalofrío. Cerró la ventana y de inmediato recordó las palabras de su marido: “tengo fotos”. O sea que sus sospechas estaban fundadas, y alguien —quizás Tina, quizás Narda— le había contado con lujo de detalle sobre su relación con Juancho.  

Trató de echar atrás la memoria para poder dar con alguna otra pista que le indicara desde cuándo podría haberse enterado Fernando.  

La confortó un poco saber que, si su marido tenía conocimiento de esto desde hace ya algún tiempo, meses o tal vez años, nunca se lo hubiera champado 

No. No recordaba evento alguno, un exabrupto o cambio en la conducta de su esposo.  

Lupe sabía que ella era quien mandaba en esa casa y también en la voluntad de él. Sin embargo, la amenaza de contarles a sus hijos sus hallazgos le ponían los pelos de punta.  

Ella, una mujer que había cuidado con recelo su reputación, hasta el grado de creerse verdaderamente inmaculada, no iba a permitir que se le cayera el teatrito 

Narda. Su principal sospechosa era ella. ¿Quién si no? Era la única que tenía motivos reales para joderla. Y también quien podría haberle dado las fotos que decía Fernando tener en su poder.  

¿Serían fotos en papel o se las mandaron al teléfono? 

Puso manos a la obra y, en un arranque de ira, se puso a vaciar todos los cajones que se encontró en el estudio.  

Se sirvió una copa para tranquilizarse, según ella, pero lo único que logró fue confundirse por la combinación con las pastillas que tomaba todas las noches para dormir.  

Sacó libros, verificó cada folder que encontró. Nada. Si las dichosas fotos estaban impresas, tendrían que estar ocultas en otro lado.  

Fernando tenía un viejo archivero con llaves. Seguramente allí estarían las evidencias de sus infidelidades bajo resguardo. Ahora lo importante era pensar en dónde estaban las llaves.  

Salió del estudio hacia la recámara de su marido. Llevaban años sin compartir cama, así que sería una tarea complicada dar con los posibles escondites.  

Le gritó a Roge, la sirvienta, aunque era muy tarde ya.  

La mujer atendió al llamado de su patrona y se presentó en camisón mientras Lupe hurgaba en el clóset, en cada caja de zapatos que había en esa habitación.  

–¿Qué se le ofrece, señora? 

–A ver, Roge. Necesito que me ayudes a encontrar las llaves del archivero que el señor tiene en su estudio. Si mal no recuerdo tienen un llaverito de la Torre Eiffel.  

–¿A estas horas anda usted buscando eso?, ¿pasa algo? 

–No preguntes, Rogelia; ¡búscalas! Ahí ya no porque vi y no hay nada. Vete al cuarto de visitas y voltéalo de cabeza si es necesario.  

–Está bien, señora, pero dígame, ¿usted está bien? Ya es muy tarde y mire nada más cómo está, hecha un manojo de nervios.  

–No, no. No estoy bien, Roge. Es de vital importancia que encontremos esas llaves, ¿de acuerdo? Y no, estoy que me lleva el demonio. Te lo voy a decir porque seguro te enteras… yo no sé cómo siempre acabas por saberlo todo. Se llevaron preso a Fernando.  

–¡Preso! Pero, ¿cómo? Dios mío, pues qué hizo. 

–Es una confusión y mañana lo sacan. Es un asunto de dinero, Roge. Un préstamo que no ha pagado.  

Ay, señora, por eso se veía tan abrumado el señor a últimas fechas. O será por lo otro. ¡O por todo! Pobre don Fer: primero se le muere su hijito lindo, luego esto, y pa colmo que está malito.  

–¿Cómo que está malito? ¿De qué hablas? Te digo que en esta casa tú sabes más que yo. ¿Malito de qué?, explícate. 

–¡Chirriones, ya metí la pata! Es de que hace unos días, cuando usted se fue a su jugada, don Fernando se metió en su estudio bien, bien achicopalado. Lo vi muy triste. Le llevé un tecito pero no lo quiso, y que se pone a tomar. Tomó harto hasta que se quedó bien dormido. Yo lo tuve que ayudar a irse a su cuarto. Cuando regresé al estudio a recoger la botella y los vasos, vi unos papeles que estaba tirados ahí, junto a su sillón. Los levanté y, pues sí, los leí. Eran unos estudios y unas como placas, y en la cartita esa que mandan los doctores decía algo de un tumor. Y la carta esa tenía el nombre y la dirección de un oncólogo, doña Lupe.  

–¿De qué carajos estás hablando? ¿Oncólogo? ¿Placas? ¿Por qué yo no sé nada de eso? ¿O sea que está enfermo? ¿Tiene cáncer? 

Ay, señora Lupe. No le vaya a decir que yo se lo comenté, por favor.  

–¿En dónde están esos estudios? ¡Ve por ellos, búscalos! Supongo que al levantarlos los pusiste en algún lado.  

–Sí, encima del escritorio, pero al día siguiente ya no estaban ahí. Yo creo que los guardó.  

–Pues ahorita que entré a buscar las llaves no vi ningún papel de ningún oncólogo. Los ha de haber guardado en el archivero. ¡Carajo! Ahora es doblemente urgente que encontremos esas chingadas llaves. Anda, Roge, vete a buscar, y si no las encuentras en el cuarto, síguete a la sala, a las cómodas del comedor, arriba de los muebles, ve al carro y busca.  

¡Busca esas pinches llaves hasta debajo de tus enaguas!  

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