Capítulo 38
Un secreto oscuro
Pedro nunca había pisado un ministerio público. No sabía cómo moverse, cómo referirse al juez. No sabía nada.
Le mandó un mensaje a Anais.
–Ya estoy acá, ¿en dónde te veo?
–Yo no voy a estar.
–¿Cómo de que no? Si tú me metiste en este problema…
–Oye, tranquilo. Si no es una reunión social. Nada más puedes entrar tú.
–¿Y tu abogado?
–Él sí va. Te lo dijo, quedó contigo, ¿no lo ves por ahí?
–No, y vaya que es visible.
–¿A qué te refieres?
–A nada, olvídalo. Voy a entrar.
–Busca a Concha. Así se llama el MP.
–Okey.
–Y no te vayas a salir del guion, a menos que quieras estar regresando seguido.
Traspasó la primera puerta. Luego una segunda. Le pidieron identificarse.
–¿A dónde se dirige?
–Con el licenciado Joel Concha.
–Ah, sí. Pase por allá, esa es su oficina. Regístrese acá y tome el gafete. Cuélgueselo y no se lo quite.
El gafete era un papel forrado de lo que alguna vez fue un enmicado lustroso, pero ahora era algo parecido a un chicharrón opaco.
A lo lejos escuchó la voz de Senderos. Lo detestaba. Casi nunca le pasaba que, sin conocer a una persona, le cayera tan mal.
Su voz le disgustaba por el tono y el volumen. Aparte tenía un no sé qué que no le generaba la menor confianza, sin embargo, tenía que someterse a ese interrogatorio y qué mejor que custodiado por el abogado de Anais.
–Buenos días, soy Pedro Lorenzana.
–Pásele. ¿Es tu cliente, Manuel?
–No, es amigo de mi clienta, pero como te dije, yo vine para acompañarlo y que no te pases de la raya.
–Grr. Mmmm. Está bien, puedes permanecer durante el procedimiento. Pase, por favor. Tome asiento y llene acá estos espacios en blanco con letra legible. Es usted médico, ¿no? Entonces reitero que con buena letra porque los doctores escriben como para que uno no les entienda.
Pedro se sentó y tomó los papeles olvidándose de correrle a Manuel la cortesía de saludarlo. Se sentía humillado, ridículo y abrumado intuía que, de alguna u otra manera, entre los dos licenciados lo iban a agarrar de bajada.
–Bien. Pedro Lorenzana Henríquez, ciudadano mexicano, médico gastroenterólogo de profesión, 56 años, relación con el difunto: nula.
–¿Es usted amigo de la esposa del occiso? De la señora Anais.
–Sí.
–¿De cuando data su amistad?
–Hace aproximadamente tres años.
–¿Cómo se conocieron?
–Era mi paciente.
–Ah sí, que doña Ana padece males gástricos… el estrés, dijo. ¿Eso es cierto?
–¿Perdón?
–Que si es cierto que el estrés le friega a uno el estómago.
–Es una de las causas, sí, irrita las mucosas.
–Vaya… yo no creo mucho en eso, ahora ya todo se lo atribuyen al estrés… que si te duele la cabeza, estrés; que si te mareas, estrés; que si el insomnio, estrés; que si las señoras te engañan, estrés. jajaja
–Concha, a lo tuyo.
–Tienes razón, Manuel, era una broma. A ver, señor Lorenzana, según la declaración de la señora Anais, ustedes son grandes amigos.
–Buenos amigos, sí.
–¿Y qué más?
–¿Cómo que qué más?
–O sea, qué otro tipo de relación tienen, terció Manuel. A eso se refiere.
–Aparte de la amistosa, laboral, es decir, ella me va a hacer unas remodelaciones en el consultorio.
–¿En dónde tiene usted su consultorio?
–En el Hospital Ángeles.
–Es caro ahí ¿no?
–Bueno, vale lo cuesta.
–Bien. ¿En dónde estaba usted el día que mataron al señor Fernando Amaro?
–En mi departamento.
–Ubicado en…
–Torre Celta número 5.
–Cerquita del hospital, ¿no?
–Correcto.
–¿Qué se encontraba haciendo?
Por la mente de Pedro cruzó como un rayo la imagen de su efebo haciéndole sexo oral.
–Acababa de hacer mi ejercicio.
–¿Se ejercita en casa?
–Cuando no me da tiempo de ir al gimnasio, sí.
–¿Qué tipo de ejercicio hace para estar así de fuerte, oiga?
–Carajo, Concha, no le tires la onda acá al doctor, no seas cínico.
–Manuel, te pido por favor que no intervengas a menos que sea estrictamente necesario. Y no me insultes. Conteste.
–Cuando estoy en casa… yoga y algunos estiramientos, pero practico squash en el gimnasio.
–Bien. ¿La señora Anais lo visita seguido en su domicilio?
–No, ha ido unas tres o cuatro veces.
–¿Podemos saber para qué?
–A lo que ya le comenté, la remodelación.
–¿Y esa mañana iba a eso, a hablar de decoración? ¿No es como muy temprano?
–Fue porque no tendría tiempo más tarde.
–¿Ella?
–Yo.
–Tenía consultas, quiero suponer.
–Sí. Agenda llena. Y le urgían unos libros suyos que yo tenía.
–¿Se los prestó?
–Así es.
–¿Cuándo?
–Como dos semanas antes, cuando le dije que necesitaba sus servicios.
–¿Cuántos libros eran?
–Dos.
–Cómo se titulaban.
–Uy, no sé. Eran libros grandes, de decoración y diseño.
–Claro, claro, libros para casas de ricos.
–De diseño.
–Bien. ¿Cuánto tiempo estuvo la señora en su casa?
–Como quince, máximo veinte minutos.
–¿Cómo iba vestida?
–Con pants, ropa deportiva. A esa hora va al gimnasio.
–¿Cómo sabe que a esa hora va? ¿Sabe todo su itinerario diario acaso?
–No, me comentó que iba para allá.
–Y sin embargo no llegó al gimnasio ese día, ¿lo sabía usted?
–Sí porque me marcó minutos más tarde para decirme lo que le había sucedido a su esposo.
–¿Conocía usted a Fernando Amaro?
–Sí, lo consulté alguna vez también y luego él la acompañaba a sus visitas médicas.
–¿Eran tan amigos como usted y la señora?
–No. Era más amigo de ella.
–¿Por qué más de ella?
–No lo sé. Se fue dando la amistad.
–Ajá. Y al difundo no le daban celos, usted es buen mozo.
–Concha, carajo…
–Manuel, es importante.
–¿Importante decirle al señor que está galán?, no lo es.
–Okey. ¿Y luego? Le llamó para contarle lo ocurrido, y en ese lapso de tiempo, entre que ella se fue y le llamó, ¿usted qué hizo?
–Me bañé, me alisté para salir.
–¿A qué hora dejó su domicilio?
–A las 10:15 a aproximadamente porque mi consulta empezaba 10:30
–¿Estaba solo en su casa?
–Sí.
–¿Tiene testigos de lo que dice?
–No, porque si estaba solo, no hay quien haya podido corroborarlo.
–El portero del lugar. Esos siempre saben todo, aparte en los residenciales tan fifís siempre hay portero metiche y cámaras.
–El portero cambia a aproximadamente a esa hora. Yo salí directo al estacionamiento.
–O sea que nadie lo vio salir.
–No lo sé.
–Pero hay cámaras.
–Sí, las hay.
–¿Tiene usted impedimentos para que se soliciten las cintas?
–Nnno.
–Concha, en primer lugar, no se dice cintas ya; esas cámaras son digitales, no friegues, vives en el pleistoceno; y, en segunda, no le veo caso pedirlas.
–Las voy a solicitar, Senderos. Protocolo. Tú sabes.
–¿Qué más? Llegó esa mañana a su consulta y…
–Nada. Trabajé normalmente.
–¿Ya no se volvió a comunicar con la señora?
–No.
–¿Cómo? Si era tan su amiga, no la estuvo apoyando en el trance.
–No lo creí prudente.
–¿Sospecha usted de alguien?
–No. No tendría por qué, como le dije, no había relación; no sabría decirle si tenía o no enemigos. Ignoro.
–Ignora…
–¿Algo más que agregar?
–No.
–Bien. Pues vamos a solicitar los videos de su casa. Por favor, dele acá a mi secretario la dirección exacta para girar el oficio.
–¿Algo más?
–Por ahora no. O bueno, sí; déjeme usted su tarjeta, de favor, porque igual y voy en breve a una consulta con usted. Acá entre nos, traigo unas hemorroides que me están matando. Vea, tengo que usar este cojín para sentarme.
Manuel volteó la mirada hacia arriba mientras terminaba de enviar un mensaje por su teléfono. Pedro le extendió la tarjeta a Concha, no sin antes advertirle…
–Acá tiene, licenciado. Sólo una precisión: muchos de mis colegas ven esos padecimientos, sin embargo, yo le recomendaría que vaya mejor con un proctólogo. Hay uno muy bueno en el hospital.
–¿O sea que usted no checa eso?
–Sí puedo, pero no es mi especialidad.
–Aun así, voy, me checa e igual y no es tan grave y me manda unas patillas, porque ya una vez fui con otro que me quería meter cuchillo.
–Es la única forma eficaz de quitarlas. Aunque nadie le asegura que no vuelvan a salir. Depende mucho de la alimentación y… aunque lo dude, del estrés.
–Ay, ay, puta madre, ya estamos fuera de la chamba; puta madre, eso del estrés es puro cuento chino.
–Bueno, Concha, ya. Nos vamos. Me permites unos minutos, Pedro, tengo que comentarle algo a Concha en privado. Te veo en la salida.
Pedro asintió, recogió su saco de la silla y salió despavorido de ese horrible lugar.
Manuel jaló a Concha hacia un pasillo.
–Ya ni la chingas, Concha; ni siquiera con los sospechosos puedes controlar tus calenturas: ahora quieres ir a verlo a su consultorio para que te revise el culo. Increíble como pierdes el estilo.
–No, Manuelito, es neta, ya no soporto las almorranas. Me sangran mucho, ¿qué no ves cómo me siento de lado?
–Cabrón, quien no te conozca que te la compre. Para mí que te le sigues empinando al vejete ese que te vende los relojes. Ya sal del clóset, nadie te va a juzgar.
–¡Que no, hombre! Si quieres te las enseño.
–Eres más puto que Liberace, Concha. Ahora quieres enseñarme el chico. Qué asco. Ya me voy. Oye, ya no estés acosando a este pazguato, no tiene nada que ver.
–No estoy seguro, Manuel. Yo creo que este güey le andaba poniendo a la ñora.
–Más respeto, cabrón. O te parto tu madre ahorita.
–¿Y ora? Es evidente, mano. Como si no hubieras visto esto mil veces cuando fuiste defensor de oficio, esos dos le veían la cara al muerto; chingo mi madre, si no.
–Que te digo que no. ¿Vas a pedir los videos en serio?
–Nomás pa ver, ya sabes que me gusta ver.
–Ya sé. Nunca se te quitó lo morboso. Pídelos, y me avisas. No vayas a buscar más pretextos para ir a ver a Lorenzana a su consultorio.
–Que no, Manuel. Es en serio: tengo años sufriendo con las hemorroides.
–Ahora así se les dice… Hemorroides. Siempre tuvimos dudas si eras soplanucas o muerde almohadas… ahora queda claro. Siempre aposté que eras el activo porque fuiste muy viejero de chavo. Me equivoqué. Pagaré mi apuesta.
Cuando Senderos salió a la calle, ya no vio a Pedro.
Le envió un mensaje a Anais: “Ya salimos. No te preocupes, el doctorcillo no se equivocó. ¿Te veo en la noche para acabar lo que comenzamos el viernes pasado?”.