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jueves, noviembre 21, 2024

La Amante Poblana 34

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Capítulo 34

 

Rencor de indio

 

Pedro estaba nervioso. Se le notaba en la manera que juntaba las manos frotándolas dentro de los muslos, en la mirada dirigida a cualquier punto del despacho menos a los ojos de Senderos. Se le escuchaba en el revolotear de su talón derecho que golpeaba sobre la duela poniendo así nerviosa a Anais, quien disfrutaba con cierto placer haber convocado bajo el mismo techo a sus dos amantes: el que iba de salida y el que se le estaba resistiendo a llegar.  

Senderos le pidió a su secretaria que trajera café para el recién llegado. Pedro rectificó y pidió, de ser posible, té.  

–¿Te pone nervioso el café?, dijo Manuel.  

–No, más que nervioso me irrita la mucosa estomacal.  

–¡Ah, claro, si eres gastro! ¿Y sí eres muy chingón? Digo, para irte a consultar un día de estos, porque creo que tengo una úlcera.  

–No sé si sea muy chingón, digamos que nadie se ha quejado. 

–¿Te va bien? 

–Sí. Muy bien. No tanto como usted, abogado. Yo no tengo estos cuadros en mi consultorio.  

–Claro, pero los doctores tienen carrazos, casotas, relojazos, y muchas pretensas, ¿no? 

Jaja 

–Estoy jugando, hombre. A ver, vamos a sacar este asunto rápido. Creo que ya te comentó mi clienta que mañana te tienes que presentar a declarar con Concha. Es un MP, carnal mío, pero luego se quiere poner muy perrito y empieza a intimidar a la gente.  

Anais se presentó ahí hace un par de semanas y en su declaración comentó que había estado en tu departamento minutos antes de enterarse de la muerte de su esposo. ¿Correcto? 

–Sí, sí. Así fue. Ana me va a hacer unas remodelaciones de mi consultorio y había dejado unos libros, por eso pasó.  

Mientras Pedro hablaba, Manuel inició con una inquieta oscilación en la pierna, lo que denotaba su incomodidad. También mientras escuchaba ejecutó una rutina que siempre hacía cuando en su fuero interno consideraba como un imbécil al interlocutor.  

Repetía la operación cada vez que un político en desgracia iba en busca de ayuda o cuando un excolega llegaba a negociar antes de irse a un pleito: tomaba un bote de lápices de colores y los dejaba desperdigarse sobre la mesa para luego irlos recogiendo uno a uno, y dedicarle su atención plena a sacarles la punta y acomodarlos por orden cromático en el mismo bote.  

–Ajá. Eso es lo que le vas a decir a Concha. Ya lo sé. Pero también sé que Anais no fue por ningún libro.  

Eh, bueno, no sé qué le habrás contado acá al licenciado, Anais. 

–Pues la verdad. Manuel sabe todo.  

Ookey. Ay, es un poco desconcertante tener que hablar de esto. 

–¿Por qué? ¿Estás negando que tuviste una relación con este bellezón? A mí si esta dama me hiciera caso la presumiría a los cuatro vientos, no seas cabrón mi Píter, con todo respeto.  

Ja, por supuesto que no niego nada, abogado. Ahora bien, seguramente este juez me va a querer sacar más cosas.  

–¡Uy, claro! Es un pornógrafo, te lo digo en serio. Y odia a los güeros. Tiene lo que se le conoce como el rencor de indio, ¿has oído hablar ese mal? 

Ella soltó una carcajada y se echó para adelante alcanzando un cigarro de su bolsa. Manuel sacó un encendedor de la cajita que tenía enfrente y se le acercó para ofrecerle fuego. También aprovechó para pasar su otra mano por las rodillas de Anais.  

–¿Qué es eso de rencor de indio, Manuel? ¿Es en serio? ¿De dónde sacas tantas cosas raras? Te dije, Pedro. Manuel tiene una imaginación sin límites.  

A Pedro no le causaba la menor gracia lo que estaba diciendo Manuel. Notaba en su actitud un aire desafiante, burlón, a punto de caer en la descalificación abierta. Nada tenía que ver con el personaje simpático y hasta entrañable que le había dibujado Anais cuando empezó a verlo.  

–Te lo juro por Dios, reina.  El rencor de indio es algo parecido a la ladinería. Al acomplejado se le infartan algunas venitas de los ojos y le cambia la expresión, y si ese ladino (que por lo general es un prieto) está en cierta posición de superioridad (en el momento, por ejemplo, un MP ante acá mi Píter) frente al sujeto blanco, secreta sustancias que lo pueden poner loco. Loco y pendejo. Y sólo se cura con un veneno de serpiente que se llama Lachesis, que venden los homeópatas y los Yaquis.  

–Supongamos, abogado, que el tal Concha se quiere pasar de listo y echa hacia atrás el relato.  

–Tú tienes la cola limpia, mi estimado. O si no la tienes, a él no le incumbe. Así para ser claros. ¿Sí me captas? Eres cirujano también, supongo. Abres la panza con un bisturí, capa por capa; pasas el cuajo, la zalea, te topas con la grasa amarillenta del paciente hasta que llegas al intestino o al estómago. Así va a querer hacerte Concha. Recuerda sólo eso: tú tienes la expertise, él va a estar en el lugar del verdugo y va a querer cortarte la cabeza. No te dejes. No sueltes la morralla. Apriétate como entrepierna de beata y no te salgas de lo que ya quedamos.  

–¿Va a ir conmigo? 

–¿Yo? No soy tu abogado.  

–Manuel, ve con él si puedes, por favor. Te lo pido. Ese Concha es verdaderamente insoportable. Un resentido, como dices. A mí me puso a parir.  

–Bueno, bueno. Voy contigo. Si veo que estás a punto de regar el tepache voy a intervenir. Concha no se atreve a ponérseme al tiro. Conmigo no le sale el rencor de indio porque venimos del mismo barrio. ¿Qué más? 

–¿Es sólo una presentación de rutina, no? Única vez, eso espero.  

–Sí, a menos que te vea dubitativo o que pongas en evidencia algo que no queremos que salga a la luz, no por otra cosa, sino porque a Concha le fascina tipificar este tipo de crímenes como pasionales. Yo creo que porque es un cornudo de marca. Se venga con los incautos que llegan ahí porque su mujer lo tiene hecho un guiñapo. A ese trastorno se le conoce como síndrome del pussy-lánime, así con y griega, es decir, un adicto al pussy, no sé si me explico.  

–Manuel, no puedo con tus términos, para ya, por favor, terció Anais, retorciéndose de risa.  

–¿O no suena lógico?  

Pedro ni siquiera tocó la taza de té. Quería dar por terminada la reunión lo más pronto posible. No soportaba el humor negro del abogado, además de que su instinto le decía que algo había ahí; Anais estaba hipnotizada con cada frase que salía de la boca de Senderos, y él no podía concebir que su amante, la más intrépida de todas, estuviera rendida frente al performance de ese ejemplar de macho alfa. 

Manuel no terminó de sacarle punta a sus colores cuando separó los chatos y los dispuso en una cajita aparte.  

–¿Dudas, doña señora? 

–Yo no. Pedro, entonces no se diga más, yo te iba a hacer ese trabajo y pasé por los libros. Estuve ahí quince minutos y me fui. Iba en ropa deportiva porque supuestamente me dirigía al gimnasio. Te conocí en tu consultorio por una complicación de gastritis y de ahí nos hicimos amigos. Tú esa mañana estabas solo. Completamente solo. Lo digo para que no vayas a hacer más grande la trama al meter al residente.  

–¿Qué residente?, perdón de qué me perdí.  

–De nada, abogado. Es que esa mañana, cuando llegó Anais, estaba en mi departamento un auxiliar de mi consultorio.  

–¿Qué hacía ahí? 

Ay, Manuel. Ya te estás poniendo como Concha. 

Bueeno, si se puede saber. Si no, no hay bronca. Con tal de que no vayan a seguir enredado la madeja. Eso pasa cuando uno anda buscando noches oscuras, ¿verdad mi Píter? 

Ja. Nada de qué preocuparse. Si no tienen inconveniente, me retiro. Voy atrasado a ver a una paciente.  

–Mañana te espero en el MP. Puntual, por favor, porque Concha, ya te dije, va a hacer todo lo posible para sacar su rencor de indio.  

Pedro se levantó, le extendió una mano a Senderos y movió la otra de lejos para despedirse de Anais.  

–A ver, a ver, ahora sí cuéntame. ¿Qué pasó con el residente? Vi que se voltearon a ver con desconcierto, y acá el doctorcito se puso más pálido que un pergamino.  

–Es que… Ay, no sé si decirte.  

Mmmta. Y me imagino: este cabrón, como me lo imaginé desde que lo vi entrar, trae pluma 

–¿Cómo que trae pluma? 

–Sí, sí, camina como vedette de esas que tienen plumas de avestruz amarradas al cinturón.  

Jajaa. Noooo. No es gay. Bueno, más o menos. Justo ese día lo descubrí, precisamente.  

Ah, ah, ahora capto: el residente ese le da Cayetano al doctor.  

Uta mano, en dónde has estado metida, reina.  

–¿Cómo que le da Cayetano? 

–Que le da callo, le sopla la nuca. ¡Se lo tira, pues! 

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