LA AMANTE POBLANA 10
RESACAS
Cada vez que Anais se alejaba de Pedro, de su primo o de todas esas aventuras furtivas, llegaba a su casa con una sensación de poder incompleto.
Tenía, por un lado, el puerto seguro, su tabla de salvación: el marido que, tácitamente, soportaba sus devaneos externos, pero que por el otro le provocaba una incomodidad absurda que no embonaba con las cuñas de sus actos; porque no había un momento más iluminado y real que aquel cuando era dueña de sí, con todas sus perversiones y manías.
En esos minutos, o esas horas; con cada beso, en cada penetración se llenaba de una energía que no le era propia; la robaba de los demás y se sentía omnipotente, única; la última de todo aquel que caía en sus brazos; la mejor.
Sin embargo, la medida de su satisfacción física iba minando conforme los tequilas entraban en su torrente sanguíneo…
Diario de Anais.
27 de julio de XXXXxxxxxXX
La comida estuvo deliciosa. Fue una mesa llena de hombres en donde mi aroma se elevaba sobre sus cabezas. Las piernas de Pedro tratan de encontrarse con las mías. ¿Será que es muy arriesgado que me deje ver en un lugar tan público con mi médico y sus amigos?
No importa… Lo que pasa en esos escenarios es fascinante: una guerra de testosterona contra testosterona. Cada uno trata de resaltar sus mejores suertes, virtudes que quizás no tengan ni por contagio, sin embargo, todos se comportan como si estuviesen frente de un ser sagrado: una efigie de virgen o santa que en sus más oscuros pensamientos tratan de bajar del altar para inclinarse ante ella, no para besarle los pies, sino para meterle la lengua en la entrepierna.
Me gusta cómo Pedro se hace el disimulado; cómo se sienta en la cabecera de la mesa y habla y mantiene la posición erguida e impenetrable mientras su mano derecha se va perdiendo en busca de mis muslos.
Hoy estaba en el mismo restaurante un amigo íntimo de mi marido. Me vio desde que llegué y de inmediato se levantó para abordarme y ejecutar el ritual de siempre: presentar a su esposa: una pobre mal cogida que se hunde en su plato de sopa, y preguntar qué tal va mi último proyecto, sin escatimar energías en buscar estérilmente a mi marido: “¿Y Fer, vienes con él; me encantaría saludarlo”? Y esas palabras para mí, en ese instante, me ponen en un estado entre alterado y sórdido, mientras le respondo con desparpajo y cinismo que no, que en esta ocasión vengo sola; y veo a la beata de su mujer sonriendo a medias, completamente convencida de que su vidita es lo máximo porque tiene tres propiedades a su nombre y le hizo dos hijos a su esposo, quien a su vez me mira con circunspección porque ya le han llegado rumores de que soy una piruja, y lo peor: que su amigo, mi esposo, lo sabe, y no se inmuta. ¡Qué barbaridad!
La señora se despidió de mí con desgano, pero envidiosa. Yo me encaminé a la mesa de Pedro sin prestarle demasiada atención, esperando al primero que se quisiera vender como un caballero y me cediera el lugar, sin embargo, supongo que Pedro ya se ha parado el cuello y les ha advertido que soy su amante… eso me emociona, me hace andar mucho más erguida y segura.
Algo pasa en el microcosmos de las amantes que en el escenario más frío nos importa un bledo que la honra del esposo sea pisoteada, pero la reputación del tipo que nos coge debe quedar incólume.
Yo no entiendo mucho de los temas que circulan en la mesa de un ramillete de doctores, pero sí de las reacciones químicas que suceden en nuestro cuerpo cuando nos sentimos en el umbral del peligro a ser descubiertas.
Lo que pasa en la puesta escena pública se desmorona cuando subes la pendiente de la soporífera realidad.
Hoy es uno de esos días que, en lugar de llegar victoriosa a casa, con el arma ensangrentada por el crimen cometido en esa cama ajena, me precipito hacia un torbellino de ansiedad.
El alcohol es un cómplice eficaz que adormece la culpa. La borrachera es la mejor amiga de la liviandad: mis amigas más mojigatas sacan sus artes más putañeras con cuatro copas de gin encima, así como mis amigos más machos y mochos tuercen el pitón izquierdo y se le arriman a su camarada próximo. Pero, ¿qué pasa cuando la adrenalina se queda en el guardapolvo?
Te das cuenta de que ni mil falos simultáneos tienen el poder de llenar los huecos de una señora insatisfecha.
Llegué a casa triunfante, después de que Pedro interpretó su mejor papel de donjuán. Cogimos en un sillón que estaba en la terraza del restaurante, mientras los no fumadores se quedaron en la mesa, bebiendo, pero sobre todo imaginándose la escena que estábamos viviendo su colega y yo: la esposa del arquitecto.
No tengo cabeza ahora para describir a detalle el desarrollo del día; lo que sí diré, y espero que la resaca se lleve para siempre, es que me estoy yendo de bruces por Pedro. Es la primera vez que me pasa en todos estos estos años.
Tomaré un Alka Selltzer y dormiré abrazada de Fernando.
Mañana todo volverá a su sitio. Este mal viaje es a causa del tequila, es el maldito diablo que se nos mete cuando uno va por la vida en una cuerda floja sin red de protección.
Despertando volveré a ser la misma, y no sentiré esta resequedad interna.
No estoy para estos raptos sentimentaloides: recuerda bien, Anais: El que se enamora, pierde. Es una vulgar trampa judeocristiana de mierda.