Capítulo 5
Muerto el rey, que reviva la reina
Anais tenía un amigo pintor que padecía una extraña enfermedad autoinmune. Siempre que lo veía, observaba cómo se pinchaba en el ombligo unas vacunas turbias que algún médico homeópata le recetaba. ¿En dónde lo había conocido? No se sabe. La vida… y como la vida es más bien aquello que recordamos y no lo que realmente vivimos, supongamos que lo conoció en una exposición, en donde generalmente se conoce a los pintores.
Sus cuadros eran oscuros, lo suficientemente tétricos para que ningún político de paso lo encumbrara al colgar su obra en la sala, pero a Anais le gustaba relajarse viendo cómo Fabio pintaba. Era un hombre de pocas, poquísimas palabras.
Meses después de quedar viuda, y ya con la seguridad que el licenciado Senderos defendería como un perro su propiedad, Anais visitó a Fabio en un rapto de ansiedad. Le preocupaba el futuro: retomar su trabajo como decoradora, que no lo había aprendido en ningún lado, sólo leyendo libros de diseño y metiéndose en las casas de los amigos de Fernando.
Durante un tiempo hicieron la mancuerna perfecta: él construía las casas, ella les daba forma. Puede ser que en una de esas ocasiones conociera a Fabio, en las jornadas que dedicaba a buscar cuadros para colgar en las gigantescas moles que le pedían los clientes a su marido.
Tenía que levantar el vuelo, esta vez sin la facilidad del despacho. Sólo veía un contratiempo: en Puebla, muerto el rey, no vive la reina.
La reina pasa a un plano borroso, al menos hasta que pueda demostrar que ella es ella aún sin él. Cosa complicada en nuestra ciudad, en donde una mujer sola, divorciada, o peor: viuda y adultera confesa, se debe confrontar con las suspicacias de las esposas que hacen lo mismo pero que no han sido descubiertas, o con los camaradas de su muerto, dispuestos casi siempre a colaborar mientras haya un intercambio sexual de por medio.
–Bueno, dijo Fabio, ya te tienes que mover. Rápido, la vida sigue, es más: recomienza, que es mejor, porque ya la conoces.
En el estudio de Fabio, Anais podía ser ella misma; no la vampiresa ni la mujer imbatible que jamás se daba permiso de mostrar debilidades. Tomaba vino y fumaba como demente viendo cómo el pintor aplicaba los colores sobre el lienzo.
–Ahora estoy sola. El otro también se fue al carajo.
–¿Cómo? ¿Desapareció?
–No. Yo le dije que ya, hasta ahí. Andaba con él porque estaba aburrida de dormir con un autómata. Era un puente, y lo sabía. Estábamos de acuerdo en eso. Aparte tampoco me enloquecía: demasiado güero, torpe para hablar, lo único que nos unía era la soledad mutua, y el vino. No me duele, me vale madres francamente. Además, recuerda: una jamás debe de quedarse con el que te ayudó a dinamitar todo. No funciona, la cosa dura mientras haya un engañado.
–¿Qué harás? No sabes estar sola.
–No es que no sepa, no me gusta. No me soporto mucho rato. Igual y lo intente. Ahorita lo que urge es jalar y establecerme sin Fernando, y aguantar las embestidas de su familia. Me caga: el próximo debe ser huérfano ya.
–Un hombre más grande entonces.
–Claro, Fernando siempre me quedó chico. Se oye horrible, pero es la verdad. Todo el tiempo oyendo a esos mamarrachos que cantan ópera deslactosada, ¿Il Divo, se llaman? Pensando que oír esa basura le daba conversación con sus clientes sesentones. Si no era eso, era pegarse a las consolas de DJ que se trajo cuando regresó de Alemania, fantaseando con que algún día iba a montar su bar de música house en Cholula como si tuviera 20 años. Fer era un buen hombre, pero los buenos hombres sólo enamoran a sus madres. Dan hueva.
–¿Y sus noviecitas?
–Una apareció en el velatorio. Pobrecita, esa sí lloraba, yo francamente no podía. Lo quería, claro, pero era más cómo un amiguito, un compañero de trabajo. La flaquita esta se me acercó con la cara fruncida, me abrazó y me dio el pésame. Te juro que estuve a punto de decirle que mejor ella recibiera mis condolencias. Sí se echaron un par de años. Siempre me dio curiosidad saber cómo se la cogía Fer. ¿Le ponía a il Divo a todo volumen para calentarse?
–No tienes madre, todavía está fresco el Fer.
–¿Y eso qué? Quedamos bastante en paz. Él no tenía ningún problema conmigo, te digo: éramos roomies.
–¿Jamás se puso mal con lo de Ruy?
–Cuando se las empezó a oler andaba muy paranoico; me espiaba, hacía rabietas, pero luego, cuando me confrontó y lo negué se quedo quieto. Tampoco quería pasarme de la raya. Fabio: no teníamos tensión sexual. Yo no le gustaba y él tampoco a mí. Fuimos una buena alianza. Ya para cuando me cachó las fotos con Ruy, no pude seguir diciendo que era mentira. Sólo me pidió que no me anduviera exhibiendo para no quedar como un pendejo. Y tú sabes que así lo hice. Puros baresuchos y hoteles. Se fue tranquilo. Le ganó la ambición.
–¿Quieres otra pareja, así, para vivir?
–Creo que sí. No es tan fácil, a ver quién se echa el tiro. La quemada que medio mi cuñada con sus pinches amigas del café no interfirió porque Fer estaba vivo, vivo y de acuerdo (tácitamente, pero ahora soy la puta del pueblo hasta que me vean con algún “rifado” que meta las manos al fuego por mí.
–N`ombre, mañana otra se resbala y tu chisme se apaga.
–Cosa que me vale madres, sinceramente. Lo que sí, es que necesito a alguien. Tengo 45 años, Fabio… la hormona está inquieta.
–Eso es fácil de aplacar. Es lo de menos.
–No, ya en serio, no creo aguantar mucho tiempo sola. Quiero algo estable de nuevo.
–Lo dudo. Entraste a una ruta sin retorno.
–¿Cuál?
–La de la amante. En esta vida hay dos tipos de personas: los amantes y los castrados. Los sensuales o los adaptados. Tú no podrías volver a montar la casita feliz para hacerle a la faramalla con otro Fernando. No, así no es. Descubriste que una persona no da todo lo uno necesita. Y con amante no estoy hablando de vivírsela en la golfería, sino de amar, de vaciarse, y claro, de irse de bruces para volver a darse contra el piso.
–¿Y qué procede?
–Te voy a decir algo que escribió Marguerite Duras, ¿la conoces?
–Ni idea.
–Hay que amar mucho a los hombres. Amarlos mucho para amarlos. De no ser así, resulta imposible, porque son insoportables.
–¿Tú los amas? ¿Has sido amante de tus hombres?
–No, yo soy castrado, adaptado. La mayoría de los hombres lo somos. Sólo que no se confirma hasta que llega una (o uno) como tú, y salimos corriendo por miedo.
Castrados, niña: ¡Sin huevos!