Capítulo 37
SANCHOS
Fernando aprovechó la ausencia de Lupe para instalarse en su estudio. Se encendió un puro dominicano, cosa que estaba estrictamente prohibida por su esposa, ya que no soportaba la peste a humo.
Hacía años que no echaba a andar la vieja consola Stromerg Carlson que mantenía en perfecto estado gracias a los anticuarios del barrio de los sapos que le surtían las agujas originales.
La música se había apagado en esa casa desde que el último de sus hijos se casó.
Lupe aborrecía los ruidos ajenos a los de la cocina. Sólo soportaba el revolotear de la licuadora y el zumbido de la podadora del jardinero, por eso cada vez que su esposa se iba a la jugada con las amigas, Fernando aprovechaba para meterse en el estudio para desempolvar sus discos y ponerlos a sonar como en los tiempos en que su padre compró la consola.
¿Cómo había sido posible que una mujer tan distinta él, con gustos tan ajenos, se hubiera convertido en el centro de su vida? Lupe, la inmaculada y perfecta, la jueza implacable de la moral ajena, la verduga de sus hijos, la mujer que no pudo controlar desde que le puso una argolla en el dedo.
Sacó de su librero un disco de Elis Regina que le encantaba desde que tenía veinte años.
Uno de los sueños más grandes de Fernando había sido viajar a Brasil para hacer negocios con los madereros que explotaban el Amazonas. Amaba el portugués desde que veía a su madre embebida viendo Tieta y otras novelas de por aquellos rumbos.
Fernando nunca quiso formar parte del negocio familiar. Fue un rebelde en sus tiempos mozos: asistió a Avandaro, roló por el mundo saliendo de la universidad, tuvo frío y hambre mientras viajaba, pues su padre no apoyó jamás que su primogénito formara parte de esa corriente de jipis descarriados que se masturbaban con la idea de cambiar el mundo.
¿En qué momento perdió la locura y se ajustó a los cartabones sociales de los poblanos?
Para cuando volvió de su ronda europea, la fábrica de textil lo esperaba para convertirlo en un hilo más, en un peón de categoría que debía sacar adelante las fantasías de algodón y plata de su viejo.
Junto a la consola conservaba un sillón art decó que había adquirido casi regalado en la venta de garaje que organizó la señora Mora cuando su marido fue arrollado por una madrina que transportaba carros.
El estudio olía a libros viejos y al perfumillo que dejaba el limpiador de muebles que le hacía poner Lupe al escritorio y a los libreros.
Le gustaba Elis Regina porque le recordaba su aventura con Narda, pero también a Lili Porte, la vecina viudita del centro que asaltaba por las tardes, cuando llegaba de la fábrica con el pelo ceniciento de restos de algodón y el estómago vacío.
Su padre, que había sido un niño de Morelia, no aceptaba pretextos ni remilgos: aunque para la época en la que él nació ya había amasado una buena fortuna, don Rómulo era implacable a la hora de comer; nadie que haya vivido la hambruna y la guerra puede permitir que sus hijos dejen un solo bocado en el plato.
Por eso Fernando cuidaba hasta el último centavo que le entraba, cosa que le molestaba sobremanera a Lupe, soberana del desperdicio y la frivolidad.
Se recostó sobre el sillón de cisnes mientras propinaba profundas bocanadas a su puro.
La voz enigmática de Elis Regina, mezcla rara de perdición y sensualidad, lo devolvían a las jornadas dionisiacas con Narda.
¿Cómo hubiera podido ser su vida si en vez de embarcarse con Lupe, hubiese aparecido Narda con toda su desfachatez y sensualidad?
¿Habría desafiado las convenciones familiares?
¿Sería feliz?
¿Lo había sido genuinamente después de Avándaro y luego de descubrir los secretos lúbricos de Narda?
¿En qué momento Lupe sufrió esa metamorfosis atroz que la llevó a ser el adefesio que ahora era?
Se sirvió un brandy y dio vuelta al disco.
En eso escuchó la vibración de su teléfono a lo lejos. Contestó cuando vio el nombre: el mismo que lo había conducido a sumergirse en la melancolía esa tarde.
–Tina, cómo estás.
–Fer. Sólo te marco para decirte que ya picó. Lupe está absolutamente desconcertada. Jura que tienes comunicación con Narda.
–Está bien. No hizo falta hacer demasiadas olas. Justo hoy la descubrí con una foto de Las Vegas en la recámara. Se puso nerviosísima cuando le pregunté quién la tomó.
–Sí, sí. Me conto todo eso. Iba llegando a la jugada.
–Es tan predecible… pobre mujer, está completamente deschavetada ya. Me da lástima.
–Pues que no te dé, porque ella no se ha tentado el corazón para poner en picota a medio mundo.
–¿Hablaste con Narda?
–Sí, y no te quiere ver. Yo te digo la verdad porque antes que Lupe, tú fuiste como mi hermano. Narda no va a contarte nada. Es mejor persona de lo que muchas aspiran a ser.
–Sí, dentro de esa bestia erótica hay una inmensa nobleza.
–De todos modos, le dije que viniera el sábado. Aceptó. Pero no esperes sacar información de ahí. Yo ya te dije lo elemental, y créeme que me avergüenza hacerlo cuando Lupe está así de mal, sin embargo, hay que frenarla o se va a ir al acantilado con lo poco que le queda.
–¿Qué le queda? Sus falsas amigas de la pulga, su gato y el padre Orozco.
–Y tú.
–Y yo… lamentablemente tienes razón. Me enteré muy tarde de sus puterías. Ya para qué voy a arremeter si soy un jubilado de la vida. No me queda más que jugar un poco con su mente de vez en cuando.
–Yo creo que debes encararla un día. Nada más para darle una prueba de su propio chocolate.
–Está vieja. No es ni la sombra de lo que fue. Y algo más: es una huérfana de su hijo favorito.
–Puede que tengas razón. Ahora no es lo más prudente. ¿Sabes por qué te confesé lo de Juancho? Porque Narda me contó lo que Lupe planea hacerle a Anais. No lo permitas, Fercho.
–¿Dijiste que el sábado citaste a Narda?
–Sí.
–¿Sabe que voy a estar ahí?
–Claro. Narda odia las sorpresas.
–¿Y qué dijo?
–Que estaba bien. Que le va a dar gusto saludarte.
–Le doy lástima, seguramente.
–Tuviste el chance de cambiar las cosas, pero como a todos tus amigotes, te dio miedo.
–Lupe no sabría qué hacer sin mí.
–Fernando carajo… Lupe sabía perfectamente qué hacer sin ti… Cogerse a tu socio, por ejemplo. Ah, también me dijo que se habían visto en el funeral y que restablecerían los negocios.
–Eso fue antes que me contaras que fui el cornudo más grande de Puebla.
–¿Te ha llamado? ¿Juancho?, después del velorio.
–Sí, por supuesto. Mañana viene a desayunar.