Así como hay comidas inolvidables, hay comidas que nos marcan de por vida.
Todo empezó en la casa de mi tía Virgen, medica parturienta que tenía un sanatorio en su casa de Corregidora, colonia Moctezuma, en el Distrito Federal.
Era una casa larga como una solitaria. Ella, mi tía, siempre vestía de negro: del huesito hasta el cogote.
Menuda, chiquita, muy delgada, llena de arrugas, se pintaba los labios de rojo carmín y tenía ese aire de quien se siente superior por el dinero guardado debajo del colchón.
Adivinó el lector: era tacaña y prestaba pesos mexicanos con brutales intereses.
Una tarde de los años sesenta, mi Mamá Guillitos me llevó a comer a la casa de su hermana Virgen. Mi abuelita era todo lo contrario a este ejemplar. Era buena, generosa, puro corazón.
Me dije que la comida sería un fracaso cuando al sentarnos a la mesa se escuchó un mugido como de vaca. Mi abuelita y yo volteamos a ver a mi tía. “Es una parturienta que llegó anoche”, nos dijo. Y dirigió sus pies y sus zapatillas de veinte centímetros a donde se encontraba la mujer.
Dos minutos después, regresó con las manos sangrando. “Ya va a estar tranquila”, escupió. Imaginé lo peor. Supuse que mi tía la había degollado con sus manos de hermanastra. De hecho, al momento de escribir estas líneas ignoro lo que hizo.
Con las manos sucias empezó a servirme “un rico guisado de pollo”. Eso me dijo. Me puso un huacal y el pescuezo. Ella y mi abuelita comieron en cambio un adobo de cerdo.
Al momento en que puso el guiso ante mí, me llegó un olor a zopilote echado a perder. No dije nada. En esos años jamás decía nada. Era lo que se dice un mártir del calvario.
Al darle la primera cucharada, el olor a zopilote se convirtió en el sabor de un tlacuache sacrificado diez días atrás.
—¿Está rico? —me preguntó la agiotista.
Dije sí, y me sirvió otro huacal.
Estoicamente me comí el guiso de esa mujer perversa.
Al día siguiente, una comezón invadió mi cuerpo. Empecé a rascarme como el Che Guevara en Bolivia, luego de beber su propia orina. La comezón se incrementó hasta llegar al sarpullido. Tuve fiebre tres días seguidos. Finalmente empecé a cambiar de piel como una víbora. Ahí fue cuando perdí para siempre los vellos de mis manos y de mis piernas. Y vaya que era velludo.
Supe que me había intoxicado por el guisado de huacal y pescuezo. Con el tiempo fui armando la trama. La señora que le ayudaba en la cocina me informó que mi tía, en su avaricia histórica, congelaba la comida para dársela al primer pendejo que se sentara en su mesa.
El pendejo de esos días fui yo. Mi guiso tenía más de un mes en el refrigerador Kelvinator de color rosa,
Jura que cuando puso a calentar mi hongo de pollo, mi tía se tapó la nariz y casi se vomita en la cazuela.
Volví a su casa con el tiempo.
Esta vez no le acepté ni el saludo. Ella me miró con un odio concentrado.
Cada vez que miro mis brazos desnudos sin pizca de vellos pienso en un huacal, un pescuezo, un mugido como de vaca y las manos llenas de sangre de mi tía Virgen.