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sábado, noviembre 23, 2024

La Amante Poblana 7

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CAPÍTULO 7

La viuda alegre

Recuperar el lugar que había ganado le costó muchos esfuerzos.

Todos sus clientes fueron, de alguna u otra manera, recomendaciones de su marido, aunque una vez encaminados los proyectos, la gente se daba cuenta que Anais tenía una sensibilidad distinta a la Fernando. Ella sabía dónde poner cada cuadro, qué tipo de mueble contrastaba con las celosías y los pisos. Pero en Puebla es complicado que una mujer se abra paso sola, más si fue iniciada en los negocios por su esposo.

Verificó su agenda y vio que quedaba pendiente la cita con Roberto Santos, un empresario que hizo fortuna de la noche a la mañana y llamó a Fernando para construir su casa.

Con todo el desgano del mundo tomó el celular y le llamó directamente. Éste le tomó la llamada de inmediato y la citó en su oficina ubicada en el quinto piso de la misma torre en donde despachaba su abogado.

¿Cómo debería presentarse a la reunión? Si es bien sabido que, hasta la fecha en Puebla se espera que las viudas vayan por ahí, con un semblante de inframundo, despeinadas y famélicas; todo en aras de que no se empiece a correr el rumor de que la viuda anda sola y ya está buscando reemplazo. Sin embargo, a Anais le importaba un bledo lo que opinara la gente, y menos las secretarias y los jóvenes que pululan en los despachos de esa clase de empresarios que, por ósmosis, se han hecho dueños de media ciudad gracias a las facturas hechizas y al lavado de dinero.

Se puso una falda, no muy corta, no muy larga, pero sí entallada. Una blusa de cuello de tortuga y un blazer. Tacones.

Anais no era ella misma sin montarse en unos zapatos que, por lo menos, la pusieran justo al horizonte de la mirada de los otros.

Llegó puntual a la cita. Se bajó de su carro y pasó por todo el ritual que exige la administración del edificio para poder ingresar, cuando una mano la tomó por el hombro. Era el licenciado Senderos.

–¿Qué hace por acá? ¿Tenemos reunión? Va muy bien tu asunto.

–No, vengo a ver a Santos. Ya sabes, hay que retomar lo que se quedó a medias.

–Ese cabrón es un pillazo de siete suelas. ¿Qué negocios tienes con él?

–Fernando le construyó su casa y alcanzó a entregarle la obra. Faltan los interiores. Y es cuando entro yo.

–Ya me imagino la casa que se ha de haber hecho. Un cubo de leche minimalista frío como se estila en La Vista.

–Ándale, algo así, pero depende cómo la decore para quitarle lo frío.

–Seguro la va a querer llenar con esculturas gigantes de Marín. Todos en Puebla se la croman a ese cabrón.

–Ojalá no me pida marines. Llevo seis casas metiendo sus cabezotas y no a todas les queda, pero las que se ponen necias son las señoras. A fuerza quieren tener lo mismo que las amigas, lo mismo, pero más grande. Se proyectan en sus miserias conyugales, supongo.

–Que te pague bien ese pinche ladrón, no te me vayas a apendejar. Ahora que estás sola van a querer marearte.

–Ya sé, pero no te preocupes. Santos no es nada miserable, solamente espero que no me ponga a tratar con la esposa, porque si es así, ya me fregué. No tengo buena relación con las mujeres.

–Te odian.

–Me odian, sí.

–Te ven como una amenaza, y espérate, ahora que estás sola de nuevo… pues suerte. Si tienes tiempo pasa a mi despacho cuando termines, sirve que me firmas un poder.

Salió del elevador y fue directo a la recepción, en donde una secretaria cuarentona y mal encarada escaneó cada parte de su cuerpo.

–¿Anais qué?

–Anais. Él sabe, tengo cita.

–Sí, ya vi. Siéntese, voy a anunciarla.

La puerta del privado de Roberto Santos se abrió  violentamente. De las entrañas de esa oficina apestosa a lavanda salió un diputado que había tenido tratos con Fernando.

En cuanto la vieron sentada, ambos hombres se acomodaron el saco y fueron a saludarla.

–Anais, qué gusto. Oye, qué pena lo de mi Fer, caray. Era un tipazo. ¿Cómo estás llevando todo?

–Gracias, sí. Todo bien. Pues así es la vida, ¿no? Hay que seguir.

–Oye, lo que se ofrezca, eh. De verdad.

Roberto la abordó, tomándola arbitrariamente por la cintura. Anais trató de zafarse, pero su cliente se aferró a no quitarle la mano.

–Pásale, Ana. ¡Ahí te busco, en la semana, compadre!

Sobre la mesa de la oficina descansaban dos vasos de wiski.

–¿Qué te tomas, amiga? Oye, pues te veo muy bien, digo, tomando en cuenta que está reciente lo de Fernando. ¿Cómo te tratan los Amaro?

–Todo bien. Pero prefiero no hablar de eso.

–¿Quieres una copa, agua, café?

–Lo mismo que estás tomando, está bien.

Roberto sacó un vaso old fashion y le sirvió el trago.

–Es raro que una mujer te acepte una copa, y más en la oficina.

–Es raro, pero no debería de serlo. Las mujeres tenemos los mismos antojos que los hombres. Me gusta el wiski, pido wiski, y ya está. No le veo nada de malo.

–Claro que no, pero desgraciadamente hay un prejuicio.

–Muy tonto, diría yo. Bueno, Beto, necesito saber si ya reanudamos el tema de la decoración, te traje estas propuestas que ya tenía listas desde antes que Fer muriera.

 

Roberto tomó el usb y lo conectó a su computadora, abrió el archivo sin demasiada emoción, más bien estaba fijándose en las manos de Anais, en como tomaba la copa y la regresaba a su lugar.

–Ah, pues se ve muy bien. Pero ya sabes que en estos temas las mujeres son las que mandan. Le voy a decir a Lety que te llame mañana mismo para que ella escoja.

–A ver, Roberto, voy a serte muy franca: yo sé que la casa es de los dos, y estoy absolutamente de acuerdo en que la pareja elija, finalmente es casa de ambos; sólo quiero pedirte algo: lo de los dineros lo veo contigo, y por favor: hay muchísimos escultores en México: no me vayan a pedir cabezotas de Marín. Media Vista las tiene. Te lo digo en serio; déjame proponerte más artistas.

–Por lo del dinero no te apures. Lo de los Marines sí lo veo en chino. Lety quiere a huevo una cabeza como las que tiene Tony en su casa.

Anais apuró su trago y dejo el vaso sobre el escritorio. Se sentía incómoda porque Roberto no atendió su proyecto, más bien se encaminaba a servirle otro trago y pasó de estar enfrente de ella a sentarse en la silla de junto.

–Ya no quiero más, gracias.

–Otra y ya. Acabas de llegar.

–No, de verdad, porque tengo que subir a ver a Senderos.

–¿Te está llevando la sucesión? Prepárate porque te va a cobrar las perlas de la virgen.

–No te apures, con lo que gane vistiendo tu casa con Marines y Timoteos saldo mi cuenta.

Anais se preparó para levantarse. Apuró el segundo trago de un jalón y se puso en pie, estirándose la falda con las manos.

–¿Sabes que tengo un fetiche con las manos de las mujeres?

–No, ¿por qué tendría que saber eso? La que tiene que tomarlo en cuenta es Leticia. Por cierto, no olvides mandarme su número para llamarle hoy mismo. Me urge sacar este trabajo.

Roberto le arrimó la silla a Anais para que pudiera salir, y justo cuando estaba pasándose detrás de ella, avanzó su cabeza hacia el cuello de ella en un movimiento más torpe que violento.

–Roberto, por favor, no te equivoques.

–¿De qué o qué?

–Voy a salir de acá tan tranquila como entré.

–Es que de verdad… Anais, te ves guapísima.

–Gracias, pero no te equivoques. Que esté sola no quiere decir que esté disponible.

–A ver, te voy a ser muy franco: una mujer en tus circunstancias, y acá en Puebla, necesita de alguien que la proteja.

–¿Protegerme de qué o de quién?

–De todo. Del mundo. Los hombres son cabrones.

–Empezando por ti, ya veo.

–No, perdón si fui brusco; somos adultos: tú te me has hecho interesantísima desde que te conocí, pero estabas casada con mi brother.

–Tan tu brother que mira; todavía no está suficientemente frío y ya quieres calentar a su viuda.

–Eres ruda, y eso no te conviene. Te van a querer hacer pedazos. ¿Por qué no comemos la próxima semana y platicamos?

–¿Sobre qué?

–Para conocernos en otro mood.

–Beto; voy a decorar tu casa. Si esa es la condición para que siga en pie lo de mi trabajo, déjame decirte que no soy una muerta de hambre.

–Por supuesto que no pienso eso, y tampoco estoy condicionando el trabajo, sí eres una profesional, pero quiero conocerte más. ¿Eso es malo? ¿Es por que Leticia está?

–Créeme que a mí las esposas me van y me vienen. Cuando un hombre se avienta como tú ahorita, quiere decir que la esposa es poco menos que un artículo de utilería, sin embargo, no, Beto. No estoy buscando quién me proteja.

–Piénsalo. En serio, no te ofendas. Comamos la otra semana.

–Roberto, comemos si quieres, yo como a diario con muchos hombres; con mis clientes, pero eso no quiere decir que terminando vaya y me los coja.

–¿A tú los coges?

–Es un decir. Tú me entiendes. Yo le llamo a Lety. Ahora si me das chance, me está esperando Senderos.

Anais salió de la oficina en medio de las miradas de las personas que estaba esperando en la sala.

Antes de que las puertas del elevador se abrieran, alcanzó a escuchar como una rubia de Dóckers y pañoletita de anciana, le dijo a su otra acompañante: “mira, ahí va la viuda alegre. Dicen que a su marido lo mató el amante. Creo que era un naco que manejaba un Uber”.

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