I. Marcel Proust
Hace 100 años murió el mejor novelista francés de la historia. No es poca cosa: antes de él, Chrétien de Troyes, Balzac, Stendhal y Flaubert. Después, Malraux, Camus, Yourcenar, Houllebecq. Nadie se le compara.
Escribió una obra monumental, en siete tomos: A la búsqueda del tiempo perdido.
El narrador es el propio Marcel. La novela comienza, cuando siendo un niño, está desilusionado porque su madre no va a darle el beso de las buenas noches, porque su papá se molestó por tanto apapacho. Al final cede y le permite no sólo que le dé el efímero ósculo, sino que pase la noche con él. Marcel se da cuenta de que su expectativa fue más intensa que el resultado inesperado, que debería haber sido maravilloso, pero no lo fue tanto. Lo había imaginado más intenso.
Así le va a ir en su vida de adulto. Entra en el círculo de los Guermantes (de la misma manera que Proust). Convive en los salones de una burguesía pretenciosa y decadente. Allí aprende sobre el amor, sobre las “intermitencias del corazón”. Enorme frase. El corazón se encela, se enamora, se desilusiona, se angustia, ama la posesión física, se tortura, sufre. El afán de posesión del ser amado -de la misma manera que Marcel niño quería “hacer suya” a su madre” termina siempre en el agua que se escurre de la palma de la mano.
Se enamora de Albertine, a quien cela sin cesar. Después de hacer el amor, la ve dormida y siente que es más suya así, inerte, en otro mundo, “como los animales y las plantas”.
En la escena cumbre, el narrador toma una magdalena -un dulce pan- con un té y el pasado se convierte en presente. La búsqueda de recuperar el tiempo ha concluido. El pasado se recupera, en su caso, por medio de la escritura.
Murió asmático a los 51 años, hace un siglo, el 18 de noviembre de 1922.
En los programas de la televisión francesa a él dedicados, la curadora de la exposición en su honor afirma: “Lean A la búsqueda del tiempo perdido. Es un viaje magnífico”. Un viaje deslumbrante por los territorios claroscuros del amor, agrego yo.
II. José Saramago
Nació el 16 de noviembre de 1922, dos días antes de la muerte de Proust.
Hice mi tesis de maestría sobre él. Creo que he leído todos sus libros, en español y en portugués.
Es autor de algunas novelas magníficas.
Memorial del convento narra la historia de la construcción del convento en Mafra, mientras Bartolomeu Lorenço inventa una passarola (una máquina de volar, primer avión) con la ayuda de Blimunda -vidente- y de su marido Balthazar Séte-Sois.
La balsa de piedra imagina que la península ibérica se separa de Europa. Sí, querido amigo de Hipócrita lector, España y Portugal se alejan del continente y se ponen a navegar por el Atlántico.
Historia del cerco de LIsboa y Manual de pintura y caligrafía nos enseñan cómo un simple “no” puede cambiar el rumbo de la vida de alguien -y el rumbo de la historia.
Levantado del suelo es la novela más política del escritor portugués, el primero en ganar el Premio Nobel de Literatura. Los habitantes de una comunidad, al contarle su vida, lo “levantaron del suelo”.
Ensayo sobre la ceguera vuelve a todos ciegos, menos a la mujer del protagonista. Es una amarga y lúcida reflexión sobre la condición humana.
La mejor, sin duda, es El año de la muerte de Ricardo Reis, deslumbrante homaneje a Fernando Pessoa, la gloria de las letras portuguesas.
Todas son obras de arte.
A su muerte, escribí para un periódico: “el predicador le ganó al novelista”. Saramago fue un comunista rabioso, un luchador social. Eso está bien. Pero empezó a querer dar mensajes a través de sus novelas y como diría Borges “si quiero dar un mensaje, mando un telegrama”. Novelas de tesis son malas novelas y así le pasó a Saramago con sus últimas obras. No critico su ideología ni su lucha social, pero cuando se convirtió en una gran figura, sus novelas decayeron. Murió el novelista y nació un predicador más. Mal para la literatura.
CODA
Muere Marcel Proust; casi el mismo día nace José Saramago. Dos grandes escritores. Dos universos literarios. La vida es efímera. Moriremos y alguien nacerá igual o más talentoso. No somos nada. Lo somos todo.