Capítulo 54
La negra mano de mi amiga
Cuando un hecho o un dato o lo que sea me causa una impresión fuerte suelo paralizarme. Ignoro cuánto tiempo estuve mirando la pantalla en blanco de mi laptop. Ya había sacado la USB y puesto todo en su lugar; sin embargo, algo me ataba a la silla ejecutiva de ese lugar antes tan familiar y ahora lleno de secretos intimidantes. Trataba de dar orden y coherencia a los acontecimientos de los últimos dos años, desde mi boda con Antonio hasta el nacimiento de Amaris, la llegada de la tía Estolia y la aparición siempre oportuna, aunque no siempre bienvenida, de Maribel, una mujer de mi edad que gustaba de estar con mi niña en lugar de criar hijos propios. También me pregunté cómo yo misma fui a caer en ese juego perverso del estudio de un conocimiento cuyo atractivo y complejidad había generado figuras como la del mago Alester Crowley, un loco manipulador, quesque ocultista y poeta, profeta y fundador de la secta de la Golden Dawn, y que mezclaba sexo y drogas en sus rituales. Que Catalina, una viuda solitaria y necesitada de atención cayera, me parecía hasta natural. Julieta también, quizá en búsqueda de un milagro para su mala situación matrimonial. Además, le encantaba el sexo desquiciado, imprevisto, con o sin drogas, de preferencia bañado de alcohol y riesgos a la salud. Esa conducta era la más distante a la de una buscadora de ángeles, al menos no los de luz.
También recordé que me había robado frutos de mi planta de pong pong. Ahora sabía que su marido se enteró a tiempo de que de seaba envenenarlo y por eso la secuestró. Nunca llegó a conocer a fondo a la mujer que fue su esposa por casi 20 años. No reconoció sus alcances, sus mañas ni el poder de su decisión de dejarlo.
Desde siempre se me figuró que ese tal Harper era un imitador pobre de Alester Crowley. En la información de la USB venían también los expedientes que recabó la fiscalía de cada uno de los integrantes de la Secta del Sigilo, como titulaba Antonio a esas carpetas.
De Harper se decía que su verdadero nombre era Jaime FC Martínez. Un aspirante a escritor, que había publicado —sin éxito comercial alguno— dos o tres novelas sobre la mala relación con su madre, a la que culpaba de su fracaso en la vida. Un amigo escritor lo inició en el tema de la magia. Ese fue el principio de todo: el tipo se dio cuenta de lo fácil de enganchar mujeres solas y sacarles el dinero mediante mentiras y promesas vacuas.
En la USB había fotos y fotos sobre el proceso de construcción del sigilo, las ceremonias de iniciación de las hijas de la luz, la invocación de todos los ángeles, incluidos el caído. En una segunda memoria encontré videos de vigilancia de la casa. Era evidente que todo lo grabaron de manera clandestina, y conservaban el material en ese dispositivo para que nadie pudiera hackearlo.
Aún después de recuperarme del primer impacto, tardé varios minutos en superar el marasmo en el cual me sumió contemplar la grabación que me involucraba. Aún hoy no puedo alejarla de mi mente, como si la estuviera viendo una y otra vez.
El video muestra a Catalina y a Harper, al inicio de una ceremonia, vestidos con túnicas distintas a las de costumbre. La cámara se pasea por el recinto. Las imágenes de ambos se repiten en diversos ángulos pese al movimiento de la cámara. Hay espejos por todas partes.
La ceremonia continúa. Alguien cubre el sigilo con una manta blanca. Un rápido acercamiento me permite verlo como una piedra de sacrificios más que como un portal angélico.
Harper trae de la mano a una mujer desnuda. Parece drogada. El cabello suelto le cubre la cara. La sube al sigilo, la acomoda, y se aleja. Un hombre con una erección poderosa se sube al sigilo, la penetra y tiene sexo con ella por unos 10 minutos. De repente la cámara toma los rostros de quienes realizan el acto sexual. Somos Antonio y yo. Cuando él termina, acomoda mis piernas de manera que queden flexionadas. Harper y Catalina nos observan. Las demás mujeres entonan cánticos en el idioma extraño que todos hablan menos yo. Antonio me cubre con una sábana blanca de satín y se une a Harper y a Catalina. Unos minutos después, Antonio me baja y se va conmigo.
Luego se ve a Harper trayendo de la mano a otra mujer desnuda, drogada. La coloca sobre el sigilo y tiene relaciones con ella. Su identidad me deja pasmada. Es Esperanza. Cuando se retira de ella, Harper acomoda las piernas de la mujer, la cubre con una sábana blanca de satín y transcurridos unos minutos se la lleva. La tercera mujer es Julieta. Ahora su amante es un hombre tatuado, de espaldas musculosas, el cabello negro, ensortijado.
Cuando el negro termina con Julieta, le acomoda las piernas y tras unos minutos la retira del sigilo. Los participantes empiezan a salir de uno en uno. Los últimos cantos se escuchan a lo lejos. Queda el recinto solo. En ese momento, aparece la empleada de Cata llevándome de la mano. Voltea para todos lados. Me obliga a subirme. Me abre de piernas. El hombre musculoso de los tatuajes entra al espacio del sigilo.
Está a punto de violarme cuando una luz intensa impide seguir viendo lo que pasa. Sólo se escuchan gritos. Tras unos minutos sin imagen, la cámara capta a Catalina y a Harper tratando de revivir al joven. Sobre el sigilo, mi cuerpo parece estar cubierto por una presencia luminosa. Catalina y Harper intentan arrastrar al joven sin éxito. La empleada se estruja las manos. Antonio entra en ese momento y al ver lo que han intentado hacerme, me toma en brazos y sale conmigo de ese lugar.
Aún ahora, al recordar las escenas, siento la necesidad de agarrarme la garganta, presa de la angustia. ¿De qué se trató ese ritual? ¿Para qué grabaron la ceremonia? ¿El acostón triple era para ver cuál de todas quedaba preñada con un ángel?
Desde la primera vez que vi el video, recordé esos espejos en las paredes y sobre el techo, la cama dura. Me di cuenta, desconsolada, de que el lugar que mi memoria frecuentaba no era un motel. Era esa cámara de la muerte, y mi tálamo había sido el sigilo, el lecho infame en el que pase los 10 minutos de mi noche de bodas con Antonio.