Capítulo 41
Ángel del desierto
A partir de la visita de Cata, todas mis convicciones sobre la vida empezaron a resquebrajarse. Nada a mi alrededor era firme, sin obstáculos. Mi madre solía decirme que yo me parecía a una liebre: siempre con las orejas paradas pero nunca oía al coyote que me salía por atrás. Quizá esa sensación de ser medio inútil o muy frágil fue lo que me llevó a casarme tan joven. Pensé que en el matrimonio hallaría mi nicho, aquello que yo tendría a mano y podría controlar. Y después de haber sentido a un lobo de carne y hueso resoplándome en la cara, podía afirmar que mi madre siempre tuvo la razón. Ahora, ni la tía ni Maribel me convencerían, ni jurando sobre la Biblia, que estaban de mi lado. La tía por ser la devota fan de mi marido. Al paso de los años, esa pequeña y enteca mujer se había vuelto su tapadera, su rémora, su resuelve-pleitos y broncas del tipo que fueran. Y, en términos de esa adoración, yo resultaba un problema a resolver.
En cuanto a Maribel, seguía siendo un enigma, no sólo para mí, sino para toda la comunidad de parientes y amigos de nuestra familia. Siendo una mujer hermosa, de cabellos color miel, con ojos a juego con el resplandor de su cabellera, los hoyuelos en las mejillas y su cuerpo esbelto y grácil –con unas nalgas redondas y breves que más de una vez habían atraído como un imán la mirada de mi marido–, su destino era estar en el servicio a los demás (o eso parecía). En esos días no me hubiera extrañado oírla decir que regresaría a su congal o a su convento, ambos sitios de renuncia y entrega a las necesidades ajenas. Mientras, se la pasaba jugando con Amaris, justo en esa época borrascosa de los primeros pasos, las primeras caídas, los gritos y berrinches al momento de sentir que algo o alguien se interponía entre ella y su meta inmediata. Amaris no era propiamente una niña berrinchuda. En esos tiempos de la primera independencia jamás se tiró al piso en pleno mimiquis, ni explotó en llanto cuando se le negaba algún placer inesperado, como una paleta o un viaje en los caballitos mecánicos del centro comercial. Su nana-enfermera la seguía a todas partes y yo podía escabullirme con Antonio a nuestra recámara sin angustias ni culpas por abandonar a la pequeña para despojarme de las ropas y sentir el embate de nuestra sangre explotando y humedeciendo y resbalando como resbalaban las manos de mi marido por mis pechos y mi vientre sudorosos.
Dos días después de la visita de Cata, me encontré a Maribel en la cocina. Era casi medianoche y ella estaba ahí, en la oscuridad, mirando a través de la ventana el cielo sin sombras de la luna nueva. Tenía un vaso en la mano. Parecía hipnotizada de tan atenta a algo oculto en la negrura de la noche. No quise interrumpir su momento de arrobo. Salía en reversa cuando escuché la voz de mi huésped. Hablaba en ese lenguaje extraño con el que se dirigía a mi beba. De pronto, un halo de luz pareció envolverla. La luz se fue desvaneciendo poco a poco. De nueva cuenta la oscuridad engulló su figura parada a mitad de la cocina. Llevaba los pies desnudos y un camisón de volantes. Parecía una figura antigua, como esos ángeles de los nacimientos que se fabrican en Amozoc.
Ignoro por qué aguanté todo ese tiempo ahí, observándola. De pronto se dio la vuelta y me miró en la penumbra metálica de mi ultramoderna cocina.
–Catalina vino a contar una historia a tu esposo. Recordé en un chispazo el spree de acostones previos a mi matrimonio. Cata y sus compinches nos habían sacado la sopa entre shots de tequila y dos o tres mollys. Esperanza insistió en que probáramos esas pastillas mientras confesábamos “nuestros delitos”. Esa fue la primera noche en que Julieta, toda empastillada, aceptó salir con Harper directo a su cama. O eso me contó ella después. Yo le oculté el hecho de que, a pesar de que yo también estaba bailando encima de una de las queridas mesas del salón de Cata, Harper intentó tocarme. Quería “compartirme su fuego”, o eso decía el muy sangrón. Pero aún borracha jamás me hubiera ido a empiernar con ese asqueroso. Siempre me negué a sus avances. Incluso alguna vez le solté una cachetada por tentón. Nunca le dije nada a Julieta. Sabía que yo le llevaba la ventaja de la juventud y, por qué no, de la actitud. Porque hasta ese entonces yo era una chica despreocupada y volátil. No hacía compromisos con nadie ni tampoco deseaba amarrarme con promesas a nada. Julieta, en cambio, debía mantener cierta mesura –que tampoco era mucha– antes de seguir las farras. Su marido era un capo norteño, un jefe de jefes peligroso. Según me contó, desde el inicio de su relación la había “firmado”, es decir, la convirtió en una especie de esclava sexual a cambio de una vida de lujos, viajes de estudios, recursos ilimitados para tener material de investigación en su rama, la angelología.
Julieta había sido feliz unos años. Hasta que una volcadura de auto le arrebató el brazo izquierdo a su marido. Desde entonces el infierno se había desatado entre marido y mujer. Los celos esquizofrénicos del tipo lo habían llevado a ponerle guaruras, a seguirla con un GPS en su auto, a negarle el dinero y a exigirle que le diera un hijo. En ese momento Julieta le pidió el divorcio. Le dijo que jamás tendría un hijo ni con él ni con nadie. Que a ella nunca le podrían cobrar el costo de la sabiduría con su propia sangre.
El marido enloqueció. Por supuesto, le negó el negocio y le cerró la llave del dinero. Un tiroteo posterior lo dejó sin la pierna izquierda. Entonces el hombre dijo que su esposa era una bruja. Que nada de ángeles. Ella tenía pacto con el diablo. Y en un operativo perdió tres dedos de la mano que le quedaba.
Por ahí decían que se la pasaba en los burdeles, bebiendo y golpeando con el muñón de su pierna izquierda y con un chicote hábilmente manejado con los dedos restantes de la mano derecha a las mujeres que se resistían a complacerlo. De aquellos lugares salía completamente briago y con sed de venganza. Quería matar a los que no habían muerto en el accidente, en el tiroteo, en el operativo. Por supuesto, y por encima de todo, quería matar a su esposa. Esa impostora de ángeles que era en realidad una bruja que se lo estaba devorando a pedazos. Y cuando una prostituta –harta de los golpes, las quemaduras de cigarro y las burlas– aprovechó que el monstruo se quedó dormido para castrarlo, la furia del hombre llegó a un extremo de silencio y recogimiento. Pensó en vengarse de Julieta. Con lo que le quedara de su cuerpo y de su tiempo en la tierra.
Julieta sabía eso, los ángeles se lo habían comunicado. Pero no le importaba en absoluto. Vivía lo más lejos de su marido que podía. Se compró el penthouse de soltera, se dedicó a recorrer bares, antros, picaderos, a arriesgar el culo y la cordura en su búsqueda de la verdad angélica.
Decía que bajar a los abismos acendraba sus capacidades de vidente. Pero nunca pudo ver, ni prever, que su marido acabaría encontrando la dirección del penthouse, que le pagaría un dinero inmanejable a la Francisca para que le abriera la puerta a su comando de hombres armados y se la pudiera llevar lejos, al lugar donde nadie la encontraría nunca. Ahí la dejaría morir de hambre y de sed, abominando de los ángeles y de su supuesta capacidad de verlos y hablar con ellos.
Salí del pasmo en que me sumieron los recuerdos y pregunté a la nana de Amaris:
—¿Y de qué trató la historia que Cata le contó a mi marido? —Maribel seguía sosteniendo su vaso de agua en la oscuridad de la cocina.
—Que Julieta escapó del lugar donde la llevó secuestrada el comando de su esposo. Que el señor se enteró de que su esposa había recogido unas semillas de pong pong de tu reserva, Valentina…
¿What? ¿De qué me hablaba esa gringa o rusa o polaca?
—Dice que Julieta entró en esta casa y agarró unas semillas de pong pong para matar a su esposo. Él lo supo y la mandó secuestrar. Y también juró que te mataría a ti por haberle dado las semillas.
—¡Pero yo no le di nada a esa loca! ¡Y mucho menos sabía lo que haría con ellas!
—Cuando el comando entró, ella traía los frutos de pong pong en su bolsillo secreto.
Recordé que ella le mandaba poner bolsillos ocultos a toda su ropa.
—Se la llevaron al desierto de Sonora. La dejaron en una cabaña alejada de todo. Sus captores se turnaban para violarla y torturarla. No le daban de comer. Tampoco agua. Sólo la mujer de uno de aquellos hombres le llevaba lo suficiente para que no muriera. Esa señora también vivía harta de su querido. Una tarde ambas cruzaron miradas y decidieron hacer algo. Julieta le dio las semillas de pong pong y la señora se las puso a los hombres en un caldo de gallina con su huevera y su chilito picado.
Un amanecer rosado, Julieta despertó rodeada de cadáveres. Los hombres que la cuidaban en la noche, aquellos que marcaron inútilmente su celular cuando empezaron a vomitar, los vigías de afuera, el que iba a violarla al anochecer de ese día, todos estaban tirados en el piso de tierra con la cara verdosa y el vómito pringado de trocitos de chile y cebolla a medias digerida.
La señora le había dejado a Julieta una palangana de agua limpia para lavarse, ropa, agua en una cantimplora, una botellita de bacanora.
Julieta se echó de un trago la botellita y salió al incandescente sol del desierto. Caminó entre matorrales. Vio pasar culebras hocico de puerco, dos de cascabel. Caminó entre piedras y tierra quemada por el sol fundacional, ése que calentó las primeras especies, las que descienden de la tierra en llamas.
Pronto se tomó el agua que llevaba. Entonces recordó: dentro de los cactus había agua. Intentó arrancar uno con las manos desnudas y tardó varias horas en sacarse las espinas.
Después de tres días, imaginó una cueva a lo lejos. Sabía que moriría. Se dirigió allá en busca de algo de sombra. En la entrada de la cueva, un ángel del tamaño de un edificio de 5 pisos le anunció:
“Vuelve a la tierra. Busca el sigilo. Debes cerrarlo. Tus hermanas de la luz lo abrieron en diciembre de 2019. Grandes calamidades han ocurrido desde entonces. Y seguirán ocurriendo. La llave para cerrarlo será la inocencia, el espíritu impoluto de un ser con la voluntad naciente. Sus ojos podrán ver todo aquello que se escapa por esa boca donde el cielo y el infierno se juntan en amoroso contubernio. Ciérralo, Julieta. Termina lo que empezaste.”
Maribel se volvió hacia mí con sus ojos ambarinos y refulgentes.
—A Julieta la recogió un campesino que llevaba jitomates a Culiacán. De ahí trepó a un camión de pasajeros. Le pagó al chofer con lo único que tenía, su cuerpo maltratado. Así pudo llegar a Puebla, a casa de Cata. Y ahora anda diciendo que los ojos de tu hija son la llave que cerrará el sigilo. ¿Tú sabes lo que es el sigilo, Valentina?