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jueves, noviembre 21, 2024

Sigilo 30

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Capítulo 30 

Los ángeles no son como los pintan

 

Al ver las cosas personales de Julieta en su departamento, me prometí ir a la Fiscalía Especializada en Investigación de Secuestro y Extorsión. Ya me estaba cansando de las largas de mi marido y el franco desinterés de las hijas de su luminosa abuela. De hecho, mi primer contacto con el área de recepción de denuncias fue un tanto torpe. Nunca antes en mi vida me había enfrentado a una problemática tan difícil y que implicaba tantos asuntos a la vez. ¿Qué pasaría si nunca aparecía Julieta? Su departamento, sus muebles y objetos valiosos, ¿se los llevaría el marido, que era un hombre ajeno al arte, a los detalles finos, a la suavidad de las telas y los colores de un bordado? Antonio siquiera apreciaba que yo cambiara de vez en cuando los mosaicos de la cocina o la alfombra de la sala. Pero el marido de Julieta parecía vivir sólo para sus negocios, fueran turbios, decentes, perrones o vinculados con la Iglesia católica. Agarraba parejo. Ese hombre sabía sacarle jugo económico a casi toda actividad que realizaran otros. Podría pasar por el perfecto esclavista moderno.

Para reflexionar más a fondo sobre mi incierta situación, me serví un shot de Don Julio. A Julieta no le gustaba el tequila, y menos aún el fancy que tomábamos sus amigas estudiantes. Ella prefería el vodka o el whisky con mucho hielo. Solía tomarse de un trago el contenido de un vaso jaibolero relleno de su bebida del momento. También le encantaban los martinis, si secos, mucho mejor. Me daba una cierta sensación de impotencia cuando la veía colocar con parsimonia la aceituna atravesada por su clásico palillo en el interior de la copa. Peor me sentía cuando la veía sentarse de manera displicente en su sillón de la sala, seducida por la bebida, absolutamente entregada a la sensación del licor resbalando hiriente por su esófago.

En ese movimiento de cadera, cuando dejaba caer el peso de sus poderosas nalgas sobre el sillón de un solo movimiento, no podía dejar de imaginarla montando desnuda a mi marido mientras da un breve sorbo al martini seco que ambos beben con absoluta displicencia.

Al recordar que estaba secuestrada, las telarañas de mi cabeza se autodestruyeron. Antonio no podía haberla desaparecido, por mucha rabia o flojera que le dieran sus actividades de noctívaga arriesgada. Se alió con ella desde el momento en que Julieta me presentó con él. Para casarse conmigo, supongo, no para nada malo. Nunca hubo escarceos entre ellos, ni a ella la vi coqueteando con él.

Todas estas cavilaciones me infundían más miedo que confianza. ¿Y si la había desaparecido alguna persona ofendida por una mala canalización, o porque no escuchó lo que deseaba escuchar? Hay gente muy loca, pensé.

Me bebí hasta la última gota de mi tequila a la salud de mi amiga y me dispuse a abrir la caja fuerte disfrazada de trinchador. Con mucho trabajo y varias vueltas a la llave se abrió el primer par de puertas. De inmediato asomó la carota cuadrada y narigona de una caja fuerte como las de las películas, pero ésta tenía un dispositivo biométrico que, al colocar mi rostro en su pantalla, abrió la puerta de manera casi mágica.

Adentro había una solitaria laptop y la escultura de una especie de feto con alas. Según las instrucciones escritas en letras de mosquita en el pequeño rollo de pergamino, yo debía llevarme todo eso a casa, guardar total secreto y ver el contenido de la USB sin testigos. Guardé todo en una bolsa del mandado y, antes de salir, revisé las cámaras para ver quién ha ido al depa a dejar todo en orden. Y vi a la Pancha, de seguro con órdenes estrictas de no dejar abandonada la casa.

Por curiosidad quise ver los días pasados. Adelanté la grabación desde mi accidente sanguíneo hasta la actualidad. En efecto, la Pancha aparecía trasegando en cada uno de esos días. La grabación marcaba su estancia de las 8 a.m. a las 2 p.m., como relojito. De pronto detuve la imagen: el último día laboral, viernes, justo a las 10 a.m., aparece una visita más, alguien a quien la Pancha deja entrar y con quien sostiene una conversación que no se escucha porque la imagen no tiene sonido. Una mujer que voltea con preocupación hacia las cámaras ocultas. Seguro sabe dónde están ubicadas: Catalina. ¿Y esa vieja qué hace ahí?, me pregunté. Con curiosidad observé cómo mi supuesta amiga iba de aquí para allá, abriendo cajones, aventando lo que hay en el cuarto de blancos, descubriendo la cama, arrojando las cobijas al piso. Busca algo que no encuentra. Su ceño fruncido y la actitud sumisa de la Pancha, quien va detrás de ella levantando el tiradero, me insinuaron que ahí no existía complicidad, parecía más un pacto roto por alguna de ellas: Catalina o Julieta. La mujer manoteaba y seguía buscando hasta en las gavetas del baño; sin embargo, no se acercó para nada al pasillo: quizá nunca supo sobre el panic room. Por supuesto, revisó de arriba abajo el cuarto de servicio sin éxito alguno. Me imaginaba los improperios y las palabras hirientes que de seguro recibió la pobre sirvienta.
Catalina, con su verborrea imparable, ha de haber sacado a relucir su inventado abolengo español, que nunca había querido manchar al nacionalizarse mexicana. Este es un país de palurdos, zafios, comemierdas. Me senté muy divertida a poner palabras en la boca de aquella furia humana que sin tener derecho alguno arrasaba con las cosas de Julieta. Incluso se atrevió a levantar las esculturas de tanzanita para ver si había algo abajo. En cierto momento parece pedir un vaso de agua a doña Francisca (Cata nunca deja de beber agua. Su vigorexia y algo que le dijeron en la escuela de niña la acostumbraron a tomar hasta 4 litros de agua al día: el agua mantiene los tejidos jóvenes, decía, aunque en su caso parecía no funcionar). Cuando la Pancha fue en busca del agua, Catalina revisó las esculturas por arriba y por abajo, cada cenicero, cada lámpara. Frustrada al no hallar lo que buscaba, se sentó a recuperar el aliento. De pronto, entre los juegos de la luz proveniente de la terraza, apareció una figura, algo como una forma humana deteniéndose frente a ella. Y otra detrás. Al parecer, Cata no las veía. La Pancha llegó con el vaso de
agua y la dejó sola de nuevo. Las figuras luminosas la rodearon. Con un movimiento brusco la jalaron hacia la salida. Catalina terminó de beber su agua entre empujones de los seres y, cuando la puerta se abrió sola, abandonó el depa con cara de susto. En ese momento Pancha llegó corriendo y, al ver que la visita ya no estaba, se encogió de hombros y volvió a la cocina a restregar furiosa el vaso donde había bebido la incómoda visitante. De pronto, en primer plano de la zona de la sala, la cámara captó el rostro, o lo que podía ser un rostro, de uno de los seres. Yo sentía que debía irme, pero algo me ataba frente a la cámara. La cara siguió acercándose hasta abarcar un gran closeup, abrió la boca (una especie de agujero profundamente negro) y emitió un grito atroz que resonó como trueno en mi cabeza. Apagué la pantalla, tomé los encargos y salí corriendo presa de un pánico desconocido.

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