Capítulo 28
En el ojo de la intriga
Antonio y yo desayunábamos en el jardín. Era una mañana espléndida. Amaris gateaba en su alfombra de foami. De vez en cuando pretendía salirse hacia la zona del pasto, pero la nana se lo impedía. La escena era bella y tranquilizadora; por un momento pude desentenderme de las amenazas que presentía cerniéndose sobre nosotras. La falta de noticias sobre Julieta se convirtió en un asunto del cual platicar una vez al día, aunque en las noches una serie de especulaciones al respecto me mantenían en vela un buen rato. Antonio se demoraba terminando su taza de café, y yo había devorado con verdadera gula el huevo con machaca que me preparó una de las cocineras norteñas que hacían comida como para un batallón.
Desde un nido de golondrinas, incrustado en un rincón del porche, parecían provenir los incipientes gorjeos de unos polluelos recién salidos del cascarón.
En ese momento tocaron el timbre. Antonio permaneció impávido y permitió que la nana se
dirigiera a abrir la puerta. Con toda seguridad ya había dado instrucciones de que se le permitiera el acceso al invitado.
–No sabía que vendrían visitas a esta hora de la mañana –le comenté con un tono que pretendía ser neutro.
–No es exactamente una visita –me contestó con igual calma–, es alguien parte de la familia.
No tuve tiempo de decir nada más. La figura inconfundible de la tía enteca se acercaba a nosotros, atravesando a grandes pasos el jardín. Tras un escueto saludo la mujer se acercó a la niña, que le tendió los bracitos emocionada. No sonreía pero gorgoreaba feliz, como los polluelos en su nido. Antonio las miraba conmovido.
No pude más. La llegada de mi carcelera me hizo recordar los tortuosos días de mi estancia en la casa familiar de Veracruz. La machaca estaba a punto de regresarme por la tráquea.
Me levanté sin ver a la recién llegada y le dije a Antonio, con un susurro rápido y áspero, que se quedaba en excelente compañía. Derrotado mi buen humor me encerré en la recámara a dar de vueltas. Me hervía el hígado de pensar que ni siquiera se le ocurrió a Antonio consultarme sobre la llegada de su tía.
Mi cabeza daba de vueltas, tal vez por la nueva decepción que me había asestado mi marido. Pensamientos aciagos me llevaron a pensar en mi pasado remoto. El pasado azaroso de la joven huérfana que se casó a los 16 años con el primero que le ofreció la seguridad de un techo y alimento tres veces por día. Sin poder evitarlo pensé en mi primera hija, la niña enferma, allá, en Houston, tan lejos de mí y tan cerca de su machista padre. Antes de que naciera Amaris pensaba ir a reclamarla, traerla conmigo a México, pero la gravedad de su padecimiento y mi falta de recursos me hicieron desistir una y otra vez.
Mi matrimonio con Antonio fue tan rápido, y tan lleno de sospechas y amenazas soterradas, que no me dio tiempo de reflexionar sobre esa posibilidad. Ahora sabía que podría contar con su apoyo. Nunca se lo había presumido a nadie, ni siquiera a mí misma, pero era indudablemente la esposa de un hombre millonario que me amaba. Quizá, suponía, con él podía formar una familia normal y dejarme de esas aventuras que nunca fueron lo mío en realidad. Pero antes debería terminar con las Hijas de la Luz, dejar esa tontería del sigilo.
Para eso debía encontrar a Julieta. Algo me decía que seguía viva. Debía regresar al departamento de mi amiga por la libreta y el video. Quizá, con esa prueba, Catalina, Esperanza y las demás mujeres dejarían de creer en el truhán de Harper. Revelar la ridiculez de sus pseudoconocimientos esotéricos, y volver todas a nuestras vidas comunes. Ese era el plan que me dictaba el amor por mi hija. Deseé con todas mis fuerzas que en ese giro de circunstancias apareciera Julieta como si nada, riendo como loca del sustote y del tiempo que su ausencia nos había sumido en la incertidumbre. Acosada por los malos
recuerdos de esos días de terror, pero entera y dispuesta a seguir viviendo como siempre, a todo tren.
Con esas reflexiones me metí a bañar. La caricia del agua tibia me tranquilizó. Tenía sus ventajas el que hubiese llegado la tía carcelera, pensé. Amaris se hallaba a gusto con ella y eso me dejaba tiempo para salir. Ir a la casa de Julieta y luego ver a Cata. Ya era hora de aclarar ciertas cosas.
Pese a mi decisión de dejar atrás los asuntos de las Hermanas de la Luz, ciertas especulaciones me hacían relacionar su búsqueda iniciática con el secuestro de mi amiga. A Julieta la raptaron, según entendía yo, cuando se enteró de que el sigilo, o lo que ellas llamaban sigilo, estaba a punto de abrirse. Y ahora los ángeles estaban a punto de bajar de sus dimensiones celestes para compartir sus secretos con el grupo comandado por Harper. ¿O no? ¿Qué tal si Julieta se enteró de que las discípulas ya habían logrado echar a andar el sigilo, y se estaban aprovechando de él? ¿O quizá no era así, y sólo la engañaron para obtener algo de ella? ¿Algo que no quería entregar y que era el verdadero motivo de su rapto?
De otra forma, ¿por qué habrían de haberla secuestrado? El secuestro seguro lo había perpetrado el infame Harper, que ni era sacerdote ni sabía cómo abrir el sigilo. El video mostraba a Julieta siendo flagelada, quizá no en un episodio de bondage o sadomasoquismo, sino de tortura pura y dura para que soltara las claves escritas en esa libreta misteriosa. ¿Y mi hija, qué papel jugaba en todo esto? ¿Por qué el interés de Cata en la criatura? ¿Quién era el hombre con quien habló Antonio la noche de mi regreso del hospital?
Decidida a saber la verdad, me metí en unos pants confortables y me escurrí hacia la calle sin que nadie me viera. Tomé un taxi y me dirigí de nuevo a Angelópolis, a la casa de Julieta.