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jueves, noviembre 21, 2024

Sigilo 16

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Capítulo 16

La lluvia verde

 

Si yo no hubiera sido testigo casi presencial del secuestro de Julieta, de seguro todo el mundo hubiera creído que se trataba de una desaparición más de la volátil maestra de angelología. Pero yo vi con mis propios ojitos cuando un comando de hombres armados entró al depa de Julieta, reventó cuanta cosa encontró a su paso y no mató a los perros y a la sirvienta porque sus perros ya habían cambiado de dueño y la señora tuvo que estar esa noche en la fiesta del santo patrono de su pueblo.

Los encapuchados cortaron la línea telefónica, se dividieron para revisar todo el inmueble, abrieron cajas y rompieron cuanto objeto o mueble les estorbara el paso. Al final sólo cargaron con Julieta, sin darle tiempo de llevarse ni una muda de ropa. Ahora me doy cuenta de que ni al autor intelectual de su secuestro ni a nadie para el caso –tal vez sólo a mí– les importó nunca lo frágil de su organismo y de su estado mental.

Dos días después, mi marido trajo a casa la copia del video –tomado por las cámaras de vigilancia que Julieta había colocado por todos los rincones, a la espera de captar ángeles, fantasmas o al mismísimo maese Leonardo–. En él se veía al grupo de hombres enmascarados rompiendo objetos, cuadros, vitrinas. No se alcanza a ver la computadora con mi rostro en el Zoom; las cámaras estaban movidas estratégicamente fuera del ángulo de la máquina, quizá porque así Julieta podía romancear con sus citas de Tínder sin dejar huella.

En mi cabeza se consolidó la imagen de Julieta corriendo por la sala hacia la puerta del departamento, mentando madres, morada de la furia, aventando patadas a esos hombres que tuvieron la osadía de apoderarse de ella.

Tanta violencia, lo calamitoso del incidente y el pánico me provocaron depresión instantánea. Empecé a llorar a todas horas. Mi marido, preocupado porque la leche se me amargara, me daba de palmadas en la espalda, molesto. Ya aparecerá, me decía en su tono de profesor de primaria. No ganas nada con ponerte así, remataba. Supuse que era una forma de decirme “ya bájale y dame la cena o calcetines limpios”. Cada noche el suceso se disolvía en una ringlera de conversaciones inconclusas. En ese momento, agobiada por el bajón hormonal y los entuertos, no se me ocurrió preguntarle cómo había obtenido la copia del video, si supuestamente el original lo había requisado la Fiscalía Especializada en el Delito de Secuestro desde el inicio de las investigaciones.

Los primeros días después del incidente fueron una pesadilla. Debido a la impresión sucedió lo impensable: se me fue la leche. Tuve que alimentar a la beba con una mezcla de soya porque la chiquita me salió intolerante a cualquier otro tipo de fórmula. Entre sus recién estrenados cólicos y mi falta de leche (la pobre criatura succionaba el pezón hasta
ponerse morada de hambre y coraje), mis horas se volvieron un desierto donde se resecaron las flores que me habían seguido llegando por mi reciente hazaña. Sin bañar, en pantuflas y bata, tomaba el teléfono para preguntar a nuestro grupo de amigas si ya
se sabía algo de la desaparecida.

No podía quitar de mi mente la mirada triste y alarmada con la que Julieta me había comunicado el rompimiento con su novio Harper, el seudosacerdote, en mi casa, contraviniendo mis órdenes y deseos de no ver a nadie en persona hasta que la pandemia terminara.

– ¿Y no te alegras? Ese chango era demasiado selvático para ti.

–He tenido peores– me dijo muy seca.

–¿Y quién dejó a quién? Las chambas escasean por la pandemia y ese señor está dejando escapar su nicho de mercado.

–No te creas. Tiene mejores clientas que nuestro grupo de iluminadas –replicó, vengativa.

–¡Uh! –reí–. Pero te ves muy triste, amiga. ¿Pasó algo más? –pregunté, intuyendo que había algo rasposo en las entrelíneas de la conversación.

Muy evasiva, con la vista clavada en su trago de whisky con mucho hielo, afirmó que sólo eran molestias de su ya bien instalado climaterio. Yo pensé en mi ostentoso embarazo que había rebasado ya los 9 meses.

–Me siento mal por mí, amiga. Por primera vez en toda mi existencia creo que la vida, el universo entero, me cayó encima. Estoy envejeciendo a pasos agigantados…

–Y tú también, pinche panzona –de manera inopinada terció una de la voces que me habían dejado de molestar las semanas anteriores. Me contuve de contestarle al darme cuenta de que Julieta no la había escuchado. Tratando de no mostrar desconcierto le dije a mi amiga:

–A ver, esa no eres tú, compañera. ¿Sintiéndote vieja tú?

–Mira, cuando de niña alguien detectó mi don, de inmediato me previnieron de los peligros de usarlo o no usarlo.

–¿A poco? –pegunté de la manera más bobalicona posible. Esos cuentos de dones y prodigios, viniendo de Julieta, me caían bien gordos. Nada se comparaba con la Julieta suelta y vagabunda que aprendí a querer y me acompañaba en toda clase de aventuras.

–Lamento decirte que no estoy bromeando, mi Vale. El poder hay que saberlo administrar. Si no lo haces, te consume por dentro. Te chupa toda la energía. Ni el astral ni la magia angélica ni la magia de ningún color te podrían devolver la juventud ni todo aquello que se te pierda con el uso.

–Espero que aquellito no se te dañe. Eso te acabaría, amiga –dije con una sonrisa de burla transparentándose desde atrás del cubrebocas que no me había quitado siguiendo las estrictas instrucciones del médico de la Clínica Mayo.

–Agarré a Harper con Esperanza en pleno acto.

–¿En pleno acto de qué?

–Si serás bruta, niña. Se nota que nunca has leído más que tus TV y Novelas…

–También estoy tratando de leer la Mónada hieroglífica que nos recomendó tu examante, el sacerdote infiel…

–¿Te acuerdas que hace poco fuimos Esperanza, su marido, el Harper y yo a Tecolutla? –Se me quedó viendo directo a los ojos, tratando de adivinar el regaño o la crítica inevitables. -Con todas las precauciones de pandemia, sana distancia y todo lo demás –añadió. La afirmación me sonó a la que haría una adolescente a su madre por las escapadas en la noche. Me reí por lo de la sana distancia y le contesté:

–No, gordita. Estaba yo muy ocupada luchando por conservar mi embarazo en una clínica gringa, y ni tú me informaste ni nadie me chismeó el asunto.

–Bueno, pues fuimos al hotelito del esposo pescadero, vimos puestas de sol, comimos mariscos y pescados hasta casi morir de indigestión, nos pusimos pedas de antología y la segunda noche el marido salió con los pescadores a vigilar la veda del camarón. Decían que andaban lanchas tipo narco echando redes en los criaderos de camarón y pulpo…

–¿Y entonces?

–Pues que nos pusimos bien briagos con pura cerveza. Hacía mucho calor y nos echamos como tres cubetas entre los tres. Tragamos botanas, mojarras fritas, caldo picoso para seguir bebiendo como si la vida fuera a terminar esa noche. Y en cierto sentido así fue, al menos para mí.

Ya sensibilizada, me senté al lado de mi amiga y le tomé la mano. Estaba helada, casi a la temperatura del hielo. Sin pensarlo me aparté de su lado de un brinco.

–¿Pues qué pasó? –le pregunté, sobándome la mano.

Afuera, la lluvia caía sobre los cristales esmerilados de mi sala. La poca luz de la tarde iluminaba la vegetación que parecía cubierta de una densa telaraña brillante. Era como si el agua resbalando por los grandes ventanales estuviera fundiendo el verde esmeralda de las plantas y lo transformara en una lluvia verde, del color del vitriolo.

Julieta suspiró y me contó lo ocurrido la noche del resquebrajamiento moral más grande de su existencia.

–Las putas como ustedes no ven ángeles sino demonios –irrumpió una chillona voz por encima de mis pensamientos atrapados en una telaraña verde, húmeda.

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