DE LA ESPÑA A LA FRANCIA
Salvador Novo*
Al suspender de golpe el comercio con España, y al fomentar en medida patriótica un sentimiento de vindictivo boycott contra nuestros expulsados opresores, la Independencia abrió más ancho camino y mercado a los productos franceses que empezaron a llegar investidos de novedad y de prestigio. En la medida en que nos divorciaba de la España, la Independencia nos aproximaba a la Francia.
En un análisis cuantitativo, y a partir sobre todo del siglo XVIII, la influencia francesa en la vida mexicana sólo es segunda a la española. Iturriaga rastrea esta influencia en la educación de la Nueva España desde la llegada, entre los primeros frailes, de Jean Buchner, Jacobo Tester (Fray Jacobo de Testero, franciscano precursor de la educación audiovisual), Maturin Gilbert y Arnaldo Bassaccio, maestro en Santa Cruz de Tlatelolco en 1537, y el librero Pedro Ocharte; señala la infiltración del pensamiento cartesiano en el siglo XVIII y las lecturas clandestinas de los autores franceses que nutrieron la cultura de los jesuitas Clavijero y Alegre en ese siglo, y el hecho de que el joven Miguel Hidalgo y Costilla haya sido discípulo de Alegre.
Los primeros años de la Independencia perfilan una situación en todo favorable a la inmigración abierta de los franceses que se apresuran a aprovecharla. Aún antes de un reconocimiento que los Borbones (después de todo, parientes tan próximos del que habíamos nosotros desconocido) tardan en concedernos, las relaciones comerciales empiezan a operar en el único sentido posible dada nuestra carencia a la vez de flota y de mercancías: de Francia a México. La sociedad mexicana alhaja sus casas y atavía sus personas con los mil primores de que llegan a Veracruz cargados los barcos del Havre. Puede, en resumen, y por lo que hace a nuestro tema, decirse que la nueva situación permitía a nuestra gula, hasta entonces contenida en el pan español, desbordarse hacia los pasteles franceses.
No es de este libro detallar las largas gestiones de reconocimiento a nuestra Independencia emprendidas en París por los Murphy, padre e hijo, cerca de un Luis XVIII y un Carlos X tan remisos como ladinos, desde 1823 hasta 1830; ni las Declaraciones de 1827 —no ratificadas como Convenio por el Congreso, y en consecuencia legalmente inválidas— que exceptuaban a los comerciantes franceses de las restricciones que el Gobierno mexicano pudiera imponer a los extranjeros. Era una época en que difícilmente podía esperarse que el alegre deporte de los cuartelazos (el motín de la Acordada y el consiguiente saqueo del Parián en diciembre de 1828) no afectara por igual a todos los habitantes de la ciudad y a sus comerciantes, franceses o no. Pero en tanto que los españoles no tenían ante quién quejarse (y peor les iba si se atrevían a hacerlo: “¡mueran los gachupines!”); y los mexicanos se aguantaban, los franceses encontraron en el Barón Deffaudis, acreditado el 11 de febrero de 1833 como el primer Ministro de Francia en México, un paño de lágrimas que convertido en altivo energúmeno, tomó por cuenta propia y con amenaza de guerra la indemnización que los comerciantes franceses reclamaban al Gobierno mexicano hasta por la suma, entonces enorme, de 600 mil pesos por daños recibidos durante nuestros disturbios. El diez por ciento de los cuales —60 mil pesos— correspondía al valor en que estimaba su mercancía perdida cierto pastelero establecido en Tacubaya, de apellido Lefort, y cuyas empanadas eran famosas. (No deja de ser curioso que coincida esta cifra de 600 mil pesos reclamados en 1838 en Veracruz y con lujo de fuerza por los franceses, con la cantidad de exactamente 600 mil pesos que había importado el saqueo inflicto a Veracruz por el pirata francés Lorencillo el 18 de mayo y siguientes días de 1683. Ni —si vamos a coincidencias— que Lorencillo llevara el mismo nombre ilustre del Carlos Fernando Latrille de Lorencez, Conde de Lorencez, desembarcado en Veracruz en marzo de 1862 y al frente de 6 mil soldados como jefe del ejército expedicionario francés en México la siguiente vez que tuvimos lamentables desavenencias con la Francia. La cifra, por lo visto, les era grata o mágica a los franceses en relación con sus exacciones a México).
A la breve guerra que con ese motivo se desató entre México y Francia: iniciada por el bloqueo de Veracruz durante cinco meses, y durante la cual el general Santa Anna perdió una de sus piernas; guerra concluida gracias a los buenos oficios del Ministro inglés Mr. Richard Pakenham el 9 de marzo de 1839, se le da en nuestra Historia el gastronómico nombre de Guerra de los Pasteles.
Concluida esta guerra e indemnizados en abonos los franceses, pudieron ya en paz seguir propagando en México las buenas maneras de vivir, vestirse, habitar y comer. Llegaron hosteleros, cocineros, reposteros, entre los muchos comerciantes establecidos con creciente prosperidad en el siglo XIX.
Mientras devoras fresa tras fresa…
“El Viajero en México” es guía excelente para asomarnos y en sus páginas bien nutridas de datos a la ciudad de mediado el siglo XIX. Nos permite comprobar la inducción de que la “buena vida” tendió a radicar en las calles del Refugio y Coliseo Viejo —en sus aledañas del Espíritu Santo, calle y callejón, y un poco en Plateros y San Francisco.
En 1864 hallamos listadas en el Viajero hasta 111 bizcocherías y 4 chocolaterías. Ninguna en las calles del Refugio o del Coliseo. Pero en cambio, de las 38 dulcerías de la ciudad, las tres mejores se encontraban en ellas: la de don Tomás Devers (con abarrotes) en la esquina con el Espíritu Santo; la de don Luis Reinot (también por supuesto francés) en el Portal del Águila de Oro; y la de don Carlos Plaissant en el número 24 del Coliseo Viejo. Don Antonio Plaissant (¿hermano?) puso su dulcería con pastelería en la 2ª de Plateros. Y padeció la competencia de la pastelería que abrió en la 3ª de San Francisco don Pedro Coste. Así es que de las 10 pastelerías que en 1864 engordaban en la ciudad a las señoras mexicanas, sólo esas dos eran próximas a las Calles del Refugio y del Coliseo.
Veamos en cambio los hoteles con restaurant. Eran catorce en la ciudad en ese año de 1864. De esos 14, la abrumadora mayoría de 10 se hallaban instalados en las calles que señalamos: el del Bazar (cuyo edificio subsiste), propiedad del señor Darguet, en Espíritu Santo 8; el del Refugio, del señor D. E. Varela, en Refugio 8; el famoso de la Bella Unión, Palma 7, propiedad de J. Rodríguez; el no menos famoso de la Gran Sociedad, del Sr. Fabot, en Espíritu Santo; el del Progreso de D. José M. Veiga, en Coliseo Viejo 8; y el Turco, de D. Ignacio Burgos, en Coliseo Viejo; el Europa, de D. Juan Garosegui, en Coliseo Viejo; el “Hotel” sin más nombre, de D. Ruperto Martell, en Portal de Agustinos 1; el de Bilbao, de D. Antonio Fernández, en el callejón de aquel nombre; y en Independencia 7 (nombre de la prolongación del Coliseo Viejo al Poniente), el de San Francisco, de D. Pedro Carbajal.
El hotel de La Gran Sociedad fue comprado en 350,000 pesos (diez mil más de los que ofrecía El Palacio de Hierro por el local) por el cuñado de don Porfirio Díaz don José de Teresa y Miranda, y derruido en 1898-1900 para construir la Casa Boker.
El Hotel y Café del Progreso tuvo antes el nombre de Veroly, con que lo menciona Prieto. Como Casino Español llegó a los años 70, con puerta al Teatro Principal. Alojó después la tienda de lujo La Bella Jardinera, y volvió a ser Café y Cantina antes de degenerar, ya en nuestro siglo, en Banco de Londres y México —obra arquitectónica de D. Miguel Ángel de Quevedo.
Los otros cuatro hoteles de la cuenta total de catorce eran: el de Iturbide, en la 1ª de San Francisco; el de San Agustín, en la calle de ese nombre; el de París, en la calle de Tiburcio 7 y el del Teatro Imperial, en la calle de Vergara.
En fondas menos ostentosas que los restaurantes de los 10 hoteles de esas calles, no andaba menos alta la proporción de las instaladas en Refugio, Coliseo y aledañas: de 23 que había en todo México, diez eran atendidas por doña Eleonora Cuaquelet (Espíritu Santo), D. Luis Gandielfo (Refugio), D. Benigno Goire (Refugio, Hotel de la Bella Unión); D. Epitacio Guillén (Puente del Espíritu Santo), D. Pablo Martínez (Refugio), D. Felipe Mewer y Cía. (Hotel del Progreso, Coliseo), D. Gaspar Michaud (Callejón del Espíritu Santo y Coliseo Viejo), D. Joaquín Paganini (Callejón de Bilbao), D. Antonio Salinas (Refugio) y D. Arnaldo Villars (Coliseo Viejo) . En cambio, no encontramos, de las once cantinas de entonces, ninguna en estas calles. Las más próximas a ellas eran las tres que poseía cierta Madame N.: dos en la calle de Vergara, y una en Santa Clara.
Las cantinas empezaron a proliferar, instaladas al modo americano, durante la ocupación. Bars, billares, tiendas y hoteles Americ an Style surgieron a satisfacer a los soldados yanquis, y a las “Margaritas”, como dieron en llamar a las alegres Malinches de la época. Cierta Mae Jay se instaló a embriagar a sus compatriotas, en el hotel de la Bella Unión: a exigir que las “Margaritas” lucieran trajes de noche —como en las películas del Oeste— (los hábiles soldados yanquis cumplían el requisito alquilando vestidos de que a la salida, despojaban a sus damas) y a anunciar que admitía abonados a la mesa redonda por 25 pesos mensuales. Almuerzo a las 10.30, comida a la oración. Aparecía en México el horario yanqui del lunch and dinner.
El hotel de la Bella Unión, en la esquina de Palma y Refugio, tiene larga historia, de que sólo daremos rasgos: fue la primera casa de ladrillos construida en México. En él se fraguó la rebelión de los polkos; se adornó con los retratos de los presidentes —y el de Santa Anna fue de ahí arrancado por el pueblo en 1844. Aun cuando cambió su nombre por el de Hotel des Gaulois, el café siguió llamándose de la Bella Unión hasta que tomó el nombre de Fulcheri, con que alcanza la época dorada del Duque Job.
Clasificados como “Cafés y Neverías” encontramos una buena lista de 84. Doce de ellos se hallaban en las calles que recorremos: el de D. Francisco Alestre en el Coliseo Viejo; el de D. Bernardo Bolgar, en el Espíritu Santo; el muy famoso de Fulcheri, en Coliseo Viejo 17; el de D. Alejo Genin, en Coliseo Viejo; el de D. Benigno Goire (Hotel de la Bella Unión) en Refugio; el de D. Manuel Herrán en Coliseo Viejo 11; el de D. Antonio Méndez en Refugio 19; el de D. Herculano Pulido en el Coliseo Viejo (Hotel del Progreso) ; el de D. Francisco Sovera en Coliseo Viejo; el de D. José Zúñiga en Coliseo Viejo junto al 13 (tenía otro establecimiento similar en el Portal de Mercaderes; el antiguo y famoso Café del Cazador, en el Portal de Mercaderes 3, junto a la sombrerería Toussaint, después Zolly, después Tardán); y el de D. Germán Zúñiga, en Coliseo Viejo, junto al 10.
Aledaños a Refugio y Coliseo hallamos seis cafés y neverías: de don Pedro Álvarez, en la calle —un poco distante— de Manrique; de D. Víctor Ayllón y Hno. en el Portal de Mercaderes; el Café de la Perla en la 2ª de Plateros; el de D. Ignacio Mendoza en Tacuba 19; el de D. Antonio Plaissant, ya mencionado como dulcería, en la 2ª de Plateros; y el que en la 1ª de San Francisco servía al Hotel Iturbide, de D. Carlos Recamier.
Su espléndida ubicación en la primera calle de San Francisco hacía del Hotel Iturbide el más elegante de la ciudad, y el de más completos servicios. El terreno en que la Marquesa de San Mateo de Valparaíso inició en el siglo XVIII la construcción del palacio que pasó a manos del Marqués de Moncada, había sido propiedad del Convento de Santa Brígida y destinado a un monasterio que no llegó a erigirse.
Al habitarlo como residencia real, el emperador Iturbide dio su nombre al palacio, en que los alumnos de Minería se alojaron mientras se reparaba el edificio de su vecina escuela. Al comprarlo el por muchos modos diligente vasco don Anselmo Zurutuza, completó su negocio de diligencias con un local en que situó sus oficinas y las cocheras de los vehículos que con toda puntualidad partían del callejón de Dolores —actual esquina del 16 de Septiembre y Bolívar. En don Anselmo de Zurutuza debemos recordar con agradecimiento y admiración al más inteligente y empeñoso creador de los servicios de transporte, alojamiento y alimentación de viajeros en una época en que no existían prácticamente caminos, ni en ellos seguridad. En medio de las guerras civiles y el bandolerismo, Zurutuza estableció postas, paraderos, fondas: garantizó puntualidad y seguridad a viajeros, v correspondencia.
A uno de sus barcos le tocó traer en 1837 la noticia del reconocimiento de la Independencia de México por España. Y diez años después, nuestro patriotismo le agradece que haya rehusado el nombramiento que el General Scott le ofreció como Alcalde de la Asamblea Municipal de una capital ocupada entonces por los invasores norteamericanos.
Tanto Payno en su novelota como Prieto en sus memorias, y Altamirano, recuerda con admiración y cariño a este hombre enérgico, organizador —y generoso patrono de la educación y de las artes.
El Hotel Iturbide se componía de cinco grandes compartimientos, con un total de 170 cuartos. Cada cuarto tenía los muebles necesarios, ropa limpia cada semana y luz para acostarse. Por todos estos servicios se cobraban seis pesos al mes. Había otros cuartos lujosamente amueblados y decorados, en los que se cobraba hasta 40 pesos, es decir había cuartos en este hotel, para cada una de las posibilidades de los viajeros.
Contaba además con una de las mejores fondas de la ciudad, así como con una sala de baño, una sastrería, un bazar con toda clase de efectos, boliches, cuartos para criados, caballerizas, coches elegantes sin número, que daban servicio todo el día y toda la noche. Con criados inteligentes, campanilla eléctrica para hacerse servir y alumbrado de gas.
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Los siglos del hartazgo, la glotonería y las invenciones alimenticias de criollos y españoles, encomenderos, frailes, obispos, oidores, virreyes, vieron a los indios como raza cruzarlos sin alteración; con mengua, más bien dicho, de su dieta ancestral. Los vieron preservar empero sus fuertes caracteres somáticos.
Llegaron los indios sobrios y desnudos hasta la guerra de Independencia. Durante las batallas, su resistencia física demostró a qué punto las obligadas privaciones alimenticias de una campaña —que afectaron hasta el debilitamiento y la derrota a los criollos realistas— no constituían novedad, sino costumbre que auxilió en la victoria final a los indios subsistentes por su ancestral par de tortillas. El siglo XIX mira a los indios perdurar al margen de los refinamientos culinarios que importa un mayor y más diversificado contacto con Europa. Todavía es un poco suya la ciudad a que llegan, cargados, a vocear el carbón para las cocinas, las aves para los guisados, las tortillas de varias formas —los pájaros y las flores. Ellos siguen dando. Pero ni reciben ni admiten variación en su sobria dieta.
Tampoco durante la Revolución. A los campos de batalla: dentro o arriba de los trenes militares, los han seguido sus mujeres, comal y metate. Al triunfo, muchos irrumpieron en los comedores suntuosos de los palacios porfirianos; pero no a sentarse a la mesa: a montar guardia —y a calentar sobre la leña excelente que rendían los ajuares Luis XV, las gordas con chile.
De los testimonios del siglo XIX a que podemos acudir, ninguno más penetrante, agudo, ni completo, que el de la encantadora Marquesa de Calderón de la Barca. Esta fina, inteligente dama inglesa casada con un caballero español, trató y observó a toda clase de gente los dos años que vivió entre nosotros. Se sentó a las mesas de Palacio, a las de la aristocracia mexicana. Leamos en la décima de sus Cartas, escrita el 25 de febrero de 1840, estas observaciones suyas:
“En cuanto a las indias, las que vemos todos los días traer al mercado sus frutas y sus legumbres, son, hablando en términos generales, sencillas, de humilde y dulce apariencia, muy afables y corteses en grado superlativo cuando se tratan entre sí; pero algunas veces se queda uno sorprendido de encontrar entre el vulgo caras y cuerpos tan bellos, que bien puede suponerse que así sería la india que cautivó a Cortés; con ojos y cabello de extraordinaria hermosura, de piel morena pero luminosa, con el nativo esplendor de sus dientes blancos como la nieve inmaculada, que se acompaña de unos pies diminutos y de unas manos y brazos bellamente formados, y que ni los rayos del sol ni los trabajos alcanzan a ofender.. . Se ven asimismo, de vez en cuando, algunas muy hermosas rancheritas, esposas e hijas de campesinos, con blancos dientes y cuerpo esbelto, que van enfrente de sus criados montando el mismo caballo, y que por ser mujeres del campo conservan su figura por el constante ejercicio a pesar de su ingénita indolencia: mientras que la prematura declinación de la belleza, en las clases acomodadas; la ruina de los dientes y la excesiva gordura, en ellas tan comunes, son sin duda los resultados naturales de la falta de ejercicio y de una alimentación disparatada. No existe en el mundo ningún país en donde se consuma tal cantidad de alimentos de procedencia animal, y no hay otro país en el mundo en donde menos se necesite que en éste. Los consumidores no son los indios, cuyos medios no se lo permiten, sino las mejores clases, que por lo general comen carne tres veces al día. Añadid a esto una gran cantidad de chile y de dulces en un clima del que se queja todo el mundo por irritante e inflamatorio, y produce, probablemente, estas afecciones nerviosas aquí tan generalizadas, y para las cuales existe un universal y agradable remedio, como es el de tomar baños calientes”.
En su magnífica edición de las Cartas de la Marquesa, don Felipe Teixidor anotó esta décima con lo que averiguó que comía una monja fuera de su convento en 1840: “A las cinco de la mañana se le da atole de harina porque a esa hora no le gusta el chocolate; a las siete, atole de maíz; a las 9:00 am toma dos cosas para el almuerzo; al medio día, caldo, sopa, puchero, guisado y dulce. A las seis de la tarde se le da chocolate, y a las nueve de la noche, asado, guisado y frijoles”.
No era menos copiosa la alimentación de don Pedro Martín de Olañeta, según la describe don Manuel Payno en sus Bandidos de Río Frío: “A las cinco de la mañana, su chocolate espeso y muy caliente, con un estribo o rosca… A las diez en punto, su almuerzo: arroz blanco, un lomito de carnero asado, un molito, sus frijoles refritos y su vaso de pulque. A las tres y media, la comida: caldo con su limón y sus chilitos verdes, sopas de fideos y de pan, que mezcla en un plato; el puchero con su calabacita de Castilla, albóndigas, torta de zanahoria o cualquier guisado; su fruta, su postre de leche y un vaso grande de agua destilada. A las seis de la tarde, su chocolate; a las once, la cena…”.
Teixidor cita en su nota el diálogo de las mañanas en la Alameda en que don Carlos María de Bustamante subraya las diferencias entre la comida mexicana y la inglesa. Hablan en él doña Margarita y Milady. Doña Margarita ya se despide para ir a tomar “un buen almuerzo de guajolote en pipián y cuyo olor ya me pasa por las narices”. “Si quiere usted ahorrarse de ir a su casa —invita Milady—, venga a la nuestra…” “Lo agradezco, señora —replica doña Margarita—; pero en ese caso me sentaría a acompañar a ustedes en la mesa; a la verdad no tengo dientes ni digestión bastante para usar los alimentos de ustedes a medio cocer… No sé cómo hay mexicanas que puedan acomodarse con ellos”. “Todo lo hace el tiempo y la costumbre” —replica Milady—; y advierte, profética: “al paso que caminamos, todo lo harán ustedes a la inglesa. Adiós, hasta mañana, y que aproveche el pipián”. Y concluye doña Margarita: “Si usted lo comiera y le echara encima un buen vaso de pulque de arroz, diría que había gustado de la ambrosía de los dioses”.
El hospedaje en México se halla naturalmente vinculado con los viajeros. Es el solitario, el recién llegado, el comerciante, el espía o el diplomático quien en los caminos necesita pasar la noche en una posada o venta. Y al llegar a la ciudad, alojarse en un mesón. Y en ambos lugares, cenar, comer o hacer las tres —más— comidas.
“Una de las primeras licencias dadas en la capital (dice en tesis inédita sobre ‘El Hospedaje en la Nueva España, su Desarrollo y Evolución’ Alicia Hernández Torres) fue la que se otorgó en 1525 a Pedro Hernández Paniagua para que pudiera establecer un mesón en la ciudad de México, en lo que hoy es la calle de Mesones, en unas casas de sus propiedades. Dicha licencia se le concedió ‘para que pueda acoger a los pasajeros que a él viniesen y les venda pan y carne y todas las otras cosas necesarias, guardando y cumpliendo el arancel que se le diese.
En los mesones de la ciudad y en las posadas del camino, los huéspedes comerían lo que les sirvieran, y le servirían al uso local, sin ánimo de plegarse el anfitrión a indagar ni a complacer el gusto o la costumbre del cliente. Lo que las autoridades sí vigilaban es que no se abusara de los que hoy llamaríamos turistas. Las ordenanzas a que debían plegarse lo impedían.
La llegada cada vez más frecuente y nutrida de extranjeros no españoles a partir de la Independencia, aconseja ofrecerles alojamiento y comida más a tono con sus hábitos y recursos. No basta ya el mesón, de que hay muchos en la ciudad (la autora citada recopila los nombres y la ubicación de 31 mesones en 1832), la mayor parte propiedad de señoras y todos de españoles o mexicanos, reconocidos por la especialidad de su clientela; ni bastan ya las fondas, también numerosas.
Conviene abrir nuevos mesones o albergues que por su elegancia y comodidad merezcan el nuevo y francés nombre de Hoteles. Y en ellos es preciso que funcionen comedores a inmediata mano y servicio de los huéspedes, aunque también se admita en ellos a los que no lo sean y apetezcan probar los platillos que en el Hotel remeden las suculencias extranjeras a que se supone habituados a los pasajeros llegados de la Francia, la Alemania o la Inglaterra. Nacerá, en otras palabras, el Restaurant —nombre elegante de la fonda venida a más y originalmente anexa al Hotel. Remito al lector a la página 243 de la Carta de Textos. Allí le aguarda don Luis González Obregón para hablarle de los Mesones en el México Viejo.
Los orígenes de la influencia que Francia ha ejercido en nuestra vida han sido competentemente explorados por muchas plumas ilustres, que en ella descubren los gérmenes de nuestro pensamiento independiente. Y consumada la Independencia, Francia sigue inspirando a los liberales: Zavala, Mora, Gómez Farías; más tarde a Ocampo, Ramírez, Juárez, Altamirano.
“No es posible afirmar todavía, ni aun con probabilidad —reflexionaba José María Luis Mora— el grado de influencia que podrán tener sobre los hábitos sociales, que aún se están formando en México, los diversos usos de los pueblos con los cuales ha entrado en relaciones, y que son por decirlo así, otros tantos modelos propuestos a su imitación. Por sentado que los hábitos, usos y costumbres españolas, así por la falta de comunicaciones como por la prevención casi general que existe contra la metrópoli, van desapareciendo rápidamente de la faz de la República. En México nadie se acuerda de España sino para despreciarla… ganando entre tanto terreno Francia e Inglaterra sobre la sociedad mexicana por la introducción de sus usos y costumbres… Parece sin embargo cierto que no tardarán en adquirir fuerza y consistencia, y según todas las probabilidades, la Francia vendrá a dar el tono en México, sirviendo de modelo a su sociedad. En cuanto a esto, no podernos menos de lamentar la suerte de nuestra patria que va a perder mucho en sus costumbres; los hábitos franceses son demasiado libres y presentan mil caminos al galanteo, que es el mayor azote del trato social”.
Pero los políticos pronostican y filosofan desde una altura de generalizaciones que ignora las pequeñas realidades, las fuertes realidades que los pueblos fraguan al margen de la política en la cervantesca oficina del estómago. Es posible que a raíz de la Independencia, el odio por los españoles atenuara en los mexicanos algunos de los usos de la metrópoli; pero no los gastronómicos. El puchero, el arroz, el chorizo, estaban demasiado arraigados para que prescindiéramos de ellos por puro patriotismo antihispano. Es cierto que Francia e Inglaterra introducían sus usos y costumbres; pero no lo es menos que por lo que hace a los culinarios, Inglaterra tendría poco que enseñarnos, y que los recetarios franceses sufrirían al llegar a nuestras cocinas las adaptaciones necesarias para adecuarlas, como lo proclaman los tratados de “el gusto mexicano”.
*Cocina Mexicana o Historia Gastronómica de la Ciudad de México. Editorial Porrúa, México, 1979.