En una clara referencia al cuento El traje nuevo del emperador, Juan Ignacio Pozo, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, publicó el año pasado una reflexión sobre “lo que deberíamos aprender de la escuela confinada”. ¡La educación está desnuda!, se titula y forma parte de la colección Biblioteca Innovación Educativa de SM.
Mientras algunos investigadores se apuraron a diseñar formularios en línea para indagar las emociones y conmociones de alumnos y profesores, identificar problemáticas en el contexto vital de los estudiantes o constatar la existencia de la brecha digital para publicar –aprovechando la situación- algún paper rico en gráficas, Pozo prefirió indagar cómo estaba la educación al momento del cierre repentino de las instituciones educativas.
El Covid-19 -visto como un incidente crítico global, es decir: como una situación inesperada que invita a repensar y reconstruir los procesos educativos, o al menos, algunos de sus supuestos- expuso la intimidad así como la vulnerabilidad de las diferentes sociedades y sus instituciones (incluida la escuela).
“Esa desnudez, o ese desamparo –apunta el doctor en Psicología- no es un efecto secundario del Coronavirus, sino que convivíamos con ella desde hace ya bastante tiempo, pero casi ninguno queríamos verlo”.
El rezago educativo era en muchos casos incuestionable, evidente. Metáforas al respecto abundan:
Se dice que si reviviera un médico que operó hace cien años, no sabría qué hacer en un quirófano actual; pero si reviviera un profesor de la misma época, no tendría ningún problema para dar la clase en nuestras aulas.
También, entre broma y broma, se sugiere que educación reúne a estudiantes del siglo XXI, con profesores del siglo XX y métodos pedagógicos del siglo XX.
Pero más allá del profesorcillo y su librillo, el fenómeno educativo –de suyo complejo- sucede en contextos marcados por la desigualdad (económica, social, tecnológica).
“Pero –pregunta Ignacio Pozo- ¿de verdad alguien desconocía esa desigualdad educativa?”
La brecha digital, que es una brecha económica, ya existía. La consciencia de que ya no basta saber leer, escribir y calcular, no es nueva. La importancia de la familia para apoyar al aprendizaje es algo que en lo que se insiste aunque no falten los padres de familia que descarguen esa responsabilidad en los maestros.
El diagnóstico de Pozo es breve y contundente: “Esta crisis ha puesto también de manifiesto que tenemos una escuela analógica para formar a una ciudadanía en buena medida digital”.
O sea, la educación que se paseó desnuda ante nuestros ojos durante la pandemia, resultó ser un proyecto para una sociedad que ya no existe.
Sería injusto, sin embargo, no decir –aunque pocos hablen de ello- que muchas experiencias trasformadoras ocurrieron mientras los estudiantes y sus docentes trabajaron a distancia, fuera de la rigidez de los espacios formales: se desarrollaron habilidades digitales, se tejieron redes de colaboración y apoyo, se integraron o desarrollaron técnicas de estudio. Cosas buenas, aunque insuficientes.
Ojalá que el regreso a las escuelas conserve este impulso renovador y provoque “cambios profundos en la manera de enseñar y aprender”; aunque, pudiera ser que, después de haberse mostrado tal cual, la educación –impúdica- se quede como está.
Por cierto, Pozo habla de España (dicho sea para evitar cualquier confusión).