Cuando terminé el Seminario y regresé de Tennessee a México, decidí que quería vivir en San Andrés Cholula. Pedí a las diosas de la poesía que me concedieran una casa con mucha luz y que los volcanes fueran guardianes de mi sueño y de mi vida.
Después de una búsqueda acuciosa encontré una torre con acabados de madera y estacionamiento propio. El precio era inmejorable, pero justo en el fondo de ese terreno, donde compartía espacio con otras viviendas, salieron dos perros ladrando bravuconamente dispuestos a morderme. Uno de ellos, uno negro que después me enteré que se llamaba Yuka, pinzó mi pantalón; mientras el otro, quien parecía amistoso, guapo y dicharachero, llamado Copo, también mordió mi maleta y alcancé a saber que esos perros serían los enemigos.
Una vecina, rubita y de pecas en la nariz llamada Mirasol me dio la bienvenida y sacó todas las anécdotas sobre los perros bravos y cómo mordían a quien se les pusiera enfrente.
Temí y me acobardé.
Recordé la época en que mi padre decidió que viviéramos en el lago de Valsequillo, en una comunidad donde aún no había electricidad y que para llegar a casa debía caminar durante quince minutos por terracería. Ahí, una banda de perros me atacaba porque me veía con miedo. Nunca me mordieron, pero tenía que correr para esquivarlos y lograron que tuviera que esperar a alguien de mi familia para que me defendieran. Mi papá me compró un bat y me adiestró a mentarles la madre y mostrar temple porque los perros olían el miedo. Fue una buena lección para contratacar todo tipo de perro, de ladrido y de temor.
En cuestión de tres días de mi nueva vivienda en San Andrés, esos perros bravos se volvieron mis amigos, no fue por gritarles ni por tirarles piedras, decidí darles salchichas alemanas el primer día y después jamón o croquetas que, para al cabo de unos meses, ya exigían de marca gourmet.
Empezó la pandemia, se terminaron las conferencias y los recitales poéticos con los que pagaba la renta y el blues, había silencio y temor de muerte, me quedé sola. Copo iba cada día a verme. Extrañamente, iniciamos una amistad, le mostraba una salchicha, la movía de un lado a otro y él simulaba bailar. Movía la cola y de vez en vez alcanzaba a darme un lengüetazo que interpretaba como un intento de beso.
Pasábamos las tardes mirando al volcán, la vecina del fondo, quien era su dueña, pero jamás lo alimentaba, alguna vez me contó que Copo era un delincuente a quien había boletinado el comité de familia porque se escapaba muy temprano y le robaba su lunch a los niños escolapios, incluso me mostró aquellos carteles donde salía su fotografía con un anuncio de “Se busca”. Todo ello me hacía quererlo más.
Una tarde me di cuenta de que ya no sonaban las campanas, tampoco lanzaban cuetes por las 365 fiestas patronales, que el lugar donde rentaban tanques de oxígeno tenía fila de dos cuadras y que todos a mi alrededor aceptaban que la peste éramos los humanos. Pero Copo siempre estaba vivaracho y feliz, había aprendido a que ser centinela de la casa era su deber, su trabajo para ganarse el pan. En las mañanas, cuando salía a beber café y ver los volcanes, miraba a Copo y a Yuka jugar, darse de besos, corretearse, el ánima pura de la vida. Algunos gatos ya se unían a la tertulia de las tardes donde los perros, pájaros, dos gatos del barrio y yo mirábamos los volcanes y sentíamos la luz de abril mientras yo fumaba. Era un amor interespecie.
Una tarde llegué frustrada porque no había logrado cerrar un negocio, Copo me vio arribar y se me fue encima, lo ofendí y le dije que se largara porque ensuciaba mi traje blanco de lino para días especiales. Lo habían bañado, olía muy bien, y hasta un moño azul de encaje brillante le pusieron, por eso se había atrevido a darme el regalo de su abrazo. Por una semana me castigó, no subía a mi terraza ni aceptaba la comida que le daba. Y yo que creía que un perro perdonaba pronto y la comida era su único amo.
Llegó la tregua de la pandemia, la gente volvió a las calles, los restaurantes abrían nuevamente y en un descuido en el que dejé el portón abierto, Copo escapó, mordió a un comensal del restaurante de al lado, llegó la patrulla, la perrera municipal, una ambulancia porque el mordido creyó que el perro tenía rabia y cuando todo parecía perdido, y la muerte de Copo inminente, decidí esconderlo en mi cuarto y negar que lo conocía; me uní al coro griego de que lo vimos huir de la escena.
Estuvimos juntos dos días, al tercero llegó la banda de rock con la que inicié un espectáculo, llevaron sus guitarras, la batería, las congas y ensayamos. Copo, a mi resguardo, aullaba cuando cantábamos, movía la cola, seguro le llegó del humo de los porros que forjaron, lo vi relajado; estuvo en concordia e incluso parecía un perro de casa amable y juguetón. Cuando los músicos se fueron y creí que Copo y yo podíamos ya ser familia, salió desbocado al pie de la escalera y los atacó a mordidas.
Me enfurecí, sentí que era mal agradecido, traidor, que embestía a sabiendas de lo que hacía y que sólo era fiable en que no era de fiar. Pensé en correrlo, dejarlo a su suerte, en que nuestro vínculo había sido casi una tregua pandémica ante la soledad y el desamparo, pero recordé una mañana en que salí por los mandados, la fruta y el pan de primera hora y Copo me acompañó como si fuera un perro bueno y protector. Pasamos por una casa que tenía el portón abierto, salió un rottweiler, musculoso, con cabello brillante, hocico soberbio y a leguas se adivinaban platos llenos de carne y felices días preparándose para ser una máquina de matar. Un perrote dispuesto a machacar y para ello entrenado, se miraron, y recordé que los animales no se comparan, pero sí se miden, creí que Copo entendería su eminente derrota, flaco, feo, sin un colmillo ya, y mal cuidado, olería que lo mejor era cruzar la calle, darle la vuelta; confié en su instinto de sobrevivencia, pero no, Copo no retrocedió, volteó a verme, sacó su peor ladrido y se lanzó hacia el perrazo, el cual echó marcha atrás.
¡Oh Copo heroico, malvado y valiente!, se aseguró en aquel día que tendría el brillo de mis ojos y un apartado en la quincena para seguir juntos, durante un buen tiempo, mirando el volcán.