PARTE IV
Don Pepe me cuenta la historia que lo hizo renunciar a su oficio de taxista. Fue hace como 20 años, cuando unos jóvenes le pidieron viaje a Villa Frontera, él pensaba dejarlos y regresar a Huexotitla a recoger a una clienta que lo esperaba. “En el camino no noté nada raro, pero cuando llegábamos a la zona sentí que estaba en peligro. Me decían que más adelante, que más adelante y, de repente, que me asaltan, que me asaltan feo. Me golpearon. Mire, mi joven, me tiraron los dientes”, se baja el cubrebocas para mostrarme los pocos que tiene, “me pegaron en el pie, por eso no puedo caminar bien”, señala su tobillo chueco, “me amarraron, me vendaron los ojos y me encerraron en la cajuela”, hace un silencio, yo también.
“No sé a dónde manejaban, pero de pronto frenaban el coche y me volvían a sacar para pegarme. Así, tres veces, cada vez más fuerte. No sé por qué, ya tenían mi dinero, ya tenían la unidad. Yo trataba de decirles que solo me dieran mi licencia y se fueran, pero no me dejaban. Creo que me iban a matar, me llevaban como para Canoa por la carretera viejita, pero se les acabó la gasolina, dejaron el carro ahí y se fueron”. El relato se detiene como si hubiera terminado. Asustado, pregunto cómo logró salir de la cajuela.
“En la madrugada, un señor bajó de La Malinche con sus perros. Oí que venían ladre y ladre; cuando los sentí cerca, me moví como pude para hacer ruidos y pegar con la lámina del taxi para que por lo menos se meneara. Yo creo que los perros me olfatearon, escuché cómo se acercó el señor y me dijo, ‘ahorita lo rescatamos’. Para mí fue una eternidad, no sé cuánto tiempo pasó”, don Pepe hace otro silencio.
“Luego volví a oír la voz del señor, ‘¡es aquí, es este!’. Entonces me sacaron unos taxistas que se asustaron cuando me vieron. Me desataron, ‘ahora le tocó a usted’, dijeron. Imagínese, mi joven, cuántos sufrieron lo que yo. Me trajeron con mi hermano que se espantó por lo jodido que me veía y me llevó al doctor. Me hicieron exámenes de todo, del susto que traía salí con 500 de azúcar y que estaba vivo de milagro. Fue una señal de Dios”, señala al cielo.
“Traté de agarrar el taxi para trabajar, pero ya no podía, veía borroso, estaba lesionado, ni siquiera dormía. Cada vez que cerraba los ojos… ah, jijo, no me quiero ni acordar. Dilaté mucho en mejorar”. Le pregunto si identificaron a los delincuentes, dice que no, que la policía le pidió mucho dinero para atraparlos, “al principio les daba, porque sí quería que se hiciera justicia, pero después vi que era puro cuento y se estaban aprovechando de mí. Qué tal que ya los habían detenido y a mí me seguían cobrando. Me cansé, les dije que ahí muere”.
Una señora joven que carga un bebé nos interrumpe la conversación. Le dice a don Pepe que el vestido que se llevó el día anterior no le queda, él le sugiere otro, “llévatelo a probar, güerita, y ya me lo traes si no”. Antes de irse me mira extrañada, él le dice, “es un amigo que vino a platicar”.
El apoyo familiar fue clave para que don Pepe siguiera alegrando las calles de San Felipe Hueyotlipan. Su hermana le regaló una caja con dulces, chicles y chocolates para que los vendiera afuera de su casa y, así, dejara de pensar en lo sucedido. La estrategia funcionó. “Primero fueron los dulces, luego me puse a hacer jugos de naranja con un exprimidor prestado y empecé a tener más clientes. Otro día me trajeron ropa usada y la colgué aquí, a ver qué pasaba”, señala hacia la pared. “Los que compraban jugos me preguntaban el precio de las cosas, yo les decía lo primero que se me ocurría, esto veinte pesos, estos quince pesos, así. Yo creo que daba muy barato, pero se me acababa la ropa. Se corría la voz y entonces llegaba gente a darme más piezas. Con la ayuda de Dios, sigo aquí, llevo cuatro años en esto”, dice tranquilo.
Miro el reloj, han pasado horas y ni él ni yo hemos comido. Debo irme. Le prometo juntar ropa usada de conocidos y llevársela. Me lo agradece, “usted que me trae ropa y yo que le hago un Limón con limón”. Trato hecho. Nos despedimos con el choque de puños instaurado en el protocolo pandémico. “Que no sea la última vez, mi joven”, le contesto que no, que volveré. Me alejo de su puesto sin que le interese mi nombre, a qué me dedico o a dónde irán a parar las historias que me contó. Lo menos que puedo hacer para conservar sana la memoria de don Pepe es escribir estas líneas, creo.