Capítulo 58
Tremedales de azucenas
Para seguir con el tema de la secta de las hermanas de la luz, quiero hacer un comentario muy personal: todos los grupos aglutinados en torno de creencias esotéricas o pseudoespirituales generan extremistas, fanáticos que luchan por las creencias aceptadas. Casi siempre, esos grupos se forman alrededor de una figura central, un gurú o maestro. Los integrantes –llamados a veces discípulos, estudiantes, adeptos o miembros– suelen renunciar a su vida como la conocían hasta ese momento y entregan su futuro, su tiempo y su dinero a la causa que defiende el líder. Por supuesto, ese fenómeno se da en función de promesas, pactos o acuerdos que casi siempre se proponen mejorar la vida del sujeto cooptado. Y claro, los fraudes y engaños son la norma. A veces incluso el líder se deja llevar por su propia tiranía o su propia convicción sobre los dogmas de la secta, y llega a creer que despojar a otros es su derecho.
Yo me pregunto, ¿qué hubiera pasado si el chofer no entrega las cintas grabadas al sacerdote? ¿Y si el sacerdote no me llama y las destruye? Quizá sería una de tantas historias desconocidas y sin importancia sobre una secta de señoras sin quehacer. ¿Podríamos pensar esa cadena de circunstancias como un milagro de la fe o suponerla una malvada coincidencia que, al revivir la noción del sigilo y sus peligros, también restableció su poder? Preguntas difíciles, habida cuenta de que los protagonistas no han vuelto a aparecer. Entre las ruinas de la casa de la antropóloga se recuperaron los cadáveres de once personas. Doce, contando el de Harper, que propiamente no falleció en la casa, pero sí el mismo día y en la acera de enfrente. Los cuerpos calcinados de Valentina, su marido, la niña y su nana jamás fueron hallados. Se cree que las fieras se los comieron, pero no se ha encontrado hasta ahora indicio alguno de su presencia dentro de la casa. ¿Habrá mentido el chofer? Eso sería posible si no existieran los casetes, única prueba de la existencia de las Hermanas de la Luz. El materialgrabado no cuenta todo, pero sí le da sentido a las acciones de personas que operaban a plena luz del sol en un vecindario céntrico.
Nos quedan unos cuantos minutos. La siguiente charla ya aguarda su turno. Recuerden que el tema es: “Cuando se deja una secta: duelo y aceptación”.
Termino mi relato con la parte final de la tenebrosa épica de las Hermanas de la Luz. Y cómo se relaciona con la idea de que el derrumbe de la casona de la 2 Oriente se debió a la intervención de fuerzas sobrenaturales.
Un momento. ¿Alguien podría pasarme una botella de agua, por favor? Muchas gracias. Prosigo:
Cuando Valentina llega a la casa de Catalina en busca de Julieta, momentos antes de que estallara la tormenta, observa un mar de azucenas en todo el jardín. De hecho, los camellones y los maceteros públicos también están sembrados de azucenas. La ciudad refulge, bajo las nubes negras del intermitente aguacero, con la blancura de esas flores. Será Julieta quien comience a develarle el misterio de esa extraña floración.
El chofer refiere parte del diálogo entre las dos amigas:
—¿Ustedes las sembraron, Julieta?
—¿Estás loca o qué te pasa? ¿A qué horas?
—¿Entonces? Se ven hermosas.
—No sé, ya conoces los caprichos de Catalina.
—Oye, pero ella nunca hace nada que no le reporte admiración o reflectores. O los dos.
—¿Crees que no habrá reflectores de la prensa cuando alguien les hable del fenómeno de las flores?
Julieta se muestra fastidiada al decir esto. Agarra de la mano a Valentina y la arrastra a la casa justo en el preciso instante en que caen las primeras gotas de lo que se avizora como otro chaparrón bestial.
La lluvia arrecia. Las dos amigas corren. Atrás de ella se escuchan unos pasos: Lupe Aparicio, alias “El Cañas”, sicario predilecto y segundo de a bordo de Vicente Centurión, acaba de entrar en busca de su jefe. El invasor amartilla su arma al ver las dos mujeres a lo lejos. En segundos toma posición de tiro.
La oscuridad repentina le impide apuntar con certeza. “A la chingada con las putas esas”, grita. Está a punto de disparar cuando un rugido se le deja venir de entre las sombras y le salta encima. Los animales salvajes lo han rodeado sin que él se dé cuenta. Grita y se revuelca. Pega varios tiros al aire hasta soltar el arma. Julieta camina entre arroyos de sangre. Se escucha el ataque de los animales despedazando al hombre todavía vivo. Los gritos se detienen al tiempo que las fieras arrastran el cuerpo hacia la espesura. “El Cañas” ha corrido la misma suerte que su patrón. Valentina se queda paralizada. Antonio entra en el jardín y corre desesperado en la oscuridad. Valentina le grita; Antonio no la oye. Julieta la toma de la mano y la fuerza a entrar la casa.
Una vez adentro, el chofer las oye discutir, pero no alcanza a distinguir sus palabras. Está a punto de intervenir para rescatar a la esposa de su patrón cuando hacen su aparición Antonio y Catalina. Entre todos atrancan la puerta con sillas y mesas. Los animales rugen y atacan lo que se mueva. Quizá el olor de la matanza los puso locos. Para rematar el cuadro, no hay nadie que los encierre. Valentina se cuelga del cuello de su marido, presa del pánico.
Catalina se vuelve hacia sus inopinados huéspedes:
–Siempre te creíste muy lista, ¿verdad, Valentina? –le espeta a su supuesta amiga, que tiembla como si le fuera a dar un ataque. Antonio se retira el saco para cubrir a su esposa y le dice a la anfitriona:
–Mira, Catalina, solo vinimos a despedirnos. Deja de perseguirnos. Ya no queremos nada con tu grupito ni con el sigilo ni los ángeles ni jaladas de ésas…
El hombre la mira con odio teñido de asco y fastidio.
–Cállate, perjuro. Tú prometiste darnos a la niña.
–Pues ya no. Y háganle como quieran. La niña está a salvo.
–No puedes torcer el destino de una misión como la nuestra.
–¿Misión? ¿Así le llamas a desfalcar a una tropa de viejas resecas, sin oficio ni beneficio?
–Tú sabías que el espejo negro nos anunció que Valentina sería la elegida, Antonio, no sé por qué te pones tan estreñido ahora –interviene Julieta–. Tu esposita era quien recibiría la semilla del mal…
Valentina, en ese momento, se vuelve hacia Antonio. Poco a poco deja caer el saco al
piso y da dos pasos en dirección a la puerta.
–Vamos, Valentina querida. No pensarás que todo el lujo con el cual te rodeó tu flamante marido iba a ser gratis toda la vida –Julieta suelta la carcajada–. A pagar, mijita. Bastante nos costó hallarte. Lo malo es que nos cebaste el negocio. Tu sangre no sirve.
–¿Qué? –casi grita Catalina.
–Se requiere sangre de vírgenes. Y tú y yo sabemos que de virgen no tenías ni las uñas cuando te casaste con Antonio –agrega Julieta–. La sangre dorada es sangre señalada, así le dicen al atole que traes en las venas. Mira todas esas azucenas allá afuera. ¿Sí sabes que esa es la flor de la virgen María? Pues alguien nos está mandando mensajes para que no nos metamos contigo. Y no lo haremos… De mi parte puedes irte, incluso, pero no sin antes hacer algo por la hermandad.
–Vámonos, Valentina –Antonio ruge en ese momento.
–Contigo ni a la esquina. –Valentina tiembla sin control. Le castañean los dientes. Mira a su esposo con un inmenso dolor.
–Momentito. Ustedes no se van hasta entregarnos a la niña. Ella es la que necesitamos –grita Julieta. –A ver, ahí les va de nuevo: la nena es un híbrido que puede ser el bien o puede ser el mal. Su naturaleza cambiante, producto de la mezcla entre la luz y las sombras, creó un ser que puede salvar o destruir al mundo. El exacto ser que anhela nuestro amo. ¿Estamos?
En ese momento Valentina se da cuenta de que todo el tiempo estuvo ciega, porque Julieta es en realidad una servidora del mal.