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domingo, noviembre 24, 2024

Sigilo 51

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Capítulo 51

 

Los seres bajos

 

La tía, finalmente, aceptó irse a Veracruz. Antonio no me dijo que había dejado un regalo para la niña. Una caja con un objeto para cuando ella fuera mayor. Me reí como loca –quizá de puros nervios– y le dije que alejara ese regalo de mi hija y de mi casa. Mi marido era bien predecible: yo sabía, estaba segura de que, por su lealtad a la tía, lo guardaría en algún lugar de su estudio, quizá la caja fuerte.

De nuevo me asaltó la sospecha de que Antonio me volvía la espalda. Esa era una sensación tornadiza. A veces, se volvía casi un mal recuerdo; en otras, resurgía con una fuerza tan grande que me hacía querer regresar a mi lugar en la recámara de Amaris. Pero ahora esa cama la ocupaba Maribel, y no la iba yo a sacar al cuarto de servicio o a la habitación que desocupó la tía sólo por mis necedades.

Sobre cómo encontró Antonio a la tía la noche que salió del hospital como tromba a buscarla, me enteré por terceros, como siempre pasa. Uno de sus clientes regulares —un ministerial con cara de bulldog y risa tipluda— llamó para “darle seguimiento” al tema de la búsqueda. El hombre me contó las peripecias de Antonio por las comisarías, hospitales y hasta en el SEMEFO. Pero luego de hacer mil llamadas y de recurrir a sus amigos infiltrados en la policía, descubrió que la doña estaba en la casa de Catalina.

Lo demás lo supe mucho después gracias a uno de los jardineros de Cata, testigo de la
ríspida entrevista. El muchacho me dijo que Antonio habló con la siniestra dueña del siniestro zoológico todavía de noche. El chico se hallaba restregando los mosaicos del vestíbulo cuando Antonio entró a la casa. Catalina lo recibió en bata de dormir. Y sí, le confirmó que su parienta le había pedido refugio y que accedió a ello para no dejar a la pobre mujer abandonada en la calle a esas horas de la madrugada. Luego de invitarle a mi marido uno de esos brebajes sospechosos que hacía con hierbas de su jardín –que él, por supuesto, rechazó–, le salió con una condición por demás extraña: no vería a su tía, ni tampoco se la entregaría, sino hasta que me llevara a mí y a la niña a su casa. Antonio le informó que Amaris había estado a punto de morir y aún no salía el hospital. Catalina, para presionarlo, sacó de un cajón un documento donde él, mediante su firma autógrafa, se comprometió a auxiliar en todo a las Hermanas de la Luz. Nuestra presencia –mía y de la niña– tenía que ver con ese compromiso y con algo relacionado con el sigilo. También, y para colmo, con un oscuro personaje a quien mi marido prestaba sus servicios.

Entonces sucedió algo que, de haberme enterado a tiempo, hubiese evitado muchas desgracias en mi vida y en la de otras gentes. Antonio se despidió de Catalina y salió de su casa decidido a acabar con la relación entre su familia y el sigilo. Amanecía y las bestias empezaban sus caminatas por los senderos de aquella casa de la 2 Oriente, con su señorial arquitectura del siglo XVII, ajena por completo a las pasiones enquistadas en sus entrañas.

Entre las frondas, de pronto,como una visión del pasado, apareció Julieta. Iba vestida de blanco. Miraba hacia el cielo, como buscando pájaros entre las ramas de los árboles.

—Entrega a la niña —le dijo con voz ronca. Tenemos que cerrar el sigilo. ¿No oyes cómo resuena el cielo con los aleteos de los seres?

Antonio, ya cansado de sus locuras, le contestó:

—Estás perdiendo la razón, Julieta. No oigo nada, ni veo nada.

Julieta llegó junto a él y lo miró a los ojos. Como si le hubiera caído un rayo, se alejó con un leve grito.

—¿Qué le haces a Julieta, Antonio?

Era Catalina, todavía en bata. El pelo cortísimo le escurría. Había interrumpido su regaderazo matinal al escuchar las voces en su jardín. Pensó que Antonio ya se había ido.

—Nada, ella solita se espanta. Catalina sacudió la cabeza al estilo de los perritos falderos para sacar el exceso de agua.

—Julieta necesita cerrar el sigilo, Toño.

Entrega a la niña o seguirá abierto. El mundo se está yendo al carajo.

—¿Y es mi culpa? ¿La de Valentina? Peor aún, ¿es la culpa de mi hija?

–Esa niña no te pertenece, Antonio. Tú prometiste entregarla a nuestra hermandad y recibiste una buena suma de dinero por ello.

– Ustedes nunca me han pagado nada –contestó él–.

– Pero nuestro cliente sí –respondió Catalina–; y para su protección debemos cerrarlo.

Él, sorprendido, reclamó que el tal sigilo ya estuviera abierto y no le hubiesen dicho nada. Julieta, de nuevo en una especie de trance, contó que las hijas de la luz lo abrieron sin su consentimiento, y ahora debía cerrarse porque por ese portal estaban entrando a nuestro mundo toda clase de entidades que no pertenecían a este plano material. Seres bajos que no habían tratado muy bien al misterioso cliente.

Antonio no pudo sino burlarse y preguntarle socarronamente qué onda con su histórico encuentro con los ángeles, que si el sigilo estaba abierto debía haber sido para el propósito planeado según las instrucciones de John Dee.

–Al parecer, Julieta, no te das cuenta de que estás perdiendo todo, muy particularmente el respeto hacia ti misma, con ese cuento de los famosos ángeles, una historia pirada para sacar dinero a cambio de promesas imposibles de cumplir. Entiendo que en el siglo XVII haya habido ingenuos que le creyeran a un alquimista como Dee, pero estamos en otro siglo. Hay información por todos lados.

Julieta soltó una carcajada histérica.

—Las promesas se van a cumplir. Vicente vendrá y los seres lo pondrán en su sitio. Esos
seres están dispuestos a darnos todo si les cerramos el paso a los ángeles. No sé si lo sepas, Antonio, y si no, te lo aclaro: Yo soy la elegida. De entre todos los mensajes que recibí del ángel en el desierto, ése es el que tú y tu divina familia deberán aprenderse de memoria.

Fastidiado, Antonio entonces exigió la entrega inmediata de su tía, sin condiciones. No quiso saber nada más de ese asunto. Le advirtió a Catalina y a Julieta que, si se acercaban a mí o a nuestra hija, utilizaría contra ellas todo el poder acumulado a lo largo de los años en sus turbios negocios. A Catalina le señaló que era una mujer mayor, sola, a quien sus hijos no daban muestras de reconocer como madre. Y a Julieta, le recordó que era una perseguida. Y que tenía información privilegiada: su marido se había enterado dónde estaba ella y de lo que había hecho con su gente en Sonora. Que debía tener cuidado pues un mercachifle como Harper no iba a protegerla de la venganza segura de Vicente.

–Si creen que el búnker que tienen ahí abajo es un lugar al cual no llegaría Vicente, les sugiero irse buscando otro. Tampoco el penthouse, porque él tiene la clave del panic room. Mejor desaparezcan, váyanse a otra parte con su sigilo.

Cuando la tía llegó, lo vio con tristeza. Antonio la subió a su camioneta y le ordenó a su chofer dejarlo en la casa del juez Peralta, y llevar a la doña a Veracruz. Cuando él bajaba de la camioneta, su parienta le dijo –con solemnidad de chamana– que abjurar de la familia era traicionarla. Que no quiso lastimar a Amaris, pero los mensajes de whatsapp la convencieron de que esa preparación de sustancias era la correcta para protegerla del covid, y por eso se la dio.

Antes de irse, Eulogia le entregó la caja, el regalo destinado para cuando Amaris fuera grande. Antonio lo desenvolvió y vio un espejo negro, de obsidiana. Si yo también hubiese abierto el regalo, lo habría utilizado antes de que las calamidades destrozaran nuestro, ya de por sí, precario entorno.

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