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jueves, noviembre 21, 2024

Sigilo 48

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Capítulo 48

 

La invasión del mal

 

Cuando llegó Antonio salimos a ver los extraños pájaros que durante el vendaval siguieron chocando contra los ventanales de la casa. Sus cadáveres tapizaban el adoquín que rodeaba al inmueble. Le pedí a Maribel que mantuviera en su recámara a la niña. No quería verla recogiendo los cuerpecitos inertes para resucitarlos. Aunque el desmedido número de aves hacía imposible siquiera pensar en la repetición de un prodigio así.

–No salgan tú ni ella –le pedí a la enfermera convertida en nana–. Procura hacerla dormir, ya ves que durante la tormenta estuvo muy inquieta.

En realidad también Maribel recordó el incidente de la golondrina. Y así me lo dijo. Pero el espectáculo de la mortandad aviar superaba cualquier cosa que nuestros ojos hubiesen visto. Así que no puso reparos para quedarse en el interior de la casa mientras mi marido y yo salíamos a inspeccionar el desastre.

Además, los canales de noticias insistían en que el fenómeno había afectado a varias zonas de la ciudad. Nutridas bandadas de diversas aves se estrellaron contra ventanas, torres, postes de luz, anuncios espectaculares. La alfombra siniestra cubría espacios residenciales, barrios y calles del centro histórico. Un ataque de sucesivas parvadas enfurecidas había chocado contra la campana María de catedral con un ritmo asombroso que le sacó repiques como si anunciara el fallecimiento de una persona. Durante la tormenta, en forma pausada e intercalada, la campana anunció la muerte de hombres, mujeres y niños, según un código que sólo los campaneros profesionales conocen.

–Vamos tener que contratar una grúa para levantar esto –dijo Antonio–, juntos estos pájaros han de pesar como dos toneladas.

En nuestra ronda de inspección yo me dediqué revisar la parte superior de las aves. Ninguna tenía cabeza ni cara humana. Eso no acabó de tranquilizarme, pero me permitió terminar la revisión con menos aprensión. En especial cuando escuché el dictamen descarnado de Antonio, a quien no tuve más remedio que explicarle por qué me detenía a ver tan detalladamente a los pajarracos.

–Cuando algo o alguien se estrella contra una superficie, sus características habituales se deforman. Imagina cómo te verías tú estrellándote a gran velocidad contra un cristal de 25 milímetros de espesor. Ni te reconocerías…

Su opinión me pareció probable pero bastante patética por la manera de expresarla. ¿Por qué tenía que ponerme a mí de ejemplo y no a Maribel? Yo preferí imaginarme a su tía colisionando a tal velocidad que su cara adquiría las facciones de una harpía. Pensé que en la vida real no estaba lejos de parecerse a una de ellas. Mínimo a varios de los zanates muertos.

La tranquilidad adquirida me sirvió para esperar los dos días que tardaron los empleados de una constructora en venir con sus camiones a levantar el averío desperdigado. Dos días en los que preferí no salir, aunque de vez en cuando me asomaba a ver si los pequeños cadáveres seguían sitiando mi casa. Amaris y su nana tampoco salieron de su cuarto. La ciudad estaba igual, paralizada en parte por las labores de limpieza que rebasaron la capacidad del ayuntamiento. Alguien sugirió que les pasaran por encima una aplanadora para así cubrir los baches que, como cada trienio, comenzaban a llenar de cráteres el pavimento de la ciudad.

Cuando vi que el camión de volteo se retiraba con su carga espantosa me acordé de repente de unos versos de Góngora que solía repetirnos nuestra maestra de Literatura Barroca:

Guarnición tosca de este escollo duro
troncos robustos son, a cuya greña
menos luz debe, menos aire puro
la caverna profunda, que a la peña;
caliginoso lecho, el seno obscuro
ser de la negra noche nos lo enseña
infame turba de nocturnas aves,
gimiendo tristes y volando graves.

Aunque en el caso de Góngora esas gimientes voladoras no eran aves sino murciélagos.

Pero si el confinamiento me trajo cierta tranquilidad, no pasó así con las noticias que comenzaron a llegar por televisión, redes sociales y llamadas telefónicas.

La noche del día siguiente del suicidio de las aves, Catalina habló para informarme que una de las Hijas de la Luz más asiduas a las sesiones del grupo había perecido con su marido durante un tiroteo, en un Oxxo de Guadalajara. El sanguinario ataque parecía haber sido dirigido contra ella, una tranquila e inocua ama de casa. En el asalto murieron también dos empleados y otros 4 clientes. A ella le contaron 44 heridas de bala repartidas entre la cabeza y tórax. A su marido sólo le dieron un tiro, pero mortal. Los asesinos no se robaron ni una bolsa de papitas.

La presentadora del noticiero de las 10 de la noche lo inició ese día con un reportaje sobre la mosca quebrantahuesos, extinta desde 1836, vuelta a aparecer en Ariége, en los Pirineos franceses. Una plaga de moscas carnívoras, de cabeza naranja, fundamentalmente carroñeras pero que, a falta de cadáveres de venados, parecían haberse convertido en el azote del ganado vacuno de la zona e incluso habían atacado a infantes indefensos.

En la mañana del día dos después del ataque de las harpías (yo volví a pensar que eran eso y no otra cosa, pese al dictamen de Antonio), mientras desayunaba viendo la noticia de que un cártel se había apoderado del ayuntamiento de una importante cabecera municipal y despachaba ahí con cabildo y todo, Catalina me dio la noticia de que a Sonia, una de las siete Hermanas de la Luz, las del círculo selecto, la encontraron muerta adentro de su coche en las afueras de la ciudad. Los asesinos la degollaron y le marcaron el pecho, a cuchillo, con una estrella de 7 puntas y una palabra en latín que las autoridades no habían querido revelar. Esa noche su caso se incorporó al creciente número de víctimas de feminicidio en México y en el mundo entero, en una escalada que no tenía precedentes. En el twitter, al mismo tiempo, se hizo viral el hallazgo del cuerpo de una mujer flotando en el río Atoyac. Abierta en canal y con señales de haberle arrebatado a su hijo nonato.

Pero el mal, el verdadero mal, invadió nuestro hogar a la 3:30 de la madrugada. A
esa hora Maribel entró a decirnos que Amaris sufría de una diarrea incontenible que ella había tratado de combatir, sin éxito, con lo que el médico le recetaba habitualmente. Pero que en ese momento ya no lograba despertarla: la nena estaba desmadejada y fría.

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