Capítulo 43
La muerte pierde la brújula
Los días bañados por la sospecha suelen pasar más lentos que aquellos donde la vida reposa en la confianza. A partir de la revelación del hematólogo comencé a ver a todos con un recelo que a veces no podía disimular. Si, como decía mi maestra de arte barroco, cada quien tiene su propia estrella, yo sentía que las siete puntas de la mía se desquebrajaban poco a poco, causando una serie de contratiempos severos en mi vida.
Catalina seguía comportándose de manera extraña. Cada vez que yo quería ir a su casa para visitar a Julieta, ella insistía:
–Sí, pero debes venir con la nena. Si no, no.
De repente me pareció que mi amiga se había escapado de un encierro para caer en otro. Y que mi hija era el blanco de intereses totalmente oscuros para mí. En especial me inquietaban las palabras que el supuesto ángel le dijo a Julieta. Palabras que deseaba escuchar de sus propios labios, con las aclaraciones que sólo ella podría darme. Nadie más, pensaba, me diría la verdad sobre el asunto.
Pero a quien más reservaba mi desconfianza era a Maribel. Sólo verla me provocaba una aprensión automática. Sin embargo esa sensación no estaba reñida con el afecto que le debía por todas sus atenciones y, sobre todo, por el esmero y celo que mostraba en el cuidado de Amaris.
Ella y la nena se habían vuelto muy cercanas. Varias veces las sorprendí hablando el mismo idioma extraño con el que otras personas de mi entorno solían comunicarse a mis espaldas. Aunque Antonio me advirtiera que no pensara ni dijera eso porque alguien podría poner en entredicho mi cordura.
–Y hasta podrían quitarte la custodia de la niña–me amenazaba veladamente.
–Así, bien loca, imagínate lo que me harías– le contestaba con sonrisa maléfica.
–Mi vida, te estoy hablando en serio –decía Antonio, pero siempre acababa subyugado por mi lengua recorriendo despacito mis labios, en una clara invitación a la aventura de esa noche.
Y aunque la broma seguía hasta que el calor de nuestros cuerpos nos obligaba a apaciguarlo bajo la regadera o en el vestidor, lo cierto es que mi marido se ponía muy serio, casi enojado, cuando me oía reclamar la forma en que me excluían todos del territorio lingüístico.
La gota que derramó el vaso ocurrió el día en que regresé más temprano de lo acostumbrado a casa, y escuché a mi hija y a su cuidadora hablando en esa jerigonza turbia que también compartían Julieta y mi marido. Me sentí realmente ofendida al comprobar la secrecía del grupo, esa especie de complicidad que nadie me compartía, a pesar de que se trataba de mi propia hija.
Al entrar a la sala, me enterneció el espectáculo de esas dos bellezas rubias que se arrojaban una a la otra unas pelotas de colores que Maribel usaba para animar a la niña a levantarse y caminar sin necesidad de apoyarse en los muebles. La bebé, como de costumbre, no reía pero en cambio emitía sonidos que podían identificarse cómo de felicidad absoluta. Maribel la animaba -o eso me imaginaba porque no entendía ni una sola de las palabras salidas de su nívea garganta- a caminar solita.
No tuve tiempo de hacer ningún reclamo. En la sala sólo estábamos Maribel, la niña y yo. Y la tía que en esos momentos llegaba con un servicio de té y una mamila de Chokomilk para la beba, que amaba el batido de chocolate.
En ese momento se escuchó un ruido seco, demoledor, como si una piedra hubiese chocado contra el cristal de la terraza. Por unos segundos nos quedamos congeladas, atentas al silencio profundo creado por las últimas ondas del estruendo. Al ver que no siguieron más golpes, salimos corriendo a revisar la terraza: una golondrina en pleno vuelo se había estrellado contra el vidrio. Su cadáver yacía cerca de una maceta de geranios.
Mientras nosotras nos cerciorábamos del estado del cristal, la única que se acercó al animal muerto fue Amaris, quien normalmente gateaba mucho y rara vez caminaba sola, pero en ese instante caminó con pasitos titubeantes y sin embargo rápidos hacia la terraza. Todas nos volvimos a verla para decirle que no agarrara a la golondrina, pero ya la bebé la había levantado entre sus manitas y, tras decir dos palabras extrañas -parecidas a gritos de delfín- que ya identificaba como ese idioma raro de mis desvaríos, el ave resucitó. El ave no tardó más allá de dos segundos revoloteando en el cuenco de las manos infantiles, como agradeciendo el gesto de haberla levantado del suelo y de la muerte… y voló, ligera y grácil, de regreso a las vigas donde tenía su nido.
Las tres mujeres adultas nos quedamos estupefactas. Sólo Maribel se acercó a la niña, comedidamente para no asustarla, y le alabó el prodigio. De sus labios salió una frase enigmática que resumía de una manera críptica la resurrección de la golondrina:
Todos tenemos un ángel, un guardián que nos protege. No podemos saber qué forma tomará. Un día es un anciano; al día siguiente, una niña. Pero no dejes que las apariencias te engañen. Pueden ser tan feroces como un dragón.