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viernes, noviembre 22, 2024

Sigilo 31

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Capítulo 31

Trazos para un sigilo

 

Debo confesar que mis conocimientos sobre la naturaleza de los sigilos era bastante superficial y chabacana, para nada esotérica. O cuando menos no en el sentido que a este término le daban algunas de las iniciadas en la cofradía selecta de las Hermanas de la Luz. Y de esto las responsables eran Julieta y Catalina.

Los primeros ejercicios que nos ponían a hacer a las recién ingresadas tenía más de magia de revista especializada en noticias de celebridades y otras banalidades, que de conocimiento iniciático. Yo los veía más como una actividad de ocio y entretenimiento, anterior al momento en que Julieta comenzaba a repartir martinis.

Uno de esos ejercicios era hacer un sigilo. Catalina nos advertía sobre su enorme utilidad: era un símbolo mediante el cual podríamos obtener cualquier cosa que deseáramos. Pero además de hacer el dichoso sigilo, teníamos que programarnos para recibir su mensaje, estar atentas a todos los sucesos a nuestro alrededor. Y favorecer que las cosas sucedieran como una respuesta no sólo a nuestros deseos sino a nuestros esfuerzos. Nada podía llegar de la nada. El ejercicio, en el cual siempre terminaba guiándonos Julieta consistía en escribir, en una hoja de papel, uno de nuestros deseos en primera persona y en tiempo presente. El papel no podía ser otro sino el que nos daba Catalina, el cual, además de proceder de árboles de la India, había pasado por varios rituales de los que ella acostumbraba realizar a la luz de la luna llena.

Las frases desiderativas, como muy pomposamente las llamaba Julieta y que no eran otras que aquellas que expresan un deseo o una súplica, podrían ir desde el clásico “Yo quiero un empleo” o “Deseo conocer Hawái” hasta “Quiero sanar de la fibromialgia” o “Yo quiero un marido rico”. Esta última era una de mis frases predilectas. Ya una vez escrito el deseo, debían tacharse las vocales y las letras repetidas y obtener una especie de anagrama compuesto por puras consonantes. “Yqrnmd” eran las letras que a mí me resultaban de esa operación. Luego debía dibujarse, con esas letras, el símbolo propiamente dicho. Insertarlas, como si fueran una firma sofisticada, dentro de un triángulo, un círculo o un cuadrado, o unirlas entre sí en un trazo único. A mí siempre me salía una especie de exlibris o de logotipo de botanas. Para activarlo, decían nuestras instructoras, bastaba con
visualizarlo mientras se meditaba a fondo, sin hacer caso de distractores (moscas que vuelan, asientos incómodos, listas de compras), en completo arrobamiento de ser posible; sin eso, los papelitos no servían más que una carta para los reyes magos. Yo debo haber entrado algún día en éxtasis porque, después de varios papelitos con mi frase, Julieta me encontró un marido rico. El sigilo que no me funcionó fue el que tracé con una de mis frases predilectas: “Yo quiero un marido que nunca me guarde secretos”. Me faltó meditación, sin duda.

De todo esto me acordé en la fiscalía cuando me fui a entregar los videos que encontré en la casa de Julieta. Según yo deberían servir para abrir otra línea de investigación. A ver si así lograban encontrar y liberar a mi amiga.

Pero antes de eso pasé a mi casa. Ya era de noche y todos dormían, creyendo que seguramente yo hacía lo mismo. Aún temblaba como una gelatina, espantada por la última escena del video de vigilancia y la constatación del poder de los sigilos, cuando entré a mi recámara. Guardé la bolsa con las cosas en el clóset de la niña. No quería saber nada ya de
cosas esotéricas. Al día siguiente, después de una noche de pesadillas y sobresaltos continuos, llegué a la fiscalía con una USB en la cual había reunido todos los videos que, creía yo, servirían para dar con los secuestradores de mi amiga. Ya en el interior del
siniestro edificio me indicaron que me iba a atender un abogado de la Fiscalía Especializada en Investigación de Secuestro y Extorsión.

-¿Sí? ¿Qué la trai por aquí, mi reina? -me soltó el abogadete.

-Quiero ver el estatus de una denuncia -le dije al barrigón.

-Uuuyy, ¿así sin lubricante? -preguntó el pelado, haciendo el signo de pesos con los dedos.

-No traigo efectivo, señor…

-Acepto transferencia electrónica. O cuerpomático, si lo prefiere- dijo y me guiñó el ojo. Su sonrisa libidinosa era repugnante, no solo por el gesto sino por sus dientes sarrosos.

Busqué en mi bolsa y encontré un billete de 500 pesos.

-¿Se conforma con esto?-El infame tomó el billete con cara de deleite. -Pus ya qué -dijo y se encogió de hombros.

-¿De qué delito estamos hablando, lindura? -prosiguió, ya sin guiño de ojo.

-El secuestro de mi amiga Julieta García -contesté con cara de veneno para ratas.

-¿Fecha y número de expediente?

Le extendí una tarjeta con los datos. Mi esposo me había prevenido de lo que suelen pedir en los ministerios públicos.

El tipo se levantó para consultar a uno de sus superiores y me dejó esperándolo un buen rato. Aburrida me levanté y comencé a deambular por la oficina. Nadie me prestó atención; al tratar de regresar a donde me estaban atendiendo me adentré en una serie de escritorios donde al parecer interrogaban a varios detenidos. Frente a uno de ellos me encontré con una vieja conocida de mi época de andanzas: la Chío. Sin pensarlo mucho contesté su saludo y me senté junta a ella. Se encontraba sola; le habían dicho que alguien vería su caso, pero después de más de tres horas nadie le prestaba atención. La chica
era una habitué de los antros más sórdidos; una de esas presencias que le dan un sesgo insolente pero gozoso a cualquier lugar. Nunca la vi salir con el mismo hombre y casi siempre se escapaba con un recién conocido, alguien de quien tal vez no sabía ni el nombre, pero que no tenía problema alguno en poner a su disposición una cartera generosa.

Estaba ahí acusada de complicidad en el secuestro de unas niñas. Pese a eso se mantenía tranquila. Me acogió con alegría y me aseguró que todo se trataba de un malentendido, que ella trabajaba de sol a foco, o sea, de las 2 p. m. a las 5 a. m. Que tenía miles de testigos de ello. ¿A qué hora iba a cuidar niñas secuestradas si lo que necesitaba era llegar a su departamento a dormir?

Al verme, la chica se acordó también de Julieta, y de una noche de copas en que mi amiga desaparecida, medio borracha, desplegó sus enseñanzas para hacer sigilos, pese a que el ambiente ruidoso del lugar no era lo más propicio para esas rarezas mágicas. Recordaba muy bien que servían para solicitar ayuda a los ángeles guerreros. Después de eso no había vuelto a elaborar ninguno, pero el que hizo esa noche le sirvió para obtener en algún momento una ayuda económica poco probable. Animada por su conversación, y sin saber de qué otra manera podía ayudarla en su comprometida situación, le sugerí que hiciéramos uno juntas. Tomamos un papel del escritorio y entre las dos lo dibujamos. La frase inicial la escribió ella y me pareció un deseo poco probable de cumplir, sobre todo de la manera tan inmediata en que estaba formulado. Optamos por juntar las letras y colocarlas en el interior de un triángulo equilátero que nos salió casi perfecto. Ella dobló el papel, lo guardó en el interior de su brasier y cerró los ojos. Yo estaba a punto de levantarme para buscar el escritorio del abogado gañán, cuando de manera casi simultánea sucedieron varias cosas. A grandes pasos se acercó a nosotras el patán que me había dejado esperándolo, con cara
de estar dispuesto a reclamarme el haberme movido de ahí. No puse mucha atención en él porque en ese momento vi unas sombras que se movían alrededor del fiscal encargado del caso de mi amiga, colocándose otras a un lado de los ministeriales, y haciendo un cerco en torno a acusados e investigadores. El fiscal entonces recibió un papelito de parte de su secretaria. Se levantó y llamó en voz alta a mi amiga. Con tono de poca satisfacción le dijo que se fuera, que nadie había presentado cargos contra ella. Ni los presentarían.

El abogado, aparte de reclamarme por mi incursión en otras investigaciones, me pidió que regresara en dos días cuando estuvieran los ministeriales a cargo del asunto de Julieta. Lo vi con desagrado sin contestarle nada. Dejé a la Chío recibiendo las escasas pertenencias que le decomisaron: un monederito y tres condones. Yo me encaminé a la casa de Catalina. Iba dispuesta a saber la verdad de una vez por todas.

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