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jueves, noviembre 21, 2024

Sigilo 23

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Capítulo 23

 

El mundo impasible

 

Luego de haber cerrado con llave el cuarto de la Pancha, bañé a la niña y la acosté a dormir. Antes de meterme entre las sábanas y poner en la pantalla alguna película vieja, me di una ducha rápida. Fue entonces cuando noté que las marcas rojas estaban apareciendo de nuevo en mi abdomen. Recordé la recomendación del hematólogo: “Señora, no espere a llenarse de moretones o derrames. Acuda de inmediato al servicio de urgencias si le vuelven a aparecer”.

Miré con detenimiento la forma de cada mancha. Eran totalmente circulares con unos bordes entre morados y café verdoso, como si se tratara de golpes de varios días. Sin querer los relacioné con los verdugones marcados en la piel de Julieta. Me pregunté si ese video se habría grabado en este mismo departamento. Un escalofrío recorrió mi espalda. Salí envuelta en la bata de baño que tanto amaba Julieta y me recosté en la cama. Las imágenes terribles de la grabación daban vueltas en mi cabeza. No me explicaba de alguna manera racional la escena de tortura guardada en un cartucho antiguo.

–¿Quién eres tú para juzgar a los demás, putita? –resonó la voz de siempre en mi cabeza.

Prendí la pantalla. Me entretuve recorriendo las opciones de Netflix. Opté por dejar un canal de YouTube, de narraciones contadas por un estupendo locutor poblano, el ingeniero Cantalapiedra. Sus historias siempre impactantes por lo bien platicadas solían llevarme a pensar en otra cosa cuando estaba estresada. O a dormirme. Empecé a escuchar el relato de la semana sobre el bosque rumano de Hoia Baciu, un sitio cercano a la Transilvania del conde Drácula.

El bosque está situado muy cerca de la ciudad de Cluj-Napoca y es un lugar rodeado de leyendas de todo tipo. Una de ellas es muy similar a las de las cuevas de la sierra de Tentzo, puerta de entrada a la vasta Mixteca poblana. Quien entra en una de ellas no vuelve a salir hasta que a otro incauto se le ocurre meterse. Algunos pueden quedarse atrapados unas horas, pero otros salen después de varios años o décadas. En el paraje rumano, relataba el ingeniero, desapareció una niña que reapareció con la misma ropa y la misma edad aparente de cuando se extravió, cinco años después. Nadie supo donde había estado y para ella sólo transcurrieron unos cuantos minutos. Pero como en las cuevas del Tentzo, no todos tiene la fortuna de regresar. Eso le pasó a un pastor y sus doscientas ovejas que se perdieron en Hoia Baciu y de los que no volvió a saberse nunca.

Pero esas leyendas locales no son, por sí mismas, el motivo de la fama internacional del sitio, sino las varias historias de ovnis que al parecer tenían o tienen ahí una base de operaciones. O al menos así lo creen los especialistas y los creyentes de tal asunto. La historia en la que se detuvo morosamente el relato de YouTube se centraba en la experiencia del técnico militar Emil Barnea y su novia, Zamfira Matteaque, quienes en agosto de 1968, cuando en México nos preparábamos para ser sede de los juegos olímpicos, tuvieron un espectacular avistamiento: un disco metálico, de color plateado, que brillaba en el cielo y al cual el Emil pudo tomarle cuatro fotografías. Luego, el objeto despareció del firmamento de manera vertiginosa. Ése y otros avistamientos similares originaron las especulaciones más contemporáneas sobre el fenómeno: las desapariciones son ocasionadas por los ovnis que descienden para abducir a los lugareños.

El cansancio me hizo caer poco a poco en un sueño inquieto, al que me acompañó la voz grave y profunda de Cantalapiedra. Quizá sugestionada por el relato, soñé con un lugar umbroso y helado, una extensión rodeada por inmensos árboles entre los que veía corriendo a mi amiga Julieta. La perseguía una sombra negra que le gritaba improperios en un idioma extraño; el mismo que la escuché emplear con alguien cuando la sorprendí hablando por teléfono en su departamento. En mi sueño, la veía desaparecer en lo más intrincado del paisaje onírico: un follaje amenazador que parecía cerrarle todos los caminos. Yo, angustiada, corría atrás de ella y de la sombra que estaba a punto de alcanzarla en cualquier momento. De repente me encontré en un claro del bosque, una superficie circular desierta en la que sólo crecía un débil césped, de un verde azulado, en cuyo centro, de pie, se hallaba una pequeña niña. Aun sin acercarme a ella la reconocí: era Julieta en versión infantil. Me saludó en la misma lengua extraña como si yo debiera entenderla… Su rostro era de la misma blancura insólita de la tez de mi hija.

Me desperté bañada en sudor a mitad de la noche. La voz de la niña Julieta aún resonaba en mi cerebro cuando, en la oscuridad, escuché unos ruidos: alguien está intentando abrir la puerta. Mentalmente maldije a Julieta por no haber cambiado la chapa de entrada por una automatizada cómo todas las demás de la casa. Con la luz del celular me dirigí al cuarto de la niña y la alcé en brazos, tomé unos biberones del refrigerador y me abalancé a la puerta sellada del panic room.

Sin saber cómo, en mis intentos por descubrir su mecanismo de apertura, acerqué mi rostro a la pantalla y el cuarto se abrió. En ese preciso momento el intruso, fuera quien fuese, logró entrar al departamento.

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