Capítulo 21
El ojo del delfín
La neblina de una parte del camino de Perote a Puebla me obligó a detenerme en una ranchería. La bebé no paraba de llorar. Una mujer en una fonda del camino me vio batallando con el cambio de pañales y el biberón que la pequeña se negaba a tomar. ¿No te gusta porque está fría?, le preguntaba como si me pudiera contestar. Ante los berridos de la hija y la madre, la dueña del figón ofreció su ayuda. Sin darme tiempo a rechazar la ayuda, la señora, con habilidad de abuela, levantó a la pequeña -que en ese momento iba disfrazada de niño- y dio su veredicto: le están saliendo los dientes. Ven, te daré algo para sus encías. En su cocina vació aguardiente en un frasco, lo tapó bien y me lo dejó. Para el camino, dijo. Pensé en las medicinas de marca que había usado con mi primera hija. De haber sabido: a la primera repasada de aguardiente en sus encías, la bebé dejó de llorar. Este muchacho ya sabe lo que le va gustando, dijo la vieja entre risas. Luego me convidó una taza de café con piquete y una buena rebanada de pan de queso. La llegada de la neblina me obligó a despedirme. ¿No quieres que cambiemos al niño antes de que agarres camino?, me preguntó. Sabiendo lo que iba a encontrar, y para no levantar sospechas, aduje la falla de mis faros delanteros. Y de nuevo, la mujer agarró a la bebé y la colocó con cuidado en su mesa de la cocina. Entre arrullos y esa plática secreta que se establece siempre en entre personas ubicadas en las antípodas de la vida, la anciana y la bebé formaron un cuadro que se ha repetido a lo largo de la historia de la humanidad: la ternura en su forma más genuina. Al borde de las lágrimas, abrumada por las preguntas que de seguro me haría nuestra improvisada anfitriona, me retiré al patio por aire fresco. A los 15 minutos la patrona me entregó a la niña, la pañalera, dos mamilas con leche fresca y calientita.
—Mujer, no te corro, pero ya vete —me dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
—La neblina no tarda en caer. Este angelito tiene buen tino: me dio una buena bañada. Su pilín parece tener brújula. Mira, me bañó los pechos.
La señora reía y se secaba con una servilleta la tropelía del niño. ¿Niño? Asustada, le di rápidamente las gracias y me encaminé al coche. Cuando puse a la niña en su silla del auto, no tardó en caer dormida gracias a la acción benéfica del aguardiente. No podía creer lo que acababa de pasar. Preferí concentrarme en la carretera. El inesperado silencio y la neblina me pusieron a pensar en lo difícil que sería vivir más de dos días con Catalina en su casa. No creo que ella fuera tan discreta como la doña de la fonda, quien se hizo mi cómplice al darse cuenta de que el niño no era varón sino mujercita. Tenía que encontrar otra solución. De pronto recordé: el departamento de Julieta se había quedado un largo tiempo a merced de porteros, familiares apócrifos, policías ministeriales y toda una pléyade de personajes rapiñescos. Ahora ya estaría abandonado a su suerte. Por la propia Julieta sabía que el mantenimiento y los gastos de esa casa estaban cubiertos mientras durara el dinero de un fideicomiso establecido solo para solventar sin falta los pagos mensuales que siempre son la señal de alarma cuando no se cubren por un tiempo largo. Tener todo cubierto tenía sus bemoles. Nadie sospecharía que ese lugar de gran lujo podría quedarse sin ocupación para siempre, en caso de que la dueña jamás apareciera ya. Vaya idea. Olvídate un momento de Julieta, me dije. Pero la sensación de apremio crecía y me perseguía la idea de que mi amiga me tendía su mano desde su reclusión, como me perseguía la petición de última hora que me hizo cuando la secuestraron.
Cuando entré a la ciudad, me enfilé directamente a la tranquila colonia residencial donde se hallaba el departamento de mi amiga. Pero tenía un problema: el llavero con todas las llaves de mi vida se había quedado en la casa de Veracruz. Doña Ofelia se había encargado de ponerlas a resguardo. O eso me informó mi marido en su momento. Ignoro si él sabía que uno de aquellos manojos de llaves contenía las dos llaves del departamento de lujo de Julieta. Estacioné el vehículo a unas cuadras. La imagen de mi pobre carcacha podría despertar sospechas entre los inquilinos de ese edificio híper vigilado. Me di un peinazo y otro a la nena disfrazada de nene y me dirigí con paso firme a la entrada del estacionamiento, siempre abierta. El jefe de mantenimiento se hallaba tomando un refrigerio y ni siquiera se molestó en mirarme. Pasé hacia los buzones. El de Julieta se abría mediante un truco que ella me enseñó a realizar con un pasador. Por si algún día me da un infarto en la noche, me previno, aquí está un llavero de repuesto, casi a la vista de todo el mundo. Malabareando con la niña y la pañalera, me las ingenié para abrir el buzón. Entre folletos, sobres y revistas de moda se hallaba el delfín con un ojito azul que yo le había dado para poner esas llaves extras. Luego tomé el ascensor y entré al departamento sin ser vista.