Capítulo 20
El ejemplo de las tinieblas
Como en las películas gringas de acción, cambié mi lujoso auto nuevo por comida, alojamiento y una estaquitas que se caía a pedazos. No me importó; prefería llegar viva a la ciudad. En alguna gasolinera había pedido a un dependiente que me ayudara a destruir el GPS del auto, pero no tuvimos suerte. Ni lo encontramos. Yo sabía que mi auto y mis rutas se hallaban o hallarían muy pronto vigiladas. Me arriesgaba a ser detenida en cualquier punto del camino. Luego de una noche de descanso en un hotel de dos estrellas cuyos huéspedes más connotados eran las cucarachas y uno que otro ratón de campo, la niña y yo subimos de nuevo a la destartalada camioneta y nos fuimos despacito por la carretera federal. En Xalapa compré un tinte de pelo, ropa de bebé, algunas prendas usadas para mí, y muy pronto parecía yo la mujer de algún comerciante pobre del rumbo viajando con su hijo, un hermoso varoncito de hoyuelos en las mejillas y gorra de los Diablos Rojos del México.
Pasamos una semana escondiéndonos en pueblitos. En una miscelánea de Perote compré un celular desechable. Pensé que ya era tiempo de buscar ayuda. El poco dinero que conservaba en mi tarjeta de débito se extinguía de forma alarmante. Y el único número en mi memoria era el de la Cata. Cuando escuché su voz, me eché a llorar sin poder siquiera decirle quién era yo. Su voz estentórea horadó mi tímpano. Traté de tranquilizarme, de otra forma mi amiga jamás volvería a contestar una llamada de ese número. Luego de informarle a grandes rasgos mi situación, ofreció depositarme dinero y darme un lugar en su casa para mi pequeña y para mí. Le prometí que me cuidaría. En ese momento no supe el porqué de su insistencia en que le diera la fecha exacta de mi llegada. No se la di. Simplemente iría a mi pasito y ya le avisaría cuando estuviera cerca de su casa.
El viaje de regreso a la ciudad de Puebla fue mucho más relajado. Estaba segura de que mis tribulaciones inmediatas acabarían por convertirse en un nuevo arranque en mi vida. Quizá no obtendría tan rápido las respuestas a tantas interrogantes que me asaltaban noche y día, pero al menos la distancia me pondría una perspectiva más clara de ese espantoso asunto de mi secuestro y encierro forzado. En días previos, la preocupación por sobrevivir y pasar inadvertida ahuyentó las especulaciones de mi cabeza. ¿Qué pasaba con mi esposo? ¿Por qué su enojo y sus sospechas? Quizá alguien le había contado chismes sobre mí. En el mundo arrabalero que me gustaba frecuentar, las envidias y las traiciones eran siempre de esperarse. Sin embargo, el otro mundo, el de mis amigas y nuestros estudios estaba ahí con su delicado entramado de risas, tés exóticos, galletitas de canela y un genuino compromiso con el conocimiento. A veces pensaba que mi grupo era en realidad una reunión de amas de casa aburridas de no ser incluidas en la vida social, en los foros públicos, en las aulas. Tal vez por elección o destino; nadie lo sabía a ciencia cierta. Yo me conformaba con admirarlas y seguirles los pasos.
Desde la llegada de Esperanza al grupo, iniciaron las inestabilidades, las suspicacias y hasta las deserciones. Estás embarazada, eso es lo que te pasa, por eso te sientes incómoda, me repetía la Cata. Julieta era la única que tomaba en cuenta mi desazón. A ella, Esperanza le parecía una mujer impostada y carente de cualidades reales. A la “nueva”, como le decía Sonia, le gustaba pavonearse con sus vestidos de diseñador y sus compras diarias en las tiendas más costosas de la ciudad. “Soy totalmente lamprea”, la parafraseaba Julieta cada vez que Esperanza presumía las costosas prendas pagadas con las tarjetas de su marido. Julieta era propensa a decir palabras raras de vez en cuando. Lamprea era un bicho que usamos en las recetas de nuestro primer grimorio, cuando hicimos el ejercicio de la ubicuidad al que Julieta llamaba “el ejemplo de las tinieblas”. Mi amiga tenía siempre esa palabreja en la punta de la lengua. Estos animales tienen un hocico que parece cepillo de aspiradora que, justo como esos aparatos, succiona y se fija en los pobres peces que ni se la ven venir. Por algo se les llama los “vampiros del mar”. Sus dientes y lengua raspan los tejidos de sus presas, a las cuales chupan la sangre sin dolor, y poco a poco las matan de tiricia.
Esperanza era la viva representación de una lamprea: delgada y escurridiza, se adhería a presas poderosas como la Cata, luego a Julieta, y al final al tal Harper. A mí me trataba con cierto desprecio, segura de mi falta de conocimientos, dinero y poder. Las demás cayeron de manera instantánea bajo su influencia. No era una belleza, pero su personalidad carismática hacía que las grises criaturas de nuestro estudio se rindieran por completo, admiradas de tenerla cerca. Muy pronto, cada comentario suyo provocaba exclamaciones, risas, aplausos, miradas expectantes, acciones devocionales de parte de las demás.
Julieta y yo nos limitábamos a observar el cambio paulatino en nuestras compañeras. Era como si uno de nuestros rituales de transformación hubiera provocado un cambio radical de personalidades. No obstante, yo me daba cuenta de que, en realidad, el contacto con el vampiro sólo estaba dejando aflorar las debilidades y zonas oscuras de cada una de las estudiantes. El tiempo me daría muy pronto la razón.
Pero ahora me hallaba de nuevo en mi ciudad adoptiva, mi amiga secuestrada, la pandemia en uno de sus aparentes retrocesos, y mi marido y sus ancestros sombríos acechándome desde la vieja casona de la cual había escapado. Las especulaciones, entonces, rondaron de nuevo mi cerebro, comentadas de vez en cuando por las voces que cada vez me concedían treguas más largas. ¿Quién me perseguía realmente? ¿Quién intentaba, a través de Antonio, despojarme de mi niña? ¿Con quién me había casado en realidad? Pocas conclusiones podía hacer con los datos que la realidad y quienes me rodeaban me permitían conocer a fondo. Sin embargo, de unas cuantas cosas ya podría estar segura en ese momento: nada ni nadie me alejaría de mi hija, necesitaba hacerme de dinero y debía encontrar a Julieta a como diera lugar. También, muy importante, debía enfrentar a mi esposo, liberarme de su yugo. Y buscar en el Sigilo el cobijo o la información que, intuía, podría utilizar en el futuro para protegernos mi niña y yo.