Capítulo 13
El árbol del suicidio
Mi embarazo había llegado a término pero el bebé no tenía para cuándo salir. La dilación me hacía pensar, de manera insistente, en que me hallaba inmersa en un torbellino de experiencias extrañas. Me había casado en marzo, justo antes de que estallara la pandemia y se nos confinara a las 4 paredes de la casa. Mi marido nunca temió al contagio. Nunca aceptó el encierro ni porque yo le rogaba quedarse conmigo para que no se pescara el bicho en los antros a los cuales cobraba diario derecho de piso.
–Antonio, no hay nadie en la calle. Mucho menos gente en los bares ni en los tables. No salgas.
–Querida, para la briaga y la nalga siempre hay tiempo y manera.
–Pero ya el gobierno prohibió el funcionamiento de lugares como tu barcito de cogelones…
–Te digo que siempre se puede, niña. ¿Hasta cuándo me vas a dejar de molestar con eso?
–¿Y si te contagian y de paso me contagias a mí? -Al llegar a ese punto casi siempre Antonio se quedaba callado y salía dando un portazo. Parecía totalmente refractario a mi angustia, al miedo fundado en las muchas muertes que reportaban las estadísticas día con día.
Para entretenerme en esos meses de encierro me dediqué a estudiar y a apapachar a mi planta favorita. La que había robado de casa de Catalina: una exótica cerbera odollam o pong pong, que en su lugar de origen -India- es conocida como “el árbol del suicidio” debido a que su fruta, ese pequeño mango verde, produce un veneno que se usa para asesinar, pero sobre todo para suicidarse. Me parecía que sus delicadas flores eran el aviso anticipado de las bellezas que la muerte ofrece a aquellos que la desean con verdadera pasión. Sin embargo, como también su veneno puede darse a una persona para matarla sin que se halle el agente tóxico en la autopsia, mi marido la refundió en una zona protegida de nuestro enorme jardín. “Por el bien de la niña”, decía, aunque pienso que la verdadera razón era otra, una sospecha que lo empezó a perseguir el mismo día que traje la semilla de la cerbera a casa.
En la inédita situación de encierro, esa paranoia parecía crecer. Antonio se dedicó a poner alarmas por toda la casa, cercó el área pantanosa a donde refundió mi planta, contrató a más servidumbre 24/7 para atenderme y –aunque no me lo decía– seguir mis pasos desde que me levantaba hasta la hora de dormir. Tan fácil que era mandarme de regreso a la soltería, me quejaba yo con Julieta. Ya para enton- ces le había agarrado cariño a mi anómalo marido, y en realidad no me apetecía dejarlo o divorciarme. Efectos del embarazo, tal vez. Julieta me regañaba por andar de trágica. Eso no le hace bien al bebé, decía. Para entonces nos comunicábamos por Zoom, y pronto empezamos a tener nuestras clases y las canalizaciones por esa misma plataforma.
Mis compañeras de estudios se burlaban de lo mal que me estaba sentando el embarazo y el encierro. Mi panza se veía descomunal en comparación con mi cuerpo esmirriado. Nunca antes en la vida había pensado en lo mal que me vería frente a un marido paciente que de seguro se entretenía con videos de sexo sado donde atan a las chicas de piernas, pechos, brazos sin que esas carnes jóvenes muestren una sola zona de celulitis ni de estrías o lonjas.
Luego de más de 9 meses de gestación, me urgía que naciera el bebé. Caminaba todos los días de un lado al otro del enorme jardín donde, por lo general, desayunaba yo sola. Todos me decían que había que estimular el parto. Yo seguía sintiendo las pataditas en mi estómago, como si la niña me mandara mensajes en clave Morse: “solo me estoy tomando mi tiempo”, así que jamás pensé en catástrofes ni en pérdidas, a pesar de los comentarios y las anécdotas sobre madres e hijos que morían luego de embarazos complicados y partos agónicos, imposibles de sacar adelante aun en estos tiempos de avances médicos.
Una noche de diciembre –a los casi 9 meses y medio de embarazo– fuimos a cenar al Vittorios, la zona al aire libre funcionaba con menos restricciones. Tenía antojo de una pizza de huitlacoche con mucha cebolla. Luego de comerme una mediana yo sola, empecé a sentir náuseas y temí que mi opípara cena se fuera a ir por las viejas cañerías de la ciudad.
Al regresar a casa, sentada en el quicio, se hallaba Julieta con su cubrebocas navideño. Nos abraza- mos como desquiciadas y, ya en la sala y con una taza de café caliente en mano le dije: cuéntamelo todo. No pudo, sin embargo. A los diez minutos de charla sentí el agua de la fuente que había reventado con parsimonia. Julieta se dio cuenta de la situación y de inmediato ayudó a mi marido a empacar algunas prendas para mí y para el bebé que, ahora sí, apresuraba su llegada al mundo. Yo, a esas alturas, no había preparado nada para llevar al hospital; pero ellos no tuvieron problema en alistar lo indispensable. Actuaron con rapidez y coordinación estupendas; parecía que lo tuvieran todo ensayado. Hasta el último ultrasonido y la póliza del seguro metieron en un sobre, con una copia de mi INE y de mi CURP.
Abracé a Julieta muy fuerte. Y ella me dijo:
–No te asustes. Los niños pasados de tiempo tienen ahora las mismas probabilidades de sobrevivir que los prematuros. Y cuando crecen son guías espirituales del mundo.
Fue una verdadera sandez que Julieta, incluso en esos momentos de apremio, me saliera con sus obsesiones místicas. Yo no quería un guía espiritual de la humanidad sino un hijo saludable. Pero no pude contestarle, una increíble pesadez se apoderó de mis párpados y caí en un sopor parecido al de algunos de los sueños afiebrados que me asaltaban en la Clínica Mayo.
En medio de ese letargo escuché el ruido intenso de un motor y sentí el vaivén de la camilla en la que me transportaban al interior de un helicóptero-ambulancia que había aterrizado en el helipuerto de nuestro fraccionamiento y que, según escuché de mi marido, me trasladaría a la ciudad de México. Eso era algo que no habíamos previsto para mi parto. ¿Me dará tiempo de llegar allá?, alcancé a preguntarme. Para mi desconsuelo, la voz de las 3 de la mañana me contestó con tal intensidad que hasta los paramédicos debieron haberla escuchado:
–Te vamos a tirar el helicóptero, bruja.
No pude replicarle como acostumbraba hacerlo porque las sombras se precipitaron sobre mí.
En mi marasmo, tuve sueños muy extraños. En uno de ellos mi madre, a quien visitaba en una rara casa llena de gente, era una enorme, redonda y bellísima mandarina a la que me abrazaba en busca de refugio. Cuando ella se levantaba para atender a uno de mis hermanos, yo salía de esa casa hacia una calle transitada pero oscura. En el cielo veía un enorme helicóptero que yo reconocía como el del trágico accidente de la primera gobernadora del estado y su marido. Desde una nube negrísima, un grupo de gente armada apuntaba a la aeronave. Mirando también hacia el firmamento me encontré de repente con Esperanza y su gurú, Harper Metcalf, viendo azorados el extraño espectáculo. En ese momento, cuando un bazucazo que partió de la nube hacía impacto en el helicóptero, una voz profunda, como de trueno, me despertó para decirme:
– Es una niña y vivirás para verla crecer.
Abrí los ojos en la habitación de un hospital de lujo. Mi cuerpo estaba lleno de tubos. Otra voz menos severa y más real anunció que por fin había yo salido del coma.
El uniforme blanquísimo de la doctora me ayudó a recuperar unos breves segmentos de otro sueño donde un ángel con una espada flamígera acababa con el grupo de entidades oscuras que me rodeaban. Durante un instante pude ver su rostro que no era un rostro, sino un espectro de luz cubriéndome con sus alas.
La pesadez de mis párpados volvió a hacerse presente. Ahora era más benigna, más agradable. Y me iba introduciendo en una suave y dulce satisfacción a la que me resistía porque deseaba ver a mi hija. Sabía que debían recostarla junto mí, pero nadie la llevaba. Quise entonces gritar, pedir que me la entregaran. Fue imposible. De mi garganta no salía ningún sonido.