Capítulo 02
Los ángeles decapitados
La maqueta de la ciudad de Puebla del siglo XVII empezó a ser mi obsesión. Cada que podía, visitaba el Museo Barroco y me paraba de frente a la traza perfecta de aquella representación miniatura de la Puebla colonial. Abstraída en la contemplación de las calles y casas, me asaltaba la sensación de que vivir solo en una época de la humanidad podía ser una cruel limitante. Mi imaginación le abría paso a imágenes de personajes de la vida cotidiana que deambulaban por las calles de la maqueta con la cabeza baja, sorteando boñiga de caballos y mulas, charcos verdosos y carretas que se dejaban venir entre la multitud bulliciosa.
Una tarde había fijado mi atención en la casona ubicada enfrente del predio donde se construyó el primer templo de Santo Domingo, una calle que es ahora peatonal y donde en realidad ya no hay casas habitación. Me gustaban esos edificios de un piso, con sus ventanas enrejadas y sus anchas puertas por donde pasaban los carruajes de los señores. En mi imaginación, una mujer abandonaba la casona para reunirse con su amante. El marido la veía a través de los pesados postigos de madera. En la penumbra de la habitación, chasqueaba los dedos y un sirviente entraba de inmediato.
—Ordene su merced—, decía un joven de aspecto indígena.
—Síguela—, ordenaba el patrón. De inmediato el sirviente encaminaba sus pasos en dirección de la figura de la dama embozada, que ya había pasado enfrente del templo de Santo Domingo a medio construir. Silencioso como fantasma, el espía se deslizaba entre los árboles, aguantando el resuello y atento a las huellas que el tacón de las zapatillas de tafetán marcaban en la tierra suelta.
En la siguiente manzana, la dama detenía sus pasos y se adentraba en la iglesia…
Quizá la lectura de las crónicas me convenció de que Puebla era un universo donde confluían la gente aventurera con los comerciantes ambiciosos, militares, exsoldados de la Conquista, mujeres peninsulares y criollas desconfiadas.
En mis cavilaciones de esas tardes aparecía también el pueblo de los indios, receloso, apartado. Me preguntaba si antes de la Conquista los pueblos de la región creían en demonios y en seres como los ángeles. A juzgar por los códices previos a la invasión de los españoles, la idea del más allá era que los muertos llegaban al Mictlán, donde se vivía igual que en el más acá. No había espantos, ángeles, espíritus errantes. La Llorona llegó con los españoles. Y cómo no: los verdaderos habitantes de lo que ahora conocemos como México perdieron sus tierras, sus dioses, su identidad. Según yo, sólo nos quedó la rabia y la sumisión, mezcla mortífera a la que ningún fantasma podría detener cuando estallara.
Julia, mi amiga, no pensaba así. Ni tampoco el grupo de mujeres al que poco a poco me fue incorporando. Todas ellas habían pasado por alguna maestría en Estética o en Historia,
pero se interesaban fieramente en las enseñanzas de angelología que Julieta presumía haber adquirido a su paso por Varsovia. Según nos platicó una de esas tardes de café en casa de la Toya —la dueña del espacio donde nos juntábamos a estudiar—, su interés se despertó cuando visitó un cementerio en Bulgaria donde todas las esculturas de ángeles habían sido decapitadas. Impresionada, buscó respuestas y encontró en París una maestra o coach que en un santiamén la convenció de sus dones innatos para establecer comunicación con los seres de luz. Durante dos años, la maestra la entrenó para que por su conducto otras personas pudieran ser guiadas en su camino, acudir a los seres celestiales en momentos de necesidad o confusión y tomar las mejores decisiones.
Sin embargo, a nosotras Julia nos dosificaba las enseñanzas. Habían transcurrido años de sesiones, lecturas, exámenes y todavía no parecíamos estar listas para la invocación de verdad. Cada semana procedíamos a llamar a un ángel diferente. Decíamos tres veces seguidas su nombre —que yo olvidaba tan pronto acababa el ritual— y recitábamos un mensaje claro de nuestra intención de conocerlo en toda su dimensión de ser de luz y recibir su guía.
Durante esos años, nos casamos Arcelia, Concha y yo; se divorciaron Laura y Magdalena; Mónica quedó viuda y otras dos se intercambiaron los maridos. No faltó la que se hizo de varios amantes y otra que conoció su verdadera vocación de hetaira luego de un matrimonio largo, árido y aséptico. Curiosamente, Julieta no encontró conveniente divorciarse, porque las aventuras de una noche se quedarían sin ese condimento extra que da lo prohibido, lo ilegal o lo incorrecto. Tanta incertidumbre me sumía en periodos de melancolía rayana en la depresión. Yo rogaba que los ángeles se manifestaran o al menos produjeran un cambio en la rutina que ya empezaba a aburrirme. Cada sesión debíamos participar en un ritual que pretendía buscar la conexión con nuestro ángel personal. Hasta ese momento sólo habíamos recibido jirones de ideas, aparentes respuestas sin conexión lógica con las preguntas que nunca nos revelábamos ni entre nosotras.
No lo sé. De lo que sí estoy segura es que sólo de una dimensión inasequible y oscura pudo haberle llegado a Julieta la idea de hacer todo lo posible para que yo me casara con Antonio, mi introvertido segundo marido que resultó ser el contador del Ferrero, uno de los más sanguinarios capos de nuevo cuño de Melilla, España.