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viernes, abril 19, 2024

Sigilo 01

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Capítulo 01

Todo ángel es terrible

 

La colección de ángeles de mi madre estaba en el peor lugar de la casa: el baño de visitas. Afuera, en las paredes del rellano de la escalera colgaban las fotografías de la familia, como si los ancestros y los nuevos representantes de la estirpe pertenecieran a un orden celeste superior o más digno de visibilidad. Quizá mi madre consideraba que las imágenes de ángeles y querubines cachetones eran la compañía más animosa para un visitante estreñido. O una manera de disuadir a la piadosa comadre de permanecer más tiempo del necesario echando mala vibra en la taza junto con lo demás de siempre. A mí lo que me parecía muy enfermo era que mi ángel de la guarda estuviera expuesto a oler mierda junto con envidias y actitudes perversas. Cuando años después escuché en una lectura de poetas el verso aquel de Rilke que afirma que “todo ángel es terrible”, me pareció imposible que esas entidades con las que mi madre adornaba su baño pudieran hacer algo más terrible que incomodar a las visitas. Lo terrible era lo que esas inocentes criaturas sufrían ahí. Durante mi adolescencia y primera juventud dejé de pensar en los ángeles. Mi padre me inscribió en una prepa de gobierno, con lo que se inauguró para mí una época de cierta libertad, borracheras, materias reprobadas, novios temperamentales y peleas a muerte con el mundo.

Fue cuando llegué a vivir a Puebla, después de mi primer divorcio, que volví a tener contacto con los integrantes de esas órdenes celestes. No podía haber sido de otra manera. Ciudad de ángeles desde su fundación, la ciudad de Zaragoza tiene más alas que fusiles.

Pero quien me conectó con los verdaderos ángeles (o eso pensaba ella) fue Julieta.

Sola como hongo en un patio trasero lleno de basura (mi exmarido se había hecho de la custodia permanente de la niña con ayuda de abogados tracaleros), pasaba mis días entre la universidad y la casa. Estudiaba en una universidad privada la maestría en Historia del Arte, más para escapar de la depresión que por el interés genuino en el arte griego o las vanguardias. Gracias a las excursiones a los museos del país conocí a Julieta, una curadora de arte que me contagió de gustos por demás exóticos y de una pasión por el arte barroco que se desató luego de escucharla disertar por dos horas ininterrumpidas sobre el uso de la luz y las sombras en los cuadros de Villalpando.

El movimiento artístico del Barroco fue, en buena medida, lo que me atrajo a Puebla. Cuando me mudé definitivamente a la Angelópolis, pasaba las horas recorriendo las iglesias del centro, las calles, los conventos como el de Santa Rosa, donde supuestamente se inventó el mole. Me la vivía en el Museo Barroco, donde Julieta llevaba grupos de turistas a los cuales paseaba y entusiasmaba con historias de la ciudad y sus múltiples formas de diálogo con sus habitantes. En ese museo había una maqueta que representaba a la ciudad de Puebla del siglo XVII. Frente a sus edificios en miniatura imaginaba los pasos de personajes fantasmales recorriendo calles donde todavía se escuchaban los versos de Cetina antes de caer atravesado por una espada en el ojo. A veces me asaltaba un placer morboso al ver a turistas japoneses o alemanes que contemplaban los objetos del museo con mirada bobalicona y encantada. Sabía muy bien que ¿esas huestes de jubilados jamás descifrarían los símbolos ocultos en aquella maqueta que se extendía con sus calles originales, donde casas que ya no existen se ubicaban en la cuadrícula perfecta de la ciudad original, esa que, contaban las leyendas, había sido trazada por los ángeles.

Y precisamente, en el centro real de esa maqueta, al pie de la fuente del arcángel San Miguel estaba yo cuando llegó a mi celular la noticia de que la gobernadora del estado y su marido, el exgobernador anterior, habían muerto al caer su helicóptero Agusta 109, diez minutos después de despegar de un helipuerto de la ciudad de Puebla. Solo recuerdo que la noticia me dejó paralizada varios minutos, con la mirada fija en el rostro verdoso del arcángel patrono de la ciudad. Quizá por eso ya nunca pude separar la imagen del vengador San Miguel, el arcángel que venció al demonio, de la caída de esa aeronave.

 

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