Capítulo 10
Las invisibles escalas
Harper me odió de un hilo desde que man ché su camiseta metalera y su empequeñecido ego con los restos de las botanas de esa noche. Para mí era claro que ese hombre no era más que un falsario, un fraude. Cómo convenció a Cata de su importancia, lo ignoro. De Julieta sé que cayó redondita en su cama llena de sábanas percudidas y olorosas a sudores viejos desde el primer día. O noche.
Mientras mi embarazo avanzaba empecé a notar que me aparecían moretones en las piernas y brazos. No me dolían; solo me preocupaba su aspecto perfectamente redondo y desagradable. Parecía como si alguien me hubiera golpeado en la noche con un bat de beisbol. Nadie más que yo reparó en las lesiones. Mi ginecólogo no me hizo ningún comentario, siquiera tentativo. Mi aspecto, en general, iba de mal en peor. Mi energía flaqueaba a mitad de la mañana, y muchas veces no intentaba ni salir de casa para ir a las sesiones de preparación rumbo al gran evento: muy pronto mis amigas abrirían el cuarto de los ángeles a todas. Qué encontraríamos era para mí un enigma.
En el fondo todas ellas tenían problemas de mayor o menor envergadura. Una, Teresa, tenía un hijo en la cárcel, por ejemplo. Había peleado a las afueras de un bar con un soldado en su día libre y acabó en una cárcel militar sin juicio y una sentencia de 30 años por intento de homicidio.
Otra, Sonia, había perdido una hija adolescente. La chica huyó con el novio y nunca encontraron rastros de los prófugos por ningún lado. Otra más estaba a punto de perder su casa luego de descubrir que su marido alcohólico se había bebido los pagos de la hipoteca de los últimos 10 años.
A mí solo me interesaba el conocimiento. Si me ponía a pensar, lo tenía todo, o casi. Un marido, estabilidad financiera, un hijo en camino, la mejor de las compañías con mis amigas. Sin embargo, yo sabía que mi vida no estaría completa sin el prodigio. Necesitaba ver con mis propios ojos el esplendor de la llegada de esos seres que me habían prometido conocer. Por eso la intromisión de Harper me provocaba ganas de vomitar cada vez que lo veía llegar con sus pantalones de mezclilla aguados y sus tenis que nunca cambiaba por nada.
De todos los incidentes malos de aquellos días, el peor fue el alejamiento de Julieta. Sabía –porque la conocía– lo fácil de sus enculamientos. Lo difícil de sus relaciones. Los celos de su marido. Las veces en que su integridad física estuvo en riesgo cuando el guarura del esposo la encañonaba dentro del antro y la sacaba haciendo alarde de fuerza. El acoso no se detenía a pesar de muchas veces esos episodios aparecieron en las redes como vídeos de denuncia.
–¿Por qué no te divorcias, Julieta? –era mi pregunta permanente.
–Porque no se me pega la gana –era su respuesta de siempre.
Justo por esa época empezó el desfile de diagnósticos. Mi cuerpo ya era un mapa de caminos azuláceos, moteado de islas cárdenas, de redondo aspecto preocupante. Sólo entonces mi esposo me llevó en un viaje rápido a la Clínica Mayo en Estados Unidos.
Me diagnosticaron de todo: lupus, porfiria, púrpura. Mis moretones aparecían una noche y desaparecían al atardecer. A los médicos les preocupaba que mi embarazo estuviera disparando alguna enfermedad autoinmune. Luego de análisis dolorosos tras los cuales no había diagnóstico real, le dije a Antonio:
–¿Sabes qué? Mejor llévame a casa. Aquí cada día me encuentran una nueva enfermedad.
–Valentina –me contestó–, es importante saber qué te está pasando.
Pese a las reticencia de mi marido de regresarnos a México, las dificultades del vuelo debido a la pandemia, y el enorme riesgo de contagio, los médicos estuvieron de acuerdo porque finalmente lo que más les preocupaba en realidad era la niña. Durante cada revisión, cada análisis, por más doloroso o complicado que fuera, me percataba de los ceños fruncidos, los murmullos entre enfermeras y especialistas cuando valoraban placas o intercambiaban impresiones, especulaciones y miradas horrorizadas. No necesitaba que
nadie me tradujera lo terrible del posible diagnóstico. Pero tampoco nadie me podía quitar la esperanza. Yo tenía la corazonada de que mi cuerpo estaba protegiendo al bebé, aunque el organismo entero estuviera desfalleciendo en el esfuerzo.
Por esa época conocí a Maribel, una chica de mi edad que se paseaba por los pasillos del hospital como Juana por su casa. Llevaba los cubrebocas más chidos del planeta, con bocas de animales o lenguas salidas, muchos de lentejuelas y mensajes altisonantes. Ella cuidaba a su madre en el área oncológica. Nos encontrábamos con frecuencia en los jardines. Su rostro joven y lleno de pecas, su nariz respingada y sus hoyuelos en las mejillas -que lucían como el sol después de la lluvia cuando se quitaba el cubrebocas- la hacían parecer mucho más joven de lo que era. A su lado yo me veía 10 o 12 años mayor. Mi agotamiento se había convertido en total derrota existencial.
De mi última patología me enteré en el vuelo de regreso. Como resultado de los últimos estudios, la Clínica Mayo me diagnosticó una fibrosis pulmonar equivalente a haber fumado
50 años noche y día.