Capítulo 54
Regreso sin bombo y platillo
Pasaron 24 horas para que Ruy retirara la denuncia y comenzara la liberación de Fernando.
En su casa, Lupe estaba más ansiosa por ir a asaltar sus bolsillos del pantalón en búsqueda de las llaves para recuperar las pruebas de su infidelidad, que en saber cuál era el estado en que se encontraba.
La cárcel, aunque sean separos, te mina hora tras hora, y más en medio de una enfermedad como el cáncer.
–Reme, al rato que llegue tu patrón seguramente va a querer ir a meterse a su despacho. No lo debemos permitir porque puede hacer movimientos que no queremos que haga, tú me entiendes.
–No, señora, sinceramente no le entiendo.
–No pasa nada. Acá con que yo sepa lo que hay que hacer es suficiente, pero sí te necesito para cubrirme las espaldas. Le vamos a decir a Fernando que vino el de las fumigaciones. Te va a preguntar por qué entraron a su despacho y tú le vas a decir que porque viste dos ratones.
–Dos ratones, sí. Aunque, no creo que se trague el cuento, él sabe que cuando ha habido ratones los mato a escobazos. Soy buenísima para atraparlos.
–¿Es en serio? Qué asco, Remedios. No puedo imaginar cómo truenan bajo la escoba… en fin, te va a tener que creer, aparte yo diré que no sabía de tus dotes de asesina de ratas, y por eso decidí llamar al fumigador. Tú no digas nada más; yo voy a hablar, y a comentarle que el chico del servicio fue muy claro con la sugerencia de que no se entrara a esa habitación hasta 24 horas más tarde del trabajo. Conozco a Fernando: es incapaz de desobedecer las reglas de un experto.
–¿Y luego qué más vamos a hacer?
–Pues no le va a quedar otra que irse a su recámara, pero como viene de la cárcel y seguro estará destruido moral y físicamente. Le diré que ocupe la habitación principal, o sea la mía, la que fue nuestra antes de volverse una máquina de ronquidos y flatulencias. Ya cuando se quede dormido, le saco las llaves del pantalón y procedemos a entrar al estudio. Yo entro, tú me echas aguas mientras saco los papeles que busco del archivero, ¿entendiste?
–Sí, doña Lupe. Oiga, ¿y no es más fácil que le diga usted que ya sabe lo de su enfermedad y que él solo saque los estudios de la caja?
–No, porque aparte necesito otros papeles que tiene ahí y son míos.
–Ah, qué raro.
–¿Raro por qué?
–Porque usted es reordenada y recelosa con sus cosas, y no hay nada suyo en el estudio del señor.
–¿Tú qué sabes, Remedios? Así le vamos a hacer y no hagas más preguntas.
–¿A qué hora viene el patrón?
–Yo creo que en un par de horas.
–¿Qué quiere que le prepare de comer?
–Lo que tengas pensado. Lo que haya en el refri, Reme.
–Ay, señora, cómo es usted. Le voy a hacer sus albondiguitas favoritas. Las de cordero.
–Qué albondiguitas ni qué ocho cuartos. Es más, ayer sobraron chuletas de cerdo. Haz más puré de manzana y punto.
–Viene de la cárcel, señora, no ha de haber probado bocado.
–Ay, Remedios, Remedios, si no es una fiesta de bienvenida. Lo que pasó fue una vergüenza. No lo voy a premiar recibiéndolo con flores y serpentinas.
–Oiga, patrona, no sea así de dura. Todo fue una confusión, si no, ¿cómo es que ya lo soltaron tan rápido? Mi patrón es incapaz de hacer malandrinajes.
–No es una confusión, Remedios. Se endeudó hasta el cogote y no se puso las pilas para pagar.
–Mmmmm.
–¿Qué es ese gruñido?
–Pues qué, doña Lupe, con todo respeto, llevo toda la vida con usted, y me va a perdonar, pero cuando la cosa se empezó a poner difícil usted se puso más exigente. ¿No cree que está siendo injusta?
–Por supuesto que no. Para eso son los hombres, Remedios. Para proveer hasta que se mueran. Fernando se aplatanó, se jubiló de la ambición cuando casó a su último hijo, y yo no tengo por qué cargar con su abulia.
–Ya no digo nada. Sólo que sí le pido que me deje hacerle sus albóndigas. Un detalle, doña Lupe. Que sienta calor de hogar.
–No tengo un quinto en efectivo, Lupe. ¿Por qué crees que no hay nada en la alacena?
–Pus yo pongo de mi bolsa lo de la carne de cordero molida.
–Mta mano, qué consentimiento. Ojalá que cuando yo me enferme me trates igual. Siempre tuviste una debilidad por Fernando. ¿Será que te gusta el vejete?
–Qué cosas dice, señora. Y no es debilidad, sólo que conmigo don Fer no ha tenido más que atenciones. Ve cómo me apoyó cuando mis papás se murieron.
–Está bien, ve por la carne molida, y sí… ponla de tu bolsa, mamacita, porque acá no hay dinero para caprichos.
–¡Ay, mire, bendito Dios! Mire quién viene entrando. Es don Fer, viene con el licenciado ese de la vez pasada y… ¡Ay, Dios, tsss!
–¿Qué? Sí, me temía que lo iba a traer ese salvaje de Senderos. ¿Pero de qué te santiguas?
–Es que no le va a gustar.
–¿Qué Remedios?, ¿qué otra cosa podría pasar como para arruinarme más el día que tus imprudencias y la presencia de Senderos en esta casa?
–Es que viene la señora Anais con ellos.
–¿Quéeee?