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domingo, noviembre 24, 2024

La Amante Poblana 49

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Capítulo 49

 

Despertar con La Nínfula 

 

Amanecieron juntos.  

Anais abrió los ojos a las seis y media de la mañana como era su costumbre. Se quedó unos minutos escuchando la respiración flemática de Manuel, y lo miraba como se mira a un objeto extraño, de reojo, con cierto temor.  

Hacía mucho que no despertaba al lado de alguien. Con Fernando los últimos años había sido una rutina aburrida, una relación de camaradas. Cada uno tomaba su lado de la cama y amanecía ahí mismo con una pulcritud enfermiza.  

El sol aún no acababa de salir. Manuel tenía a Anais atrapada con su cuerpo. El abogado dormía a pierna suelta como si no tuviera culpa alguna. Anais pensaba que ese lugar le acomodaba a las mil maravillas, arrellanada entre las piernas de ese hombre que apenas conocía, pero que se le había metido en la cabeza como un mantra.  

Todo el día, de un tiempo para acá, la primera imagen que se le venía a la mente era Manuel. Manuel en el velorio cuidándola de las intrigas de los demás deudos.  

Se movió para poderse zafar delicadamente. Quería ir al baño para ver en el espejo el desastre que seguramente había en su cabello.  

La cama quedó como un campo de batalla; manchada de labial rojo, las sábanas pendiendo de las esquinas del colchón.  

De pronto escuchó que Manuel hablaba y le contestó. Sin embargo, al acercarse se dio cuenta que seguía perfectamente dormido.  

¿Qué tanto decía? Puso atención: frases jurídicas. Así es que este hombre no deja el micrófono ni cuando está dormido, pensó. Y se puso la bata para encaminarse al cuarto de baño, no sin antes recoger el edredón para dejar tapado a Senderos.  

Antes de perderse en el pasillo. Anais se paró para mirarlo de lejos y se asustó al imaginar que la noche anterior había pasado de estar atraída por él a estar perfectamente enganchada. No le gustaba decir “enamorada”. Detestaba atribuirse esa clase de arrebatos; el amor romántico era lindo, sonaba bello, pero era sumamente impráctico.  

Manuel movía las manos aún dormido. No podía estarse quieto ni en las horas de descanso.  

Anais fue al espejo y se acicaló un poco. La boca le había quedado floreada de tantos besos, roja e hinchada como un fruto hipnótico. Le gustó su cara a pesar de estar recién despierta, no veía las ojeras del tedio que siempre la acompañaban.  

Y notó que ya estaba bien espabilada, y raro, de excelente humor. Como una debutante. ¿A dónde la iba a llevar esta aventura?  

En su interior sabía que a sufrir. Ya lo veía venir. Y no porque él le fuera a jugar una mala pasada, sino porque ella podría volcarse completa hasta quedar vacía. Era el riesgo que corría; ese hombre era perfecto para ella en muchos sentidos, sobre todo en el sexual, y también porque se divertía como loca con sus performances diarios. Todo un personaje. Lo que siempre había querido; nada que ver con ella en el trato, en las formas. Imprudente, arrebatado, espontáneo, medio patán. Frío como un témpano ante los demás, pero extremadamente ígneo en la intimidad.  

Con él iba a saciar todas sus perversiones. Lo llevaría a descubrir sus pasajes más oscuros. Era un reto para ella quitarle de la mente la cantidad de creencias mochas que lo precedían.  

Fue a la cocina a preparar café y se percató que, en realidad, no conocía a su amante. ¿Le gustaba el café o el té? ¿Desayunaba? ¿Fumaba por las mañanas?  

Dos americanos.  

Caminó hacia su cuarto y Manuel ya estaba despierto pasándose las manos por la cara.  

–Qué ruideral hace tu cafetera. 

Ay, perdón. Sí, es una lata, pero hace espléndido café. Te traje uno. No sé cómo te guste. ¿Te gusta? 

–Sí, gracias. ¿Ves por ahí mi celular? 

–No está en tu bolsa del pantalón. Seguro salió volando.  

–Qué noche, reinita.  

–Ya sé. ¿Te gustó? 

–Eres una máquina de coger. 

–Bueno, y tú sorprendente… supongo que muchos hombres de tu edad, si acaso tocan a sus mujeres, ha de ser muy de vez en cuando.  

–Bien dices… a sus viejas. A las esposas. Y sí, la verdad es que conozco a muchos hombres, compañeros de mi generación, que están hechos unos verdaderos ancianos.  

–Pues Chapeau, Senderos. Puedo decir que ha sido una de las mejores noches de mi vida.  

Mmm. Un alto honor sabiendo tu historial.  

–No empieces a champarme mi experiencia. Gracias a eso mira cómo quedaste: lacio, lacio.  

–Ni me digas, no me cuentes, por favor.  

Ay, qué mojigato. ¿No te gustaría que te cuente? Digo, ahorita no, pero mientras me coges de nuevo… 

–Reina, esto no acaba aquí, sólo que te recuerdo que tengo que ir a casa de tu suegra. ¿Qué hora es?  

–Tempranísimo, las siete. La vieja esa se levanta tarde.  

–Sí, pero yo tengo que irme a mi casa a bañar y a cambiar.  

Okey, pero… ven. Dame un beso.  

–¿No estás llena? 

–No, bueno sí, pero quiero más. Anda ven. Acércate. 

Manuel no pudo contener sus instintos y se le fue encima nuevamente.  

Anais se veía distinta, mucho más fresca sin el maquillaje y el disfraz de mujer fatal.  

Ver a una mujer por la mañana sin producción, era una prueba de fuego que en los últimos años ninguna de sus amantes había aprobado. Manuel solía salir corriendo, si es que se llegaba a quedar.  

Anais parecía mucho menor, una jovencita con la boca inflamada de tanto besar.  

A Manuel le calentó sentir que estaba allanando algo sagrado. 

Y esa idea, de estar transgrediéndolo todo, lo seducía aun más.  

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